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Guillermo Quindós Andrés

COVID-19: inmunidad y postpandemia

Catedrático de Microbiología Médica

  • Cathedra

Fecha de primera publicación: 25/05/2020

Guillermo Quindós Andrés. Foto: Mikel Mtz. de Trespuentes. UPV/EHU.
Este artículo se encuentra publicado originalmente en The Conversation.

Es difícil anticipar cómo será nuestra vida después de la pandemia. Nos preguntamos si podremos retomar muchas de las actividades que hacíamos antes, aunque tampoco hay que perder de vista que esta enfermedad y sus consecuencias deberían impulsar un cambio de rumbo hacia un futuro más respetuoso con el medio ambiente y, de paso, más solidario. Esto es, con un mayor equilibrio social que reduzca las debilidades de nuestra especie y la haga más fuerte contra las epidemias y otras catástrofes naturales.

Sabemos que ni el confinamiento ni el distanciamiento social pueden mantenerse indefinidamente. Intuimos también que necesitamos vacunas o fármacos para que este virus nuevo, SARS-CoV-2, no siga contagiando. Sin embargo, en el mejor de los casos harán falta meses para desarrollar las vacunas o para alcanzar el número crítico de personas curadas que proporcione una inmunidad de grupo protectora para el resto de la sociedad.

También es importante nuestra resiliencia para vivir con la incertidumbre. Con las enfermedades nuevas, esta incertidumbre se despeja a medida que se adquieren nuevos conocimientos.

 

Extensión real de la COVID-19 y otras incógnitas

Saber cuál es la evolución de una enfermedad nueva es muy importante. Ayudan bastante las múltiples investigaciones en marcha sobre el SARS-CoV-2 y los modelos matemáticos y epidemiológicos. Entre estos últimos destacada el desarrollado por Stephen M. Kissler y sus colaboradores, de la Universidad de Harvard (EE. UU.), que pone de manifiesto cómo, mientras no se consigan vacunas o tratamientos médicos eficaces, en la postpandemia puede ser necesario restringir la movilidad y favorecer el distanciamiento de las personas. Y eso, lamentablemente, podría durar años.

La buena noticia es que el actual confinamiento y las medidas de distanciamiento social han disminuido la transmisión de la enfermedad. El número reproductivo básico (R₀), que es menor de 1, nos indica que la epidemia se está extinguiendo poco a poco. Sin embargo, aún nos falta saber cuál ha sido la extensión real de la enfermedad en el mundo. Se estima que un número elevado de personas han padecido la infección sin síntomas (asintomáticas), pero no lo sabemos con certeza. Otras han pasado la cuarentena en casa sin realizarse el diagnóstico.

Los estudios de seroprevalencia, que detectan la presencia o no de anticuerpos contra el coronavirus en la sangre, nos darán una información más exacta de cómo nos ha afectado la COVID-19 por géneros, edades, ciudades y zonas geográficas. Además, es fundamental conocer si tener anticuerpos equivale a que se hayan desarrollado defensas (inmunidad) contra la COVID-19 y cuál es la duración de esas (memoria inmunitaria). Porque solo así podremos prever cuál será la evolución de la enfermedad y cómo influirá en nuestras vidas.

 

¿Hay memoria inmunitaria?

Si la inmunidad es fuerte y duradera -lo cual parece poco probable- tal vez nunca suframos nuevas epidemias de COVID-19, como ocurrió con el SARS, desaparecido desde 2003.

Si la inmunidad dura pocos meses, sufriríamos nuevas epidemias cada invierno, aunque probablemente mucho menos intensas que la actual. Esta estacionalidad ya se observa con otros cuatro coronavirus humanos (HCoV-229E, HCoV-HKU1, HCoV-NL63 o HCoV-OC43), que causan todos los inviernos resfriados, diarreas y, excepcionalmente, neumonías, sobre todo en niños. Es posible que la existencia de una inmunidad cruzada podría disminuir la gravedad de la COVID-19 en aquellos que ya han sufrido infecciones por otros coronavirus.

En el caso de que la inmunidad comunitaria sea algo más duradera, previsiblemente nos enfrentaríamos a nuevas epidemias de manera espaciada, por ejemplo cada dos, cinco o diez años. En esa periodicidad influirá si existe inmunidad de grupo que actúe como cortafuegos para nuevas infecciones. Probablemente más del 70 % de las personas deberían haber pasado la infección para proteger a los demás.

 

¿Qué podemos hacer mientras se desarrollan herramientas eficaces?

Para realizar una transición de nuestra situación actual a un escenario postpandémico con una baja y asumible transmisión del SARS-CoV-2, según la OMS, necesitamos mejorar nuestra capacidad diagnóstica para detectar en menos de 24 horas a los nuevos enfermos y los contactos asintomáticos que puedan estar infectados. En un rebrote, sería imprescindible poder realizar numerosas pruebas de detección de ARN por reacción en cadena de la polimerasa -PCR- o de anticuerpos. Tanto para el diagnóstico como para el seguimiento de los enfermos.

Además, mientras dure la infección, los pacientes deberían permanecer confinados en el propio domicilio o en lugares adecuadamente habilitados, con un seguimiento eficaz telefónico o informático (geolocalización) y visitas médicas. Deberíamos ampliar el número de profesionales, “rastreadores” o “coronadetectives”, que recogieran todos los datos necesarios para trazar la transmisión del virus desde las personas infectadas a sus contactos y descartar o confirmar nuevas infecciones. Los enfermos más graves podrían recibir tratamiento hospitalario para no empeorar ni fallecer si entran en una fase crítica.

En ese nuevo escenario, sería necesaria una atención médica robusta y eficaz en los centros de salud, residencias de personas mayores y hospitales. Porque solo así podríamos minimizar el riesgo en las personas más vulnerables. Para conseguir eso, se necesitaría aumentar el personal dedicado a tomar las muestras clínicas, realizar las pruebas diagnósticas y procesar todos los resultados.

Una concienciación ciudadana solidaria ayudaría también a que todas las personas enfermas lo notificasen para ser atendidas lo antes posible.

 

Confinamientos intermitentes

Serán los gobiernos los que decidan si flexibilizar o endurecer las medidas en función de la evolución de la epidemia y la ocupación hospitalaria por los enfermos. Tal vez, puntualmente, habrá confinamientos intermitentes de grupos amplios de personas para retrasar la transmisión del coronavirus. En ese caso, deberían anticiparse al confinamiento previsto, mantener un número alto de plazas hospitalarias disponibles, con UCI y personal sanitario preparados para atender a todas las personas que lo necesiten.

Lo que parece indiscutible es que las medidas de confinamientos intermitentes conllevan elevados costes personales, sociales y económicos que son más graves para las personas con problemas de salud y los niños.

Además, no se puede paralizar la actividad de un país durante meses. Necesitamos que las empresas están activas para proporcionar alimentos, aparatos, productos, entretenimiento… No podemos tampoco dejar de relacionarnos con las demás personas compartiendo gustos, cultura, ideas y creencias. Por su parte, la administración pública debe gestionar numerosos recursos e infraestructuras. Y resulta indispensable que los múltiples comercios y los bancos estén abiertos.

De ahí se desprende que los confinamientos de regiones o países enteros deberían ser medidas extraordinarias, solo válidas como último recurso, porque si no el desempleo sería masivo, crecería la pobreza y el descontento social se generalizaría.

En los países más pobres, es probable que a la larga muriesen más personas por culpa del confinamiento que por la enfermedad. Sobre todo, porque esa medida causa desnutrición y/o deshidratación en muchas personas al dificultar el acceso a la comida y al agua potable. Sin obviar que, al interrumpirse los programas de vacunación infantil, aumentarían muchas enfermedades infecciosas que ahora pueden prevenirse.

 

Cohesión social en lugar de cierre de fronteras

El futuro se presenta difícil y requerirá la cooperación y solidaridad internacional, y no un cierre de fronteras. Sobre todo, porque cada vez dependemos más unos de otros y es necesario un esfuerzo titánico (y conjunto) para desarrollar herramientas que permitan controlar y prevenir esta enfermedad.

Al margen de esa cohesión internacional, cada país deberá contar con las infraestructuras necesarias para responder a las necesidades de sus ciudadanos y no permitir la deslocalización de las empresas esenciales.

Otro aspecto crucial es que, una vez descubiertos y testados, las vacunas y los fármacos antivíricos se produzcan en suficiente cantidad y dosis. Y, por supuesto, que se distribuyan de una forma justa y equitativa.

La gestión de situaciones como la actual pandemia no es fácil, pero nuestros gobernantes deben generar confianza y credibilidad. Pueden cometer errores, pero deben explicar con transparencia y rigor las razones por las que toman las decisiones. No hacerlo socava la credibilidad en las instituciones democráticas, que son cada vez más necesarias para mantener las libertades individuales y colectivas.

Por nuestra parte, los ciudadanos, como personas maduras, debemos conocer, comprender, reflexionar y adaptarnos a la nueva situación. Rechazar las teorías conspirativas y las noticias falsas que tanto daño hacen a la cohesión social. Desarrollar más nuestro pensamiento crítico para evitar las falsas promesas pseudocientíficas. Todos debemos ser conscientes de que hay que cumplir con las restricciones, con la higiene y la prevención, tanto individual como social.

Tenemos por delante una tarea sumamente difícil. Pero entre todos, siempre de forma solidaria, podemos construir un futuro mejor.

The Conversation