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Joaquín Gorrochategui

Los grandes descubrimientos epigráficos

Profesor emérito de Lingüística Indoeuropea en la Facultad de Letras y miembro del Instituto de Ciencias de la Antigüedad

  • Cathedra

Fecha de primera publicación: 02/05/2024

Joaquín Gorrochategui
Foto: Nuria González. UPV/EHU.

De vez en cuando los medios de comunicación se hacen eco de espectaculares descubrimientos arqueológicos, en especial rarísimas inscripciones escritas en lenguas y escrituras exóticas, que prometen aclarar misterios o arrojar luz sobre periodos oscuros de la historia.

Posiblemente el hallazgo más famoso de este tipo es la llamada Piedra de Rosetta, hallada en 1799 por las tropas napoleónicas en el delta del Nilo, que le permitió a Jean-François Champollion descifrar la escritura jeroglífica egipcia hacia 1823. Ha habido muchísimos otros descubrimientos importantes que, sin tener la fama de la Piedra de Rosetta, han representado pasos cruciales en el conocimiento del pasado. En noviembre de 2022, toda la prensa vasca y muchos periódicos de difusión española e internacional daban cuenta del hallazgo de un epígrafe sobre bronce, conocido como “La mano de Irulegi”, escrito en un sistema de escritura propio de la península ibérica, que recoge un corto texto presumiblemente redactado en la lengua de los vascones a comienzos del siglo I a.C.

Limitándonos al campo de los desciframientos de lenguas y escrituras desconocidas, aunque el aporte de algunas inscripciones singulares como la Piedra de Rosetta haya sido crucial, el avance suele venir habitualmente por la comparación y confrontación de varios documentos epigráficos, por limitados o parciales que sean. Muchas veces, la propia inscripción que resulta clave para el desciframiento de una escritura o lengua ha sido, hasta ese momento, un verdadero misterio, que suele empezar a resolverse mediante el recurso al conocimiento de un aspecto o ámbito externo al propio texto. Si Champollion logró descifrar el jeroglífico, antes que el brillante científico inglés Thomas Young, fue gracias a su conocimiento de la lengua copta.

La virtualidad explicativa de los grandes hallazgos epigráficos depende tanto de la propia información aportada como del conocimiento previo existente. Hacia 1925 Manuel Gómez Moreno fue capaz de descifrar la escritura ibérica, una de las escrituras paleohispánicas usadas en la península ibérica antes de la generalización del alfabeto latino, pero aún hoy en día somos incapaces de entender la lengua ibérica. En el desciframiento de la escritura tuvieron un papel importante los hallazgos de dos inscripciones, que curiosamente no estaban redactadas en escritura ibérica: una, aparecida en Ascoli (Italia) en 1908, recogía la concesión de ciudadanía romana a los jinetes ibéricos de una unidad auxiliar que luchó junto a Roma; la otra, aparecida en Alcoy en 1922, contenía un texto en lengua ibérica, pero alfabeto griego. Sin estos dos epígrafes hubiera sido mucho más difícil, por no decir imposible entonces, descifrar la escritura ibérica. Ahora bien, a diferencia de la Piedra de Rosetta, no hay ningún texto bilingüe ibérico-latino o ibérico-griego, de modo que esta limitación en los epígrafes conocidos nos impide pasar por el momento del nivel de la lectura del texto al nivel de su comprensión.

Hay ocasiones en las que la función de un epígrafe no es servir de llave para el desciframiento, sino de prueba posterior de la bondad de la hipótesis. El desciframiento del Lineal B por Michael Ventris en 1952 fue el resultado de un concienzudo trabajo de comparación de muchos textos procedentes de los materiales excavados en Cnossos (Creta) por Evans. De manera marginal le ayudó en la tarea un singular epígrafe en silabario chipriota, escritura descifrada en 1871 que tenía relaciones genéticas con el Linear B, pero la base del desciframiento residía en un análisis detallado de las combinaciones de los signos que parecían cuadrar en la expresión de algunas palabras que podían identificarse con topónimos cretenses y sus derivados. La bondad del desciframiento le quedó clara a Blegen, un arqueólogo norteamericano que había excavado en Pilos (Grecia) en 1939, cuando, aplicando los valores propuestos por Ventris, pudo comprender una tablilla inédita de Pilos, la famosa tablilla de los trípodes.

Un ejemplo muy ilustrativo de diálogo entre conocimiento previo e información aportada por nuevos epígrafes nos proporcionan los avances recientes (2021) sobre el desciframiento de la escritura lineal elamita. Aquí intervienen, por un lado, un conjunto homogéneo de inscripciones conocidas desde el inicio del siglo XX; por otro, el hecho de que la lengua elamita es conocida por un gran número de inscripciones en otra escritura descifrada, la cuneiforme; por último, un nuevo conjunto de textos recién descubiertos que remiten a personajes distintos del primer conjunto. En esencia, se ha ampliado la lista de nombres de reyes, en los que ensayar el análisis combinatorio de los signos.

Cada año se descubren en la península ibérica inscripciones de mayor o menor entidad que vienen a ampliar nuestro conocimiento de las escrituras y las lenguas paleohispánicas. Aunque algunas han sido espectaculares, como los grandes bronces de Botorrita que significaron un avance en nuestro conocimiento del celtibérico, todos los textos nos aportan información valiosa sobre esas lenguas mal conocidas o simplemente inextricables, con tal de que la información aportada sea auténtica y esté bien referenciada arqueológicamente. Desgraciadamente, abundan los epígrafes obtenidos en intervenciones ilegales, en los que se ha perdido toda la información histórica que proporciona el contexto arqueológico, a las que hay que sumar las falsificaciones destinadas al mercado de antigüedades.

Cada epígrafe es un pequeño tesoro, que a veces posee por sí solo una gran virtualidad explicativa y otras, como los fósiles paleontológicos, debe esperar a ser interpretado para proporcionar entonces toda la información, quizá sorprendente, que encierra.