Iñigo de Miguel Beriain
La vacuna contra la COVID-19 no debe ser obligatoria
Profesor de la Facultad de Derecho e investigador Ikerbasque
- Cathedra
Lehenengo argitaratze data: 2020/11/26
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Las vacunas contra la COVID-19 ya están llamando a la puerta. En breve, será posible empezar a distribuirlas. A partir de ese momento, será perentorio responder a una pregunta compleja: ¿deberíamos introducirlas a través de políticas de vacunación obligatoria? La propuesta es tentadora. Las vacunas son uno de los mayores logros en la historia de la salud pública. Por señalar sólo un par de datos, se calcula que la vacunación masiva ha ahorrado unos 100 millones de contagios de enfermedades infecciosas en Estados Unidos desde 1924, y unas 9 000 muertes de niños entre 1903 y 1992 en los Países Bajos. Introducir medidas coercitivas, a su vez, ha permitido incrementar las tasas de vacunación frente a algunas patologías en varios países europeos.
El problema obvio es que toda política coercitiva choca frontalmente con derechos humanos fundamentales, como la libertad o a la integridad física, que sólo deben limitarse cuando haya una buena razón que lo avale. ¿Cuándo podríamos considerar que sucede esto? Julian Savulescu, uno de los expertos en bioética más famosos del mundo, considera que sólo cabe proceder a la vacunación obligatoria cuando se dan cuatro condiciones fundamentales:
- Hay una amenaza grave para la salud pública.
- La vacuna es segura y efectiva.
- Las políticas de vacunación obligatoria muestran una ratio de coste/beneficio superior a otras alternativas.
- El nivel de coerción impuesto es proporcionado.
¿Se cumplen estas condiciones en el caso de la COVID-19? Dando por sentado que la primera sí, es más complejo llegar a conclusiones claras respecto a las demás. Analicemos cada una de ellas.
¿Es la vacuna segura y efectiva?
Esta pregunta es difícil de responder ahora mismo con carácter general. Aún estamos por ver los resultados de los ensayos clínicos de Pfizer o Moderna, por ejemplo, que sólo se han aventurado a mostrar notas de prensa. AstraZeneca, por el contrario, los ha publicado abiertamente, pero su producto aún se encuentra en fase de comprobación de seguridad, no de eficiencia. Con todo, no hay razones para sospechar que las vacunas no sean seguras y, aunque su eficiencia tenga todavía que comprobarse más detalladamente, las primeras noticias parecen prometedoras.
Ahora bien, siendo eso cierto en general, también lo es que no tenemos datos relevantes respecto a una parte importantísima de la población, los niños. Los ensayos clínicos en esta primera etapa no han incluido menores de edad. Eso no es extraño, ya que habitualmente se demoran las pruebas en niños hasta que no se tiene la certeza de su inocuidad en adulos. Con todo, eso significa que si procedemos a una vacunación obligatoria de ese colectivo lo haremos asumiendo riesgos superiores a los de otros grupos de población. A mi juicio, eso resultaría éticamente inaceptable teniendo en cuenta que los niños son los que probablemente obtengan menos beneficios de la vacunación, dado que la mayor parte de ellos apenas sufren síntomas relevantes en caso de contraer la enfermedad. Tampoco parece que una política que intente imponer esa vacunación pueda vencer la resistencia de muchos padres, que tienen una obligación especial de proteger a sus vástagos.
¿Muestran las políticas de vacunación obligatoria una ratio de coste/beneficio superior a otras alternativas?
Esa pregunta no puede responderse si no aclaramos previamente de qué coste/beneficio estamos hablando. Si -como deberíamos- introducimos en el cociente la vulneración de derechos fundamentales que la vacunación coercitiva lleva implícita, el resultado será diferente que si no lo hacemos. A mi juicio, para que la obligatoriedad de la vacuna sea justificable es necesario demostrar que esa violación de derechos produce resultados relevantes en términos de preservación de la salud pública, que difícilmente podrían alcanzarse a través de otras vías.
¿Es ese el caso? Creo que no. Para empezar, hay países, como Japón, Nueva Zelanda o Corea del Sur, que han demostrado que es posible combatir eficientemente la COVID-19 sin recurrir a las vacunas. Eso, sin embargo, no es un argumento definitivo. Es fácil señalar que no es lo mismo una cultura oriental que una occidental, una isla que un país tan conectado con otros muchos como el nuestro. No obstante, es posible pensar en combinar algunas de las medidas adoptadas por aquellos países con otras que podrían tener notorio éxito. Ahora contamos ya con herramientas muy poderosas para frenar el virus, que además irán mejorando con el tiempo. Me refiero, por supuesto, a las nuevas pruebas serológicas y de antígenos, que, junto con la posibilidad de realizar PCRs en grupo, nos dotan de mucha más capacidad de elaborar estrategias alternativas al confinamiento o la vacunación obligatoria. Si somos capaces de practicar muchas pruebas, podríamos desarrollar certificados de no-infectividad, sin los que sería imposible acceder a los lugares cerrados en los que se producen la mayor parte de los contagios. Eso, a su vez, incentivaría positivamente la vacunación, sin tener que recurrir a la imposición de las restricciones propias de un modelo coercitivo.
¿El nivel de coerción impuesto es proporcionado?
La última de las condiciones impuestas por Julian Savulescu viene a reforzar en gran medida la opción por una vacunación voluntaria, si tenemos presente el principio de proporcionalidad entre la fuerza empleada y el resultado esperable. Obviamente, un modelo coercitivo tiene la ventaja de que permitiría acercarnos mucho más al objetivo de la inmunidad de grupo. Sin embargo, esto difícilmente se conseguiría sin introducir medidas sancionatorias, como las multas, o la privación de acceso a muchos servicios, o una combinación de ambos. No parece que sea proporcionado. Más razonable sería comenzar con un modelo de administración voluntaria, combinado con las medidas ya mencionadas de pruebas constantes, que nos permitiera ir disminuyendo las perspicacias frente a las vacunas, a la par que pulsar el auténtico estado de la opinión pública y, llegado el caso, alterarlo a través de políticas de información y educación bien planteadas.