Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

IV. La situación actual

 

1. Bipolarización y bipolarismo

 

     Aunque los hombres de hoy no tengamos aún plena conciencia de ello, la invención del arma atómica es uno de esos acontecimientos que jalonan la Historia y marcan sus etapas más importantes. Así, el hundimiento del Imperio Romano, la invención de la imprenta, el descubrimiento de América, la primera máquina de vapor, etc., son hechos de transcendencia secular, que se han prolongado y amplificado a través de los siglos.

     No parece demasiado aventurado el afirmar que los historiadores futuros tendrán que hablar de la bomba de Hiroshima como uno de estos hechos decisivos que determinan la aparición de las nuevas épocas. En el año 2500 se verá, quizás, con más claridad que ahora el peso que la invención del arma nuclear ha tenido en la historia de la Humanidad.

     En los anteriores capítulos hemos tratado de presentar, desde este punto de vista, la historia de los últimos cuarenta años: la situación de «no guerra» nuclear, es decir, ese estado de permanente inseguridad en el que la bomba atómica no ha sido nunca utilizada como arma de guerra y, sin embargo, no ha dejado de estar presente en el escenario de la política mundial; las incesantes e infecundas negociaciones diplomáticas para tratar de «enjaular al monstruo» y los asombrosos avances realizados por éste —es decir por el arma nuclear— en su propia realidad técnica y estratégica.

     Puestos ahora a examinar la situación del mundo tras estos cuarenta años de incubación armamentística, nos encontramos con que todo sigue influido por el factor nuclear y, junto a éste, por un factor ideológico extremadamente agudizado.

     El hecho básico que se produce, como resultado de ambos componentes, es la división del mundo en dos bloques más o menos dirigidos o dominados por las dos superpotencias nucleares, que es lo que aquí llamamos bipolarización.

     Notemos que los dos factores que acabamos de mencionar —el ideológico y el nuclear— no son enteramente independientes entre sí. Al contrario, ambos se complementan y se refuerzan mutuamente.

     En efecto, la división del mundo en dos bloques ideológicos no tendría la importancia que tiene si ambos no estuviesen dotados de armas nucleares en incesante progreso. Y, recíprocamente, este progreso no tendría lugar si no fuese impulsado por la exigencia ideológica de dominio de cada bloque sobre el bloque contrario. En resumen: la espiral nuclear-armamentista viene, en gran parte, de los imperativos ideológicos y éstos se refuerzan, a su vez, por la posesión del poder nuclear.

     Pero existe, además, otro factor que no puede ser olvidado: el llamado tercer mundo, conjunto de naciones pobres o insuficientemente desarrolladas que se debaten con enormes problemas y tratan de buscar sus aliados —¡y sus armas![10]— según las posibilidades que se les ofrezcan en cada circunstancia.

     La interferencia del frente Norte-Sur con el frente Este-Oeste es un hecho permanente que gravita de modo notable sobre la situación actual de la Humanidad.

     Ahora bien, conviene establecer una clara distinción entre la bipolarización y un segundo concepto que es el que aquí llamamos bipolarismo y que muy a menudo se confunde con el anterior.

     La bipolarización es un hecho —sumamente perjudicial, por cierto, para la Humanidad actual—. El bipolarismo, en cambio, es un «ismo», es decir, una ideología: la ideología de la lucha de bloque contra bloque que hace consistir la solución en la victoria de un bloque —el propio—, sobre el otro —el bloque contrario.

     La ideología bipolarista es la exaltación de la lucha de bloque mantenida por los que propugnan el reforzamiento de su propio bloque y la destrucción del bloque enemigo.

     Evidentemente, existen dos tipos antagónicos de bipolarismo: el de los que pretenden la definitiva victoria de Occidente sobre la «barbarie soviética», y el de los que parten de la idea del triunfo del campo socialista sobre el «imperialismo capitalista».

     Como indica Edward P. Thompson, en ambos casos se parte de una premisa falsa: el antagonismo de bloques considerado —sin un previo y riguroso análisis— como algo absolutamente inevitable.

     Â«Se acepta, pues, una visión maniquea del mundo y el resto como políticamente nulo». Pero esta visión es absolutamente inaceptable porque —como afirma el propio Thompson— «la disolución de los bloques no podrá nunca producirse en términos de victoria del uno sobre el otro»[11].

     Para el campo soviético, la ideología bipolarista juega, sin duda, un papel esencial. A ella se debe «la dicotomía fundamental que conduce a los dirigentes del Kremlin a dividir al mundo en dos campos, en principio irreconciliables: ellos y nosotros», según lo explica Michel Tatu en un reciente libro que lleva precisamente este título: «Eux et nous».

     Una afirmación análoga puede hacerse, evidentemente, respecto del bipolarismo occidental, el cual considera necesario destruir el bloque comunista como primera medida para dar solución a los problemas de la Humanidad actual.

     Pero, además, todo ello estaba ya implícitamente en la doctrina Dulles de 1954, en una época en la que los americanos seguían prácticamente disfrutando del monopolio atómico.

     La principal base de esta doctrina se encontraba en la política de «containement» o de «contención del socialismo». Cualquier avance de éste, en Corea o en cualquier otro lugar del mundo, debía ser reprimido con la mayor energía, incluso por medio de las armas nucleares. Si esto se juzgaba necesario, Rusia y China debían sufrir los efectos de la represalia masiva —léase nuclear.

     El «fosterdullesismo» del 54 se reproduce hoy, de alguna manera, en el «reaganismo». La misma idea del «containement» sigue estando presente, al parecer, en el ánimo de Reagan, cuando se enorgullece afirmando que, bajo su mando, los Estados Unidos «no han cedido una sola pulgada de terreno al comunismo».

     Â«Comparad esta situación con la que teníamos aún hace poco tiempo. Después de 20 años de desmoralización hemos recuperado nuestra estatura. La paz del mundo exige una América fuerte y ésta es la que nosotros estamos haciendo. Nosotros somos partidarios de una postura conciliante; pero los rusos no. Nuestra buena voluntad no ha sido reconocida por ellos. Pero no temáis: lucharemos y, si hace falta para defender nuestros intereses vitales, recurriremos a los medios extremos, aunque no lo haremos de cualquier manera».

     En estas y otras frases recogidas de los discursos y las declaraciones públicas de Ronald Reagan, se traduce, en cierto modo, el triunfalismo bipolarista del presidente americano. Recordemos, por citar otro ejemplo más, la desdichada y famosa expresión del «imperio del mal» con la que Reagan calificó hace unos años al régimen comunista.

     Al parecer, una buena parte del pueblo norteamericano se inclina a este género de planteamientos belicosos, y a una doctrina que, en el fondo, no se aparta mucho de la de la «cruzada anticomunista» del general Franco.

     El bipolarismo está, pues, presente a los dos lados, y constituye un gran obstáculo para el desarrollo de una paz dirigida hacia la superación de los bloques.

     Incluso en el dominio de la estrategia militar, se proyecta esa misma mentalidad. Tanto americanos como soviéticos parecen soñar, algunas veces, con la posibilidad de un «roll back», un total arrollamiento del adversario en el teatro de guerra europeo, o con un primer golpe desarmante que deje fuera de juego a la superpotencia adversaria.

     Algo análogo podría decirse de la política de acorralamiento económico y tecnológico del bloque soviético, ensayada ya alguna vez por los americanos y notablemente intensificada por la Administración Reagan, pese a las apariencias de agilización del comercio con el Este.

     Con esta estrategia se trataría de atacar al régimen comunista en lo que parece ser su punto más débil: la organización económica.

     Algunos políticos americanos piensan que los rusos no podrán mantener durante mucho tiempo los enormes gastos que origina el armamentismo, sobre todo en sus formas actuales de alta tecnología. Los soviéticos no podrán competir con el poderío técnico y económico de los EE.UU. y, si se les aplica una política de aislamiento en determinados campos esenciales para el desarrollo tecnológico, irán a parar al caos. Esta será la mejor manera —dicen— y la manera más natural de acabar con el comunismo.

     Ahora bien, todo esto no es sino una forma encubierta de bipolarismo a la que los rusos responden con teorías parecidas sobre la próxima muerte del capitalismo.

     En todo caso, resulta difícil de creer que la política de cerco tecnológico contra la URSS pueda ser llevada realmente a la práctica con un mínimo de eficacia.

     Así, un estudio de la OCDE publicado por «Le Monde» en julio de 1984, afirma que «una política de embargo completo sobre los intercambios tecnológicos no podría detener los progresos técnicos de los países del Este más que en el caso —inverosímil— de que fuese posible mantener en secreto los progresos de la tecnología occidental».

     La reacción soviética podrá consistir en intensificar su espionaje científico y técnico, cosa no muy difícil y que, al parecer, está ocurriendo ya. Recuérdese lo que sucedió en los años cuarenta, cuando los americanos creían que podrían mantener ocultas por largo tiempo sus investigaciones sobre la bomba atómica.

     Todo esto no es, en definitiva, más que otra forma de guerra subterránea de la que nada bueno puede esperarse para la pacificación del mundo.

 

2. El duopolio ruso-americano

 

     Al tratar de la crisis del canal de Suez nos hemos referido ya al «duopolio» ruso-americano, como uno de los elementos que contribuyeron en aquel entonces a la solución de la misma.

     El duopolio tiene mucho que ver, sin duda, con el hecho de la bipolarización, es decir, de la división del mundo en dos bloques; pero no se confunde necesariamente con él.

     La historia ha conocido ya situaciones de enfrentamiento entre dos grandes potencias o alianzas —generalmente una de carácter marítimo y otra de carácter continental[12]— que trataban de repartirse el mundo.

     La tentación de aplicar este esquema a la situación actual, viendo a los Estados Unidos como una potencia marítima y a la URSS como una potencia continental, es demasiado grave para que podamos dejarla totalmente de lado.

     Sin embargo, esta situación es completamente distinta a las del pasado, ya que el factor nuclear introduce una total novedad en la misma.

     Refiriéndonos exclusivamente a este último factor, podríamos decir que el duopolio va estrechamente unido a la existencia del arma nuclear. Sin ésta, el reparto del poder mundial entre los dos colosos se habría producido también de alguna manera, pero no hubiese tenido la enorme importancia que tiene ahora.

     Es la posesión de armas nucleares estratégicas lo que sustenta el concepto actual de «superpotencia». Sólo la URSS y los EE.UU. poseen tales armas y esto determina su superioridad sobre todos los demás estados.

     La «force de frappe» francesa es también una fuerza nuclear, pero, fundamentalmente, reservada al teatro europeo —submarinos aparte— y que sólo podría servir en el caso de una guerra limitada al continente.

     Las armas nucleares estratégicas permiten, en cambio, el enfrentamiento de continente a continente. No solamente su poder destructivo es mucho mayor que el de las armas tácticas, sino que su alcance les permite llegar al hemisferio antípoda del lugar de su lanzamiento.

     El factor ideológico no es menos importante que el factor nuclear, que acabamos de mencionar, en la génesis del duopolio.

     Los Estados Unidos y la URSS son las cabezas visibles de las dos ideologías enfrentadas. Es un hecho evidente que Rusia quiere hacer la revolución mundial. Esta pretensión podrá, quizás, admitir retrasos o dilaciones circunstanciales, pero no cabe duda de que pertenece a la esencia misma del régimen soviético, sin la cual éste no tendría sentido alguno. Resultaría absurdo que un estado como la URSS, creado sobre el patrón mismo de la revolución marxista-leninista, se resignase a aceptar sumisamente la presencia de un estado como USA, que es la hechura y la afirmación viva de la concepción capitalista. Por su parte, los EE.UU. difícilmente pueden admitir el hecho de que un sistema socialista con vocación universal siga eternamente instalado frente a ellos, ejerciendo su presión ideológica sobre el mundo, contra las ideas y los intereses americanos.

     La dictadura de los dos presuntos «hermanos mayores» de la Humanidad viene, pues, principalmente explicada por el carácter irreductible de la división ideológica que actualmente atenaza a aquélla.

     Notemos, sin embargo, que la mecánica de este asunto es mucho más compleja de lo que pueda parecer a primera vista.

     En el interior del duopolio no todo son fuerzas centrífugas. Existen también fuerzas centrípetas, que tienden a aproximar los dos polos del duopolio el uno al otro.

     Hay dos cosas, por lo menos, en las que la URSS y los EE.UU. están perfectamente de acuerdo: en la necesidad de evitar el choque nuclear directo entre ellas mismas y en la necesidad de evitar que otros estados traten de inmiscuirse en las atribuciones que el propio duopolio se ha arrogado como dueño bicéfalo del mundo.

     Ante problemas como estos, la URSS y los EE.UU. siempre reaccionan conjuntamente.

     Por lo que hace al primer problema —el de la guerra nuclear— podríamos recurrir por un momento a la teoría matemática de la decisión. También aquí hay una «matriz de juego». Esta no es sino un rectángulo en uno de cuyos lados escribiríamos, punto por punto, todas las posiciones (a1, a2, a3, ...), que, ante una determinada circunstancia, pueden tomar —por ejemplo—, los EE.UU. En el lado contiguo del rectángulo se anotarían análogamente las posiciones posibles de los soviéticos (b1, b2, b3, ...) concebidas, claro está, con entera independencia de las de los americanos, ya que cada parte ignora lo que va a hacer la contraria.

     Después, por cada uno de los puntos citados trazaríamos rectas paralelas a los lados del rectángulo y rellenaríamos el interior de éste de la siguiente manera: en el punto de encuentro de la recta que parte del punto «ai», con la que lo hace del punto «bj», deberá escribirse el resultado previsible «cij» de dichas acciones. Es decir, que, si los americanos hacen «ai» y los soviéticos «bj», lo que previsiblemente va a pasar es «cij».

     Ahora bien, cuando «cij» es precisamente la casilla «apocalipsis», la cosa es absolutamente inaceptable, tanto para una de las superpotencias como para la otra. ¿Cómo deberán proceder éstas para evitarlo? El asunto no tiene ninguna dificultad teórica: los americanos no tomarán la posición «ai» y, de esta manera, hagan lo que hagan los soviéticos, no habrá «apocalipsis». De modo análogo, los soviéticos no adoptarán la postura «bj» y de esta suerte, hagan lo que hagan los americanos, la catástrofe no llegará a producirse.

     Habría, pues, una especie de acuerdo tácito entre los estados componentes del duopolio: ninguno de ellos dará el penúltimo paso y, de este modo, no podrá tampoco darse el último, es decir, el definitivo salto a la catástrofe.

     Pero ¿qué garantías de seguridad ofrece esta argumentación abstracta?

     Aun dando por supuesto que la misma fuese válida en su interpretación lógica —cosa evidentemente muy discutible—, todo dependería del instinto de conservación de cada una de las dos superpotencias. Bastaría que los dirigentes de una de ellas perdiesen la razón, arrastrados por cualquier género de fanatismo, o que cometiesen un error de cálculo sobre el estado del «tablero», para que la otra parte se viese a su vez conducida a posturas irracionales de consecuencias absolutamente imprevisibles.

     De esta manera, la suerte de la Humanidad se halla en manos del duopolio, sin que las demás naciones puedan hacer nada para librarse del eventual «apocalipsis» que se les echa encima.

     Desgraciadamente, lo que está ocurriendo ahora es, por completo, opuesto a un orden internacional democrático. Las decisiones del duopolio resultan inapelables. Ambas superpotencias las imponen en razón de su poder nuclear y no cabe recurso alguno contra ellas, ni ante la ONU ni ante ninguna otra organización de justicia supranacional.

     El mundo puede verse arrastrado así a una hecatombe sin precedentes contra la voluntad de los pueblos. Esta situación ha dado lugar a una protesta del Secretario General de las Naciones Unidas, en un discurso pronunciado ante la Asamblea General de las mismas, en diciembre de 1984, en el que criticó duramente la facultad que los EE.UU. y la URSS se han arrogado de decidir el futuro de la Humanidad.

     Â«Actualmente —dijo Pérez de Cuéllar— nadie puede escapar a las consecuencias catastróficas de una guerra nuclear sobre la frágil estructura de nuestro planeta». En consecuencia, la responsabilidad ante este peligro universal no debería recaer exclusivamente sobre las poblaciones de las dos superpotencias, «sino sobre todos los países del mundo, sobre todos nosotros».

     Este planteamiento nos remite al segundo problema de los dos aludidos anteriormente: la alianza fáctica entre americanos y soviéticos para evitar que las demás naciones pretendan entrometerse en sus acuerdos para el manejo y control de las armas nucleares.

     En este punto, EE.UU. y URSS no son en modo alguno oponentes, sino aliados, perfectos aliados, contra las otras grandes potencias «menores». Este hecho ha quedado patente en muchas ocasiones y ahora mismo lo vemos en las conversaciones de Ginebra, donde se sigue negando participación a los demás estados, incluso en asuntos en que éstos se hallan vitalmente interesados.

     La posibilidad de una guerra nuclear en el teatro europeo —aunque sólo fuese con armas tácticas— depende por completo de los acuerdos que se adopten en las sesiones que ahora se trata de reanudar en la ciudad del lago Leman. Pero ni Alemania, ni Francia, ni la Gran Bretaña, ni los demás estados europeos —todos los cuales se verían tremendamente afectados por dicha guerra— están presentes en estas sesiones y su suerte se decide al margen de sus propias voluntades e intereses.

     Aunque los principales aliados europeos de los EE.UU. son informados o consultados de cuando en cuando por los americanos, dichos países quedan al margen de decisiones que pueden comprometer radicalmente el porvenir de toda Europa. Nada digamos de los países del Pacto de Varsovia, cuya suerte se está jugando desde hace mucho tiempo fuera de su propio ámbito y en función de criterios ajenos a sus propias aspiraciones.

     No faltan, sin embargo, quienes ensalzan las ventajas del «duopolio». La extensión del poder de decisión a otros estados, en lo que concierne al arma nuclear, sería mucho más peligrosa —dicen— que su concentración en manos de las dos potencias poseedoras de armas nucleares estratégicas. La experiencia ha demostrado que, en diferentes ocasiones, el diálogo directo entre las dos superpotencias ha sido mucho más eficaz para evitar el estallido que cualquier otro género de asambleas internacionales. Las reuniones ordinarias y extraordinarias de las Naciones Unidas han probado, en cambio, la ineficacia de las negociaciones abiertas y generalizadas.

     Es cierto que la presencia del arma nuclear ha modificado esencialmente el panorama geoestratégico y que, en los nuevos supuestos, de nada serviría la contribución del «coro de las naciones» si las dos potencias super-armadas no se pusiesen directamente de acuerdo.

     Pero la Humanidad actual no puede resignarse a aceptar este estado de cosas como válido y definitivo. Si los pueblos han de ser efectivamente libres, si ha de reinar una paz aceptable en el mundo, es necesario que en el futuro exista un ente supranacional, cuyo poder se halle por encima del de las dos superpotencias.

     Esto será largo y difícil. Pero, mientras no se consiga algo de este género, la situación mundial seguirá siendo extremadamente precaria y expuesta a las mayores catástrofes.

 

3. La situación de Europa

 

     Dentro de la actual situación del mundo, cargada de amenazas y de tensiones, Europa se encuentra en una posición particularmente incómoda y peligrosa.

     El reparto de Yalta ha pesado enormemente sobre su destino. La vivisección que Europa ha padecido como consecuencia del mismo es, quizás, la causa principal de su dificultad para «seguir siendo».

     La división del mundo en dos bloques, no sólo ha colocado a unas naciones contra otras, sino que ha introducido la guerra dentro de las naciones mismas. Algunas de ellas, no sólo han sido despedazadas, sino que sobre las mismas se han constituido estados artificiales, políticamente incompletos y condenados a una permanente guerra fría.

     Alemania, por ejemplo —como Corea— no sólo ha sido partida en dos pedazos, sino que sobre ella se han constituido estados ideológicamente enfrentados, condenados a una permanente guerra fría.

     Actualmente, casi todo el mundo acepta la división de Europa en dos Europas, como si se tratase de un hecho normal, cuando en realidad esta situación es enteramente anormal y sólo podría tener explicación dentro de una economía de guerra.

     La Segunda Guerra mundial se halla aún presente en Europa, como se ha visto últimamente con motivo de la visita de Reagan en el cuarenta aniversario de la capitulación alemana. Aunque las ciudades hayan sido reconstruidas y las sociedades hayan recobrado su ritmo, la guerra sigue estando viva en Europa. No ha terminado aún, precisamente porque no puede acabar de esta manera, con una Europa separada de la otra.

     Por otra parte, Europa sigue siendo hoy en día el teatro de guerra más probable en el caso de que las dos superpotencias se decidan a enfrentarse.

     La estrategia americana de alejar la guerra de su propio territorio y la estrategia soviética de buscar en Europa un campo de acción contiguo —el más apropiado para sus ejércitos convencionales, y para la aplicación de su presión ideológica frente a una Europa dividida y vacilante— hacen también de ésta una zona de guerra probable, particularmente señalada dentro del actual horizonte histórico.

     La amenaza soviética no es una fantasía o una invención de la propaganda. Aunque no tenga una realidad militar —cosa que algunos dudan, dada la gran cantidad de medios bélicos acumulada por los rusos en los países del Este—, esa amenaza está funcionando ya de un modo efectivo en el plano psicológico, puesto que gravita tremendamente sobre el espíritu de millones de europeos, especialmente de los que habitan en países fronterizos con los del Pacto de Varsovia.

     Más que por un ataque militar inminente, Europa se siente amenazada por la presión ideológica de la URSS, ya que ésta choca frontalmente con el modelo político y social de las naciones occidentales. El modo de vivir que la generalidad de los europeos amamos y deseamos mantener está en contradicción con el de la Rusia soviética.

     Es cierto que la influencia de los partidos occidentales prosoviéticos ha descendido notablemente en Europa. Pero nadie dice que no puedan renacer en un momento dado ante una presión rusa adecuada.

     La opinión de muchos europeos, no necesariamente antisoviéticos, es que, si América no estuviese presente en el continente europeo, la presión ideológica de la URSS sobre Europa arreciaría, y la pretensión de una «victoria sin guerra», tan querida de los estrategas rusos, adquiriría unas posibilidades de realización mucho mayores que las actuales.

     Por múltiples razones, la situación de la Europa occidental en este momento es extraordinariamente compleja. Será preciso examinarla desde distintos puntos de vista para poder poner de manifiesto el carácter eminentemente contradictorio de la misma.

 

4. La amenaza soviética

 

     Al plantearse el problema de la defensa europea se da tácitamente por supuesto que existe una amenaza rusa contra Europa occidental y que, por tanto, ésta debe hallarse militarmente preparada para resistir en cualquier momento una invasión procedente del Este.

     La posición oficial soviética al respecto es bien conocida: la URSS no tiene ni ha tenido el menor propósito de invadir militarmente el resto del continente. Las fronteras están ya establecidas, al amparo del acuerdo de Yalta, y Rusia desea mantener como garantía de paz en Europa y en el mundo.

     Toda la propaganda rusa gira en torno a esta idea, la cual es presentada bajo muchas formas diferentes, aunque repitiéndose siempre el argumento de fondo: no existe tal amenaza soviética.

     Así, por ejemplo, Vadim Zagladin, uno de los responsables de la Sección de Asuntos Exteriores del PCUS, escribía en agosto de 1984 en «El País»: «En Occidente se habla de la amenaza soviética, del peligro de una agresión soviética. Debo decir francamente que no hay ni habrá nunca semejante peligro. Lo único que desea nuestro país es un desarrollo pacífico y normal de las relaciones entre todos los pueblos y entre todos los países en el espíritu de respeto mutuo de soberanía e independencia de cada pueblo y de cada país. Nos congratulamos de que un apreciable número de prestigiosos políticos y fuerzas políticas en Occidente rechacen la tesis de la amenaza soviética y muestren su desacuerdo con ella».

     Otra relevante figura de la intelectualidad soviética, el profesor Guenrij Trofimenko, explicaba en el mismo periódico, el 5 de junio de 1984, que los EE.UU. están interesados en mantener el mito de la amenaza rusa, con el fin de justificar la presencia de sus fuerzas en el continente europeo, la cual forma parte de sus planes estratégicos contra la URSS.

     Â«Los Estados Unidos —dice Trofimenko— siguen empeñados en hacerse pasar por el defensor del viejo continente. Para mantener el mito de la garantía nuclear norteamericana, Washington no se cansa de intimidar a los habitantes de Europa Occidental con la amenaza soviética. Y es comprensible, pues si no hay tal amenaza, no se necesita garantía ni tampoco la presencia americana en Europa».

     En España, la cuestión de la presunta amenaza soviética es objeto de vivas discusiones entre los partidarios y los enemigos de la participación del Estado español en la OTAN. Estas discusiones son puramente ideológicas y no tienen evidentemente ningún carácter técnico. La izquierda anti-otanista niega más o menos tajantemente la realidad de la amenaza soviética, mientras que la derecha la da en todo momento por probada.

     Entre los primeros, convendrá citar la opinión de Mariano Aguirre y otros confirmantes que, con motivo de la polémica suscitada en junio de 1984 por el famoso artículo de Fernando Claudín y Ludolfo Paramio, escribían lo siguiente: «Dado que en dos párrafos Claudín y Paramio establecen como única verdad que la amenaza soviética existe, nos permitimos ponerlo en duda y sugerir a los interesados recaben mayor información sobre el tema. A Moscú le interesa más vender gas a Europa Occidental que invadirla para imponer un modelo que funciona bastante mal dentro de sus propias fronteras. Un estudio realizado por el Centro de Información para la Defensa de Washington... llega a la conclusión de que la URSS no tiene nada que ganar con un ataque militar sobre Europa Occidental... Los soviéticos tienen mucho más que ganar impulsando las relaciones políticas y económicas con sus propios vecinos».

     En suma, lo que se les echa en cara a Paramio y Claudín es haber dado por buena la idea de la existencia de la amenaza soviética.

     Sin embargo, otros comentaristas matizan mucho más su postura en este asunto.

     Así, Fernando Savater: «Los dos intelectuales citados son conscientes de que realmente existe una amenaza en el bloque soviético. Desgraciadamente, los que proclaman tal amenaza suelen ser anticomunistas primarios y proyanquis... fervorosos. Abundan excesivamente, así como también los que acompañan las ideas neutralistas y antimilitaristas, con la obsesión tercermundista de minimizar los peligros de pulmonía que traen los vientos siberianos. Me parece importante argumentar a favor de un no alineamiento militar a partir de la clara conciencia de la amenaza soviética y no pese a ella. Aclaro qué entiendo por tal amenaza para quitar truculencia a la palabreja: no consiste en modo alguno en creer que la URSS tiene como objetivo político primordial la invasión armada de Europa occidental ni cosa por el estilo».

     En resumen: amenaza sí, pero no entendida de un modo tan primario y elemental como la entienden algunos.

     Por parte de los que, más o menos declaradamente, adoptan la postura pro-americana, no faltan quienes, sin dejar de afirmar el peligro de agresión soviética a Europa, sostienen que el mismo no debe ser considerado como algo inminente, sino más bien como una posibilidad para un futuro relativamente lejano, pero que forzosamente deberá ser tenida en cuenta siempre que se trate de plantear el sistema de la seguridad europea.

     En la reunión de la «Asociación de Periodistas Europeos» en Toledo, en abril 83 (textos publicados por Argos-Vergara), algunos de los participantes se expresaron en este sentido. Así Maurice Bret, general del Ejército del Aire francés, dijo: «Estoy convencido de que, si los rusos tuvieran una razonable certeza de llegar hasta los Pirineos en un plazo no superior a las 48 horas, podrían efectivamente sentirse tentados de lanzarse a una aventura militar, como le ocurrió a Hitler en septiembre de 1939; pero esta eventualidad es poco probable, ya que, si el conflicto se prolongara durante muchos días, cada hora que pasase aumentaría el riesgo de catástrofe nuclear en la cual los rusos saben muy bien que no habría vencedores ni vencidos».

     También Joseph Goldblat, miembro del SIPRI de Estocolmo, rechazaba la idea del peligro próximo en los siguientes términos: «Es imposible saber si, en algún momento de la historia de la posguerra mundial, la Unión Soviética tuvo la intención de atacar a Europa occidental, con el objetivo de tomar el poder y colonizarla. sin embargo, si consideramos la deplorable situación económica de la Unión Soviética, sus malas relaciones con China, su guerra de intervención en Afganistán... y los continuos problemas que surgen de la intranquilidad política de los estados socialistas de la Europa oriental... no me parece que la Unión Soviética tenga en sus planes extenderse y adquirir nuevas posesiones territoriales».

     En el análisis de la controvertida «amenaza soviética» existe, pues, una gran diversidad de opiniones, la cual obedece, sin duda, a la variedad de posturas ideológicas, al mismo tiempo que a la complejidad y oscuridad de la situación considerada en sí misma.

     Hay algo, sin embargo, en este asunto que sí puede afirmarse con algún fundamento: desde un punto de vista geofísico y geoestratégico, Europa es un apéndice territorial —«un petit cap»— de Eurasia. En consecuencia, el gran Estado euroasiático que es la URSS tiene necesariamente que mirar hacia Europa como una de sus primeras zonas de influencia. No puede Rusia desentenderse de ella ni dejarla por tiempo indefinido bajo la influencia norteamericana.

     Al fin y al cabo, una especie de Monroe soviético sobre Europa no sería más absurdo que el Monroe americano que los gobernantes de los EE.UU. siguen manteniendo con la misma o mayor firmeza que en 1823. Que Rusia no esté actualmente en condiciones de aplicar una doctrina de este género es cosa evidente; pero esto no impide que las cosas cambien a este respecto en un mañana más o menos próxima.

     En realidad, el argumento está siendo empleado ya con cierta frecuencia por algunos neutralistas distinguidos: «¿Qué tienen que hacer aquí los americanos? Europa para los europeos. Que se vayan de una vez y que nos dejen arreglar nuestros asuntos entre nosotros».

     Más que una «guerra sin victoria» —como terminaría por serlo, casi indefectiblemente, un ataque militar ruso a la Europea occidental—, la URSS piensa probablemente en una «victoria sin guerra»: una «entrega» europea, resultado de la presión ideológica constantemente mantenida por los soviéticos sobre el occidente europeo.

     El mal entendimiento entre los europeos y un cierto abandono de los americanos respecto a Europa —que podría verosímilmente darse en el futuro— serían la causa principal de ese resultado. Los soviéticos contarían, para ello, con la intervención de los partidos comunistas prosoviéticos y de sectores pacifistas que ven en esta posibilidad la mejor manera de evitar la guerra.

     Claro está que la presencia de la URSS en Europa occidental tendría que responder, en todo caso, a un modelo muy diferente y mucho más respetuoso que el que actualmente aplican los soviéticos en sus relaciones con los países del Este. Esto es lo que algunos llaman la «finlandización» de Europa, algo que, evidentemente, no puede menos de estar en la mente de los estrategas soviéticos, pero que, para nosotros los europeos, no tendría otro significado que el del hundimiento definitivo de Europa.

     La mayor amenaza soviética contra Europa se encuentra en esto, aunque la presión militar no quede excluida, ya que sirve, entre otras cosas, para reforzar la acción psicológica.

     En todo caso, el peligro es doble. Tanto si Europa aceptase una finlandización, como si recurriera a una defensa flexible realizada por los americanos, de acuerdo con sus propios intereses estratégicos en el teatro europeo, Europa sería destruida.

     Se puede, pues, y se debe, hablar de una amenaza soviética, porque esta amenaza, con todas las matizaciones que se quiera, es una realidad innegable. Pero también podría hablarse en determinados sentidos —como lo haremos más adelante— de una amenaza americana también real, aunque no simétrica respecto a la anterior.

 

5. «Recoupage» y desconfianza trasatlántica

 

     En una entrevista concedida por Reagan a un periódico francés en junio de 1984[13], el presidente americano se expresaba en los siguientes términos: «Es absolutamente imposible que América rompa sus lazos con Europa occidental. Los europeos y los americanos estamos unidos de modo permanente».

     Estas declaraciones, y otras muchas del propio Reagan, responden a una postura, que algunos críticos franceses han solido llamar humorísticamente: «recoupage», es decir, «mezcla de vinos».

     El presidente Reagan trata de convencernos de la perfecta coincidencia de intereses y de principios ideológicos entre los Estados Unidos y las naciones de Europa Occidental. Se quiere, pues, mezclar los dos viejos vinos, americano y europeo, para componer un nuevo caldo que no es otro sino el famoso «vino occidental».

     Esta pretendida alianza natural entre EE.UU. y Europa era considerada como algo evidente e indiscutible al final de la segunda guerra mundial, e incluso diez o quince años más tarde. Pero la confianza de los europeos en los americanos y la de éstos en aquéllos han ido deteriorándose gradualmente en el transcurso del tiempo y, hoy en día, se encuentra en un estado que bien puede ser calificado de incómodo.

     Muchos políticos europeos que no tienen nada de prosoviéticos se cuestionan en el momento actual sobre el valor efectivo de ese pretendido «recoupage». Se preguntan, por ejemplo, hasta qué punto los intereses políticos, estratégicos y económicos de los americanos en Europa coinciden con los de los propios europeos.

     Es cierto —dicen— que existe una concepción común entre ellos y nosotros, fundada en la práctica de las libertades democráticas y en los derechos básicos de la persona, y que, desde este punto de vista, puede hablarse de una cierta unidad o solidaridad occidental; pero la cosa no está nada clara cuando se intenta aplicar esta idea al terreno práctico: político, militar, tecnológico, etc.

     Dejando a un lado las declaraciones platónicas, la cuestión que nosotros nos planteamos en este momento es la siguiente: ¿defenderá EE.UU. a Europa en el caso de que los soviéticos la ataquen? ¿De qué manera lo hará, y hasta qué punto pondrá en juego su propia supervivencia, si ésta llega a estar comprometida como consecuencia de dicha defensa?

     Nadie piensa hoy que los EE.UU. vayan a comprometer la seguridad de su propia población, exponiéndola a un ataque nuclear para salvar a Europa de una agresión soviética.

     Los EE.UU. estarían, sin duda, dispuestos a mantener una defensa del continente por medio de armas nucleares tácticas; pero es muy poco probable que, por causa de Europa, fuesen a aceptar la gran batalla estratégica con la URSS, en la cual las más importantes ciudades americanas podrían ser arrasadas por los misiles estratégicos soviéticos.

     Henry Kissinger se planteó ya esta cuestión en 1957 en su brillante libro «Guerra nuclear y política exterior» y su respuesta fue categórica, afirmando que EE.UU. no arriesgaría su propia supervivencia para salvar a una Europa presuntamente atacada por los rusos.

     Â«Ninguna causa, salvo un ataque directo contra los Estados Unidos —escribe Kissinger—, justificaría el empleo de la fuerza. ¿Quién puede estar seguro de que, colocados ante la catástrofe de una inmediata guerra total, ni siquiera Europa —que fue durante mucho tiempo la clave de nuestra seguridad— mereciese la pena de correr ese riesgo?».

     Desde su punto de vista, Kissinger estima que los EE.UU. podrían aceptar, en un momento dado, un enfrentamiento directo con la URSS, lo que significaría el principio del fin. Pero una decisión tan tremenda como ésta sólo podría ser adoptada frente a una situación de enorme peligro para los norteamericano en la que éstos tuvieran que jugarse el todo por el todo.

     En el momento actual —dice Kissinger— «Europa es el principal objetivo estratégico; pero no se sigue de ahí que (los americanos) debamos adoptar para su defensa una estrategia que consuma nuestra propia sustancia nacional. A medida que se conoce mejor la capacidad de destrucción de las armas modernas, parece menos razonable la pretensión de que los Estados Unidos estén dispuestos al suicidio para salvar al continente europeo. ¿Puede alguien creer que, en tal momento, se encontraría un presidente americano dispuesto a 'cambiar' cincuenta ciudades europeas por la Europa del Oeste?».

     Para Kissinger la cosa está clara: «Ningún estado puede comprometer la existencia de su propia población para repeler una agresión que no vaya realmente dirigida contra dicha existencia».

     Kissinger reconoce que esta postura americana —que él no vacila en plantear con absoluta claridad— no puede menos de producir la desconfianza de los europeos. Estos se hallan convencidos —dice— de que no tienen nada que esperar de una presunta «represalia masiva» de los EE.UU. contra la URSS en el caso de que ésta se decidiese a invadir Europa. Por su parte, los dirigentes soviéticos saben que no tienen nada que temer de esa amenaza, ya que, en caso de invasión, los americanos harían lo posible y lo imposible para que el conflicto quedase limitado al teatro europeo.

     Los políticos europeos que muestran actualmente su desconfianza hacia la OTAN, así como a la protección americana en caso de ataque soviético, están, pues, en la realidad de la situación y su actitud no puede ser calificada de desleal.

     Â¿Cómo se puede, pues, pretender en tales condiciones que los intereses estratégicos americanos coincidan plenamente con los europeos, como afirma el presidente Reagan?

     Desde el punto de vista militar, a los norteamericanos les interesa Europa como una primera barrera de contención de los ejércitos del Este, una cabeza de puente en el continente, de alto valor estratégico para la defensa occidental. Pero no como el objetivo supremo que hay que defender a toda costa. En cambio, para los europeos, la supervivencia de Europa es, evidentemente, el objetivo esencial. No tiene absolutamente ningún sentido que se les hable de una defensa occidental en la cual Europa podría ser sacrificada y enteramente destruida, como primera avanzadilla de esa presunta defensa de Occidente.

     Lo que verdaderamente inspira el pánico de estos dirigentes europeos es la «defensa flexible» del continente realizada por los americanos por medio de armas nucleares tácticas. Sin necesidad de jugarse el todo por el todo, los americanos podrían cumplir sus garantías de defensa de Europa recurriendo a ese tipo de guerra flexible que los europeos temen tanto. En caso de conflicto con los soviéticos, a los americanos les interesa un teatro de guerra lo más alejado posible de su territorio, como puede serlo, por ejemplo, el teatro europeo. La defensa gradual de Europa sería para ellos un modo de batirse con los soviéticos, sin que la población americana tuviera que sufrir las consecuencias de una guerra con armas nucleares estratégicas sobre su propia carne.

     Pero, para los europeos, la defensa flexible podría ser el final de su existencia. Defender a Europa a base de armas nucleares tácticas significaría probablemente la destrucción de todo lo que Europa es y significa. El espacio es aquí demasiado reducido, la acumulación de bienes y de poblaciones demasiado elevada para que esa supuesta guerra de defensa no acabase definitivamente con la civilización europea.

     Es obvio que existe una correlación entre el tipo de armas empleadas y el tipo de guerra que puede hacerse con ellas. Así ocurre en la situación actual: salvo la ambigüedad —a la que hemos aludido en páginas anteriores— de ciertos euromisiles que podrían convertirse en un momento dado en armas estratégicas, los misiles nucleares de teatro, con sus alcances de hasta 4.000 ó 5.000 kilómetros, pueden servir para una guerra en Europa, pero no para un enfrentamiento directo entre las dos superpotencias. Por el contrario, los misiles estratégicos, capaces de alcanzar objetivos de 11.000 a 12.000 kilómetros de distancia serían perfectamente adecuados a este segundo tipo de guerra.

     La presencia de los euromisiles en nuestro continente sólo puede ser explicada, por tanto, en función de un proyecto de guerra en Europa. Más aún: la Organización del Atlántico Norte ha sido precisamente concebida al servicio de esta idea, es decir, como instrumento clave de la defensa europea. Su utilidad sería, en cambio, mucho menor en el caso de una guerra intercontinental.

     Los euromisiles son las armas apropiadas para una guerra limitada. En cambio, las armas nucleares estratégicas encontrarían su aplicación adecuada en lo que algunos han llamado la «guerra insular», es decir, el duelo nuclear de continente a continente por encima del océano atlántico y de las regiones árticas.

     No hay que olvidar que la distancia entre los EE.UU. y la URSS que en el mapa real puede parecernos grande, ha sido reducida a muy poca cosa en el mapa espacio-temporal de la estrategia de la era nuclear. Nada tendría, pues, de inverosímil un enfrentamiento directo entre ellas, quedando Europa a un lado. En este caso la población americana sufriría directamente los efectos del conflicto mundial. Sería la primera vez que esto ocurriese, ya que en las guerras del 14 y del 39 los ciudadanos de los EE.UU. se vieron libres de los horrores padecidos en Alemania, en la URSS, en el Reino Unido, en Francia y en los demás países europeos del Oeste y del Este, al encontrarse ellos muy lejos del teatro de la guerra y de las atrocidades que acompañaron a ésta.

     En cambio, en una «guerra intercontinental» los europeos tendrían menos probabilidades de ver afectados sus propios bienes y personas por los bombardeos nucleares.

     Puestos a «escoger» tipos de guerra —si se nos permite esta expresión— los estrategas americanos preferirán la guerra en Europa a la guerra intercontinental. Los europeos, en cambio, verán la cosa justamente desde el lado contrario.

     Se comprende, pues, que la OTAN representa actualmente el peligro número uno, es decir, la amenaza de una tercera guerra mundial en Europa. Y en esta posibilidad radica precisamente uno de los puntos críticos de las actuales controversias sobre la OTAN.

     Ahora bien, la desconfianza europea hacia América es correspondida por un sentimiento análogo de una parte importante de la opinión americana. Esta echa en cara a Europa su falta de contribución al esfuerzo común para la defensa del mundo occidental; la existencia en Europa de corrientes neutralistas, pacifistas y soviéticas que ofrecen una resistencia cada vez mayor al funcionamiento de la OTAN; la oposición, más o menos velada, a la instalación de los nuevos euromisiles; las divisiones internas entre los estados europeos, los cuales están muy lejos de alcanzar una política y una estrategia común frente a los peligros que amenazan a Europa.

     Â«No es normal —dicen los políticos americanos— que Europa se beneficie indefinidamente de la protección del paraguas U.S.A. Ya es hora de que despierte y asuma su propia causa con la energía y los medios necesarios para una defensa eficaz del continente. Los americanos tenemos ya nuestros propios problemas, los cuales nos preocupan enormemente. Lo mejor será que dejemos a Europa que corra su suerte sin comprometernos demasiado a sostenerla hasta más allá de donde ella misma sea capaz de defenderse».

     Además, aparte de las diferencias existentes en el terreno militar y estratégico, existen otras que afectan a lo económico y tecnológico, y que son también fundamentales. En efecto, los americanos están librando actualmente una gran batalla para asegurarse la primacía mundial absoluta, tanto en el orden económico, como en el del desarrollo tecnológico a todos los niveles.

     Este es un motivo de enorme preocupación para los europeos, algunos de los cuales llegan a hablar de una «amenaza americana» de otro orden, sin duda, que el de la «amenaza soviética», anteriormente aludida, pero de importancia práctica no inferior, sino probablemente superior, a la de ésta: la prepotencia económica y tecnológica alcanzada por los EE.UU. y que éstos quieren mantener e intensificar, con gran perjuicio para el resto del mundo y, en especial, para la Europa occidental.

     Los políticos y economistas europeos ven que esa superioridad desaforada de los americanos pueden hundir a Europa y no están dispuestos a aceptar que la recuperación económica de ésta tenga que depender de los altibajos y avatares de la economía americana.

     Para salvar su industria y su agricultura, los Estados Unidos parecen dispuestos a dar la batalla, tanto en el terreno comercial, como en el tecnológico. Están decididos a intensificar su exportación y a poner trabas a la entrada de los productos del Mercado Común, lo que puede significar grandes dificultades para éste. Miran cada vez menos hacia el continente europeo y más hacia el Pacífico, donde pueden encontrar valiosos aliados, como el Japón, amplios mercados y materias primas en abundancia.

     Reprochan a Europa, entre otras cosas, su afán de comerciar con los países del Este, la exportación de tecnología en favor de éstos, las relaciones con la URSS, la tentación que sienten los líderes europeos occidentales de conversar directamente con los dirigentes comunistas, el gaseoducto, etcétera. Y exigen a los europeos unas actitudes más leales y disciplinadas.

     Â«Estados Unidos —escribe Noam Chomsky[14]— siempre ha mantenido una actitud ambivalente ante la unificación de Europa occidental y el Mercado Común. Por una parte, dada la escala de las empresas norteamericanas, éstas han podido entrar en el mercado y dominar a los competidores; pero con una Europa relativamente independiente, podría empezar a invertirse el proceso».

     Por su parte, los estados europeos se niegan a admitir esa especie de vasallaje económico y tecnológico que los EE.UU. quieren imponerles. Esto se ha podido ver, por ejemplo, con motivo de la propuesta de colaboración en el plan IDS formulada por Reagan a los europeos. La resistencia opuesta por Francia en la cumbre de Bonn, la presentación por Mitterrand del plan Eureka y la buena acogida prestada a éste —en principio— por otras potencias europeas, son una prueba de lo que acabamos de decir.

     Y podrían citarse otras muchas que están a la vista de todo el mundo.

 

6. La Europa europea

 

     Entre las dos actitudes extremas —sometimiento a la política americana, entrega al Este— existen evidentemente otras posturas, las cuales tratan de obviar el doble peligro. Son las de los partidarios del reforzamiento de Europa, es decir, de una «Europa europea» capaz de afrontar por sí misma sus destinos futuros, tanto en el terreno político y estratégico, como en el económico y tecnológico.

     Se parte, pues, de la base de que Europa no está dispuesta a aceptar un papel secundario, al servicio de los EE.UU. y de sus aventuras de dominio mundial. Sus intereses y su propia concepción del mundo y de la civilización le obligan a enfrentarse, al menos en determinados aspectos, a la política hegemónica americana. Nuestro continente posee ahora grandes reservas humanas, culturales, económicas y tecnológicas y no tiene por qué renunciar a su propia personalidad, ni bajo la presión soviética, ni a la sombra del poderío americano.

     Parece evidente, sin embargo, que, mientras continúe vigente la herencia de Yalta, es decir, la participación del continente europeo entre los dos bloques, esta política europea de Europa quedará reducida a una aspiración o una tendencia difícilmente realizable en la práctica.

     Uno de los principales problemas que se le presentan hoy a Europa es el de su defensa militar.

     Así, por ejemplo, se puede estar o no estar de acuerdo en la realidad de una amenaza soviética contra el occidente europeo. Pero lo notable del caso es que, entre los mismos que dan por cierta esa amenaza —en mayor o menor grado y con mayor o menor inminencia— existe un total desacuerdo sobre la manera de proceder frente a ella.

     De la presunta amenaza deducen unos la necesidad de que se intensifique la protección americana, a través de la OTAN, y de que se lleve a cabo el rearme nuclear del continente. Otros, en cambio, afirman que la presencia americana en Europa y el juego de los euromisiles es precisamente lo que está acrecentando la amenaza soviética. Exigen que los americanos se alejen de Europa, porque sólo de esta manera —dicen— podrá evitarse la actitud agresiva de los rusos. «Que nos dejen a los europeos occidentales arreglar nuestras relaciones políticas y económicas con el Este del modo que resulte más beneficioso para todos, y la situación se arreglará automáticamente».

     Las consecuencias de estas dos posturas serían evidentemente muy distintas e incluso opuestas. La primera de ellas llevaría, en último término, a la total supeditación de la política europea a la política americana. La segunda avanzaría casi inevitablemente en la línea de la finlandización.

     No faltan quienes pongan en duda la utilidad de cualquier género de defensa militar de Europa. Una Europa desarmada —dicen— podrá contribuir de modo mucho más eficaz a la paz del mundo que una Europa armada, incluso aunque la neutralidad de ésta fuese perfecta y sus fuerzas permanecieran al margen de las dos Alianzas.

     Sin embargo, un vacío militar en la Europa occidental no sólo no evitaría la guerra en el continente europeo, sino que la haría más probable.

     Â«La naturaleza aborrece el vacío», decían los antiguos para explicar la subida del mercurio por el tubo barométrico, pero aunque esta afirmación fuese por completa inútil por el caso, no deja de contener alguna veracidad en otros dominios más sutiles, siempre que se aplique con cautela. Así, por ejemplo, ante el argumento de los europeístas desarmamentistas, podría alegarse, no sin cierta razón, la afirmación de que «la seguridad aborrece el vacío».

     Una Europa desarmada produciría un efecto de succión, atrayendo sobre sí la penetración de los ejércitos exteriores: tierra de nadie, campo de batalla para todos.

     Esta es, en último término, la argumentación de los europeístas que defienden la extensión de la Comunidad al área militar, es decir, la formación de un ejército europeo.

     Â«Europa sólo podrá ser Europa si se hace dueña de su propia defensa», declaraba recientemente el nuevo presidente del Parlamento de la Unión Europea Occidental, el francés Jean Marie Caro, en unas manifestaciones al periódico «Le Monde».

     Ahora bien, la idea de la constitución de un ejército europeo es, hoy por hoy, algo completamente ilusorio y seguirá siéndolo probablemente durante mucho tiempo si las cosas no cambian de manera radical.

     Esa misma idea estaba ya latente en los años 50, en el momento en que nacía la Europa comunitaria. Una parte de la idea europeísta fue puesta en marcha en aquel entonces, pero importantes aspectos de la misma tuvieron que ser abandonados a causa, principalmente, de los diversos nacionalismos europeos. Nació así una Europa un tanto raquítica que, sin embargo, ha sobrevivido y ha seguido y sigue creciendo entre mil dificultades: de los seis primeros países de la «pequeña Europa» del Mercado Común se ha pasado ya a los doce con la última incorporación de Portugal y España al Tratado. Esta misma incorporación parece haber suscitado nuevas esperanzas y entusiasmos y se empieza a hablar ahora un lenguaje un poco más optimista que el de los últimos tiempos en relación con el futuro continente.

     Casi al mismo tiempo que el Tratado de Roma para la constitución del Mercado Común (25 de marzo de 1957) fueron firmados los acuerdos para el Fondo Monetario Europeo (1955) y el EURATOM o Comunidad Europea para la Energía Atómica (CEEA), de la misma fecha que el Tratado de Roma.

     En cambio, la Comunidad de Defensa Europea (CDE), que había sido ya lanzada en el año 52 y en la cual se preveía la creación, de modo inmediato, del Ejército europeo, se vino abajo, sobre todo a causa de la oposición de Francia, que vio en este proyecto un peligro para su autonomía política y militar. La CDE se convirtió así en el sueño de una noche de verano, del que nunca más volvió a hablarse.

     El fracaso de la CDE fue muy perjudicial para la idea de una defensa europea de Europa. En opinión de Van Elslande, Ministro belga de Asuntos Exteriores, dicho fracaso «hizo perder un cuarto de siglo a la organización de Europa en el dominio de la defensa»[15] y —según se ven la cosas ahora— esta afirmación quedó bastante por debajo de la realidad.

     Dicho fracaso contribuyó a mantener la presencia militar americana en el continente europeo y a hacerla, por decirlo así, indispensable, con lo cual se ha agravado notablemente la situación de Europa.

     Puede ser instructivo el repasar los hechos ocurridos en relación con este asunto entre el año 49, en que se firma el Tratado del Atlántico Norte, y el 54, que es cuando Francia manifiesta su definitiva repulsa a la CDE.

     El general R. Close hace una historia bastante detallada de este proceso en su obra «L'Europe sans défense?», que acabamos de citar, y en la que el lector podrá encontrar los antecedentes del problema.

     Â«El golpe de estado de Praga del 24 de febrero de 1948, hizo comprender a los Occidentales la inminencia del peligro y el estado precario de su seguridad». Casi inmediatamente después de este lamentable suceso, es decir, el 17 de marzo de 1948, se concertó un tratado de asistencia mutua que comprendía, en un principio, al Reino Unido, Francia y los tres países del Benelux y que luego fue ampliado, dando lugar a la constitución de la Unión de Europa Occidental (UEO), formalizada por el Tratado de París de 1954.

     En realidad, la UEO apenas ha servido para nada. Aunque no ha dejado de celebrar sus reuniones ordinarias, tanto en Londres, a nivel ejecutivo, como en París, a nivel parlamentario, dicha Unión ha permanecido en estado casi letárgico en los treinta años transcurridos desde su constitución, sin que nadie haya pensado en ningún momento que la misma pudiese ser un instrumento útil para la reafirmación de Europa.

     Al parecer, corren ahora nuevos vientos en relación con la UEO. Se habla de su relanzamiento y se especula con la posibilidad de que pueda jugar un papel importante en orden a la coordinación de esfuerzos para la defensa de Europa.

     El 27 de octubre de 1984 se celebró, en Roma, una reunión de la UEO para conmemorar el trigésimo aniversario de su fundación. Al final de la misma se formuló una importante declaración, en la que se aludía a dos cuestiones de especial interés desde el punto de vista militar: la necesidad de la actualización de la industria europea de armamentos y el propósito de que se inicie una campaña para concienciar a la opinión pública sobre los problemas de la defensa europea.

     En el curso de dicha sesión, se daba por cierto el ingreso de Portugal en la UEO. Por el contrario, según una información publicada por «El País» (28-10-84), el presidente de la reunión, Hans Dietrich Genscher, manifestó que el caso de España era diferente, porque este país no había solicitado su incorporación a la UEO. El citado periódico hizo notar que debía de haber un error en esta afirmación del ministro alemán, ya que, estatutariamente, la entrada de un país en la UEO no se realiza a petición de éste, sino por invitación de la propia Unión.

     Por otra parte, respecto a la postura española sobre la UEO, conviene recordar que el 23 de octubre, es decir, unos días antes de la sesión de Roma, el presidente del Gobierno, Felipe González, había expresado claramente, ante el Parlamento, su deseo de que España ingrese en la UEO. En el sexto punto de su decálogo, dijo taxativamente lo siguiente: «España no forma parte de la Unión de Europa Occidental, única organización con competencias en materia de defensa. En mi opinión, la participación de España sería deseable, aunque hay que ver antes los resultados de nuestra integración en la CEE».

     Desde este punto de vista, al menos, la postura española respecto a la defensa de Europa parece, pues, bastante clara. La UEO podría ser un medio adecuado para esta defensa, y una España incorporada al Mercado Común se sentiría inclinada, del modo más natural, a participar en ese Organismo.

     En el momento actual, Francia defiende con gran empeño la idea de que la UEO sea extendida a todos los países del Mercado común. Pretende, asimismo, que el Tratado de París del año 1954 sea reemplazado por otro más exigente que permite la formación de una verdadera alianza militar entre los estados de Europa Occidental.

     A pesar de esta actitud favorable de la defensa de Europa —y que responde, ciertamente, a la concepción del general De Gaulle— la política europea del estado francés no deja de ser una de las más graves interrogantes del momento para los otros países del continente, e incluso para los propios franceses que no han renunciado a la vocación europeísta.

     En efecto, desde la época del general, Francia viene manteniendo una doble estrategia respecto a la defensa. Los principios fundamentales de esta estrategia son, en efecto, dos: el principio de la autonomía de la defensa francesa —y más concretamente de la defensa nuclear— y el principio de la alianza con los demás países occidentales. Ahora bien, entre ambos principios existe una contradicción práctica notoria y esto es lo que hace la cosa más desconcertante para el resto de los países europeos, y especialmente para la R.F.A.

     A la hora de la verdad, es decir, en el momento de un ataque directo de la URSS a la Alemania occidental, ¿cuál sería el principio que preponderaría? ¿El de la alianza o el de la autonomía?

     La «force de frappe» o fuerza de disuasión francesa se halla en el centro de todas estas incertidumbres, como vamos a tratar de mostrar inmediatamente.

 

7. La fuerza francesa de disuasión nuclear

 

     El arma nuclear francesa fue anunciada por el general De Gaulle en un discurso pronunciado el 3 de noviembre de 1959 en la Escuela Militar de París[16]. De Gaulle expuso sus ideas sobre la «force de frappe» con una lógica y una claridad absolutas.

     Estamos en la era atómica —dijo— y somos un país que puede ser destruido en cualquier momento. «Necesitamos, pues, evitar ese peligro; aplicar los medios adecuados para salvarnos de esa posible destrucción. Gracias a la posesión del arma atómica, América y Rusia benefician de una cierta seguridad. En efecto, existe entre ellas una especie de equilibrio automático en virtud del cual se halla en sus propias manos la posibilidad de evitar una confrontación nuclear. Pero este equilibrio sólo les cubre a ellas mismas, no a las demás naciones del mundo. Algunas de éstas pueden verse en la necesidad de defenderse frente a ataques que pongan en peligro su integridad y su propia existencia, sin que ni la URSS ni los EE.UU. se consideren concernidos por el hecho, pese a las relaciones de alianza que hayan podido establecer previamente con ellas».

     Â«A la gran aliada de uno de estos países de segundo rango, la integridad del mismo puede parecerle eventualmente insuficiente para hacerse aplastar por su rival, al mismo tiempo que ella aplasta a éste». De todo esto resulta de los países que no tienen armamento atómico parecen hallarse obligados «a aceptar una dependencia estratégica y, por consiguiente, política, con relación a los dos gigantes».

     Â«En estas condiciones —concluía el general— Francia ha juzgado conveniente poner en juego el esfuerzo necesario para convertirse también ella en una potencia nuclear». Francia no quiere ser protegida, sino protegerse a sí misma.

     La primera característica de la «force de frappe» será, pues, la de constituir un arma específicamente francesa. A este respecto De Gaulle fue categórico en su discurso de «L'École Militaire». «Es necesario —dijo— que la defensa de Francia sea francesa. Si a un país como Francia le llega la hora de tener que hacer la guerra para defenderse, es necesario que el esfuerzo sea, ante todo, suyo... Que Francia se defienda por sí misma, para sí misma y a su manera». Si las cosas no van por este camino, es decir, «si se admite que la defensa de Francia pueda fundirse o confundirse con otra cosa, ya no nos será posible mantener un estado», un verdadero estado francés... «Debemos, pues, proveernos de lo que se ha dado en llamar una «force de frappe», capaz de desplegarse en el momento oportuno... Y no necesito decir —añadió— que la base de esa fuerza será un armamento atómico».

     En el curso de los años siguientes, el general De Gaulle repetirá invariablemente esta misma doctrina, la cual será también un principio básico para sus sucesores al frente de la República Francesa: si Francia quiere seguir siendo un pueblo libre, tiene que disponer de su propia arma atómica.

     Â«Verter nuestros medios en una fuerza multilateral, bajo mando extranjero, sería contravenir este principio de nuestra defensa y de nuestra política. Es verdad que podríamos reservarnos la facultad de recuperar esos medios... ¿Pero cómo podríamos hacerlo en el momento del apocalipsis?».

     Esta frase encerraba una crítica al sistema de doble llave adoptado para las fuerzas nucleares americanas instaladas en la Gran Bretaña. Este sistema consiste en establecer un acuerdo entre las dos potencias: el mando sobre las armas sigue siendo americano, pero el Reino Unido tiene la garantía de que las armas no serán utilizadas desde su territorio sin previa autorización suya. Y algo análogo ocurre —aunque con mayor dependencia, aún, que en el caso británico— con los euromisiles instalados en otros países europeos.

     Como bien dice Aníbal Romero en su libro anteriormente citado (pág. 179): «la decisión clave es tomada en Washington, no en Londres, Bonn o Bruselas», lo cual no hace sino «aumentar las tensiones políticas de los europeos respecto a su aliado americano».

     De hecho, aunque las fuerzas nucleares instaladas en Europa están a las órdenes del «Mando supremo de las fuerzas aliadas en Europa» (SACEUR), ese organismo forma parte del «Mando militar de los Estados Unidos» (NMCS) y del «Sistema mundial de mando y de control militar» (WWMCCS) que, en definitiva, depende exclusivamente de USA[17]. Puede, pues, afirmarse que todas las fuerzas nucleares del mundo occidental se encuentran en manos de los americanos, a excepción de la fuerza francesa de disuasión, la cual, por el contrario, es enteramente independiente de todo mando extranjero.

     Sólo el presidente de la República Francesa puede ordenar la utilización de la «force de frappe». Como dato significativo a este respecto diremos que, en la época del general De Gaulle, la orden correspondiente debía ser dada personalmente por el propio general, según un código contenido en una botonera que él mismo llevaba siempre consigo. Estaba previsto que dicha orden se diese de palabra, cosa que preocupaba, según parece, a su inmediato colaborador atómico —el general Madon— ante la posibilidad de una impostura. La respuesta de De Gaulle fue ésta: «Voyons, Madon, vous connaissez ma voix, non?». Posteriormente, el sistema de mando ha sido modificado: el rostro del presidente Mitterrand debe aparecer en una pantalla al mismo tiempo que éste dispone el empleo del arma disuasiva.

     Hasta en los menores detalles quedaba, pues, asegurada la autonomía de la fuerza de disuasión francesa y su total independencia respecto al mando supremo norteamericano.

     La objeción a esta postura «salvajemente independiente» era inmediata y no tardó en aparecer: «¿Qué puede hacer Francia con su pequeña 'force de frappe' frente a la presión de los dos colosos? ¿De qué le servirán sus presuntos medios disuasorios en el caso de que su soberanía sea puesta en entredicho por cualquiera de ellos?».

     Las palabras del general no eran una simple fantochada. Se lo había pensado muy bien —naturalmente— y disponía, no sólo de los medios técnicos necesarios para poner en práctica su proyecto, sino de una teoría estratégica nueva que le permitiría desarrollar su plan con pleno conocimiento de causa: la disuasión de débil a fuerte.

     Esta teoría encajaba en la doctrina general de la disuasión, mantenida por los americanos desde el principio de la era atómica y aplicada también por los soviéticos —aunque nunca reconocida teóricamente— como línea práctica de conducta frente al peligro de guerra nuclear.

     En su forma actual, la idea de disuasión va estrechamente unida a la de paridad, es decir, no a una simple «igualdad» numérica de fuerzas, sino a una «equivalencia de capacidades y de opciones» entre las dos partes enfrentadas[18].

     Desde este punto de vista parece, pues, que no puede hablarse de una disuasión de débil a fuerte sin incurrir en una contradicción: la disuasión nuclear, en su forma actual, viene teóricamente producida por la «equivalencia» de los armamentos atómicos de las dos partes, y no podría tener aplicación en el caso de Francia enfrentada, por ejemplo, con la URSS.

     Sin embargo, la cosa es un poco más complicada que esto. La disuasión, además del fundamento objetivo que hemos indicado, tiene una base subjetiva, o psicológica, que nadie puede negar: el miedo.

     Las armas nucleares, en constante crecimiento —ya que «la disuasión es por naturaleza adictiva» (Thompson) o, dicho de otra manera, el nivel de equilibrio tiende ineluctablemente a elevarse— inspiran un miedo terrible, un miedo también creciente, en los pueblos que se sienten directamente amenazados por ellas.

     Lo que verdaderamente mantiene la disuasión no es el equilibrio físico de los armamentos, sino el miedo al apocalipsis. Como dice Edward P. Thompson, «se trata, en el fondo, de una idea simple e ingenua que se les ocurrió ya a los primeros cavernícolas cuando inventaron la cachiporra: si tengo una porra, esto los disuadirá de aporrearme... Lo único nuevo de la situación actual es que las presentes cachiporras... son tan enormes que descartan cualquier utilización racional».

     Este factor psicológico es, quizás, más importante todavía que el fundamento objetivo antes aludido. Y es precisamente esto lo que hace posible que, aun en el caso de que no exista equilibrio, la disuasión nuclear puede funcionar de modo relativamente eficaz.

     En cierto modo, el átomo nivela las posibilidades: es lo que se ha llamado el «poder igualizador del átomo». En la versión primitiva que plantea Thompson, un cavernícola, por valiente que sea, que sólo posea una pequeña porra tiene muchas probabilidades de sucumbir ante otro cavernícola dueño de una cachiporra tremenda. Pero, como aclararemos en seguida, no ocurre lo mismo con el arma nuclear, y esta idea es precisamente la clave de la disuasión de débil contra fuerte.

     El general De Gaulle apelaba ya a esta argumentación en una conferencia de prensa en enero de 1963: «En adelante, el camino de la disuasión estará abierto para nosotros, porque el hecho de atacar a Francia equivaldría, para el que lo intentara, a tener que sufrir, a su vez, destrucciones espantosas. Evidentemente los megatones que nosotros pudiéramos lanzar no igualarían en número a los que manejan los americanos y los rusos. Pero a partir de cierta capacidad nuclear, y en lo que se refiere a la defensa directa de cada uno, la magnitud de los medios respectivos no tiene ya un valor absoluto. En efecto, puesto que un hombre o un país sólo pueden morir una vez, la disuasión existe desde el momento que se pueda herir mortalmente al eventual agresor, que uno esté decidido a hacerlo y que el propio agresor lo sepa».

     Varios estrategas franceses al mismo tiempo que De Gaulle, o antes que él, han contribuido a desarrollar la teoría del «poder igualizador» del arma atómica. Uno de ellos, el general P.M. Gallois conversaba ya en 1956 con De Gaulle sobre la posibilidad de evolucionar la doctrina de la disuasión mediante una nueva interpretación estratégica de la utilización de las armas nucleares.

     Podríamos decir que se trataba de superar la doctrina de la «disuasión en el equilibrio» complementándola con otro: la «disuasión en el desequilibrio».

     El poder igualizador suele ser explicado con un sencillo ejemplo parecido al siguiente: en principio, un ejército que posee 400 divisiones debe derrotar casi necesariamente a otro que sólo disponga de 200 divisiones de la misma calidad tecnológica y humana que las anteriores. Pero la cosa cambia completamente si estos datos son proporcionalmente trasladados al dominio nuclear. Así con 200 decamegatones —cien mil bombas de Hiroshima— se pueden causar pérdidas definitivas en cualquier adversario, aunque éste disponga de 400 decamegatones. En realidad, en este caso, la destrucción de ambos ejércitos estará asegurada y será total, ya que el efecto destructivo sobre el enemigo no podría ser aumentado una vez que se hubiese alcanzado el nivel de práctica aniquilación del mismo.

     En este sentido, Francia debe ser capaz —dice De Gaulle— de imponer respeto a sus posibles atacantes, amenazándoles con daños espantosos —«épouvantables»—, y el arma nuclear es el medio más indicado para lograr esta finalidad.

     Pero esto no significa —desde el punto de vista del general— que su país haya de permanecer aislado. Al contrario, Francia debe tener aliados y, entre éstos, los restantes países de la Europa occidental han de ser, sin duda, los primeros. Europa es una entidad capaz de vivir por sí misma. Francia está dispuesta a defender la unidad política de Europa e incluso su defensa militar llegado el caso. Nadie sabe —dice De Gaulle en 1963— si las armas nucleares serán empleadas o no para defender a Europa, ni cómo lo serán en su caso. «Pero es evidente que la potencia nuclear americana no responde necesariamente ni inmediatamente a los intereses de Europa ni a los de Francia».

     El general De Gaulle se convierte así, al menos teóricamente, en uno de los más animosos partidos de la defensa europea de Europa.

     La doble concepción estratégica de Charles De Gaulle —defensa de Francia, defensa de Europa— ha sido mantenida fielmente por sus sucesores al frente de los destinos de Francia, desde Georges Pompidou hasta François Mitterrand.

     Ahora bien, hay en este planteamiento una contradicción interna que pesa gravemente sobre la política europea actual y de la cual muchos franceses son plenamente conscientes en este momento. Se trata del conflicto entre la política de solidaridad europea y la política de santuarización, basada en la «force de frappe».

     Indudablemente, ésta fue fundamentalmente concebida por De Gaulle como el medio más adecuado para mantener el territorio de la Francia metropolitana —lo que los franceses llaman «Hexagone»—, fuera del alcance de cualquier agresión y, en particular, de una amenaza de tipo atómico. Pero la cuestión que se plantea es ésta: «¿Sirve la 'force de frappe' para defender a Europa? Y, en el caso de que así fuera, ¿de qué manera y en qué momento se produciría esta defensa?».

     Los alemanes, sobre todo, se muestran escépticos a este respecto. Se preguntan si ante una ofensiva soviética contra su territorio funcionaría efectivamente el arma de disuasión gala, o, por el contrario, los franceses esperarían para ello a que las tropas rusas se aproximaran a Francia. Temen que la R.F.A. se convierta en el glacis de Francia, con todas las catastróficas consecuencias que esto tendría para ellos.

     Según una expresión que se ha hecho ya tópica, la cuestión sería ésta: ¿Será la batalla del Elba o, por el contrario, la batalla del Rhin la que decida, llegado el momento, la entrada en juego de la «force de frappe»?

     Hay en el fondo de todo esto una antinomia que François Mitterrand desveló ya en 1980, antes de ser presidente, en su libro «Ici et Maintenant»[19] en una frase que ha sido muchas veces repetida y comentada: «Hay actualmente antinomia entre la estrategia fundada sobre la única defensa del santuario nacional y la estrategia fundada sobre la Alianza. Un responsable político que no se atreva a plantear este problema engaña a la opinión. Yo exijo que se sepa de una vez de qué se habla. Y que se hable de ello».

     En realidad, todo el capítulo titulado «La drôle d'Alliance» de este libro constituye un agudo análisis de la relación entre la defensa de Europa y la defensa de Francia.

     Evidentemente, Mitterrand no ha podido resolver desde la Presidencia el problema que tan claramente había analizado cuando se encontraba en la oposición. Y es que, probablemente, el citado problema es, hoy por hoy, insoluble.

     Â«Mientras las relaciones franco-alemanas no cambien en profundidad; mientras nuestros amigos alemanes tengan de la estrategia francesa la imagen que tiene mientras las diversas tentativas institucionales para suscitar 'más Europa' en el dominio de la defensa —sea en el cuadro de la Unión de Europa Occidental o en cualquier otro foro destinado al mismo fin— no tengan éxito... no habrá casi ninguna probabilidad de que cambie el paisaje».

     Estas palabras del ex-Embajador francés Froment-Meurice[20] expresan claramente el desconcierto de la actual situación en lo que se refiere al problema de la participación francesa en la defensa europea.

     Las dudas y las contradicciones en torno a este asunto de capital importancia para Europa reaparecen a cada momento. Así, por ejemplo, en relación con el famoso tema de la «contabilización» de las fuerzas nucleares francesas, que fue objeto de interminables disputas entre rusos y americanos en las conversaciones INF en Ginebra en 1983. ¿Estas fuerzas deben ser contabilizadas junto a las de la OTAN o, por el contrario, separadamente de éstas?

     La cuestión tiene todos los caracteres de una trampa socrática de la que no resulta fácil escapar. En efecto, es por una parte claro —aunque no necesariamente evidente— que, si las citadas fuerzas francesas entrasen alguna vez en juego en el caso de una guerra en el teatro europeo, lo harían del lado occidental. En este sentido, tienen razón los negociadores rusos: en el inventario de las fuerzas nucleares en Europa la «force de frappe» debe ser contabilizada junto a las de la OTAN, dependientes en último término de los EE.UU.

     Pero aceptar esta solución equivaldría a dar por supuesta la integración de dicha fuerza con las norteamericanas, cosa que los nacionalistas franceses, de notoria tradición anti-americana, no pueden aceptar en modo alguno.

     Se presenta, pues, un lío dialéctico que el comunitario René Foch planteaba en el periódico «Le Monde» del 11 de abril de 1984 en los siguientes términos: «O aceptamos que nuestras fuerzas sean contabilizadas por los dos Grandes, y en este caso los americanos querrán controlarlas, como están controlando de hecho las armas británicas, o hacemos el juego del aislacionismo militar, lo que no podrá menos de incitar a los alemanes a la posición neutralista».

     Esta misma problemática llega al terreno práctico inmediato de la organización del ejército francés en función de las finalidades estratégicas que el gobierno de su país le ha asignado. El general Lacaze —jefe hasta hace poco tiempo del Estado mayor de los ejércitos franceses— se hizo eco de esta cuestión en un importante artículo publicado en la revista «Défense nationale», en junio de 1983, en el que proponía una solución pragmática, un equilibrio, entre las dos finalidades esenciales: la defensa del territorio y la protección a los aliados.

     Los intereses vitales de Francia —escribía Lacaze— no pueden limitarse a su territorio. Esto nos haría perder credibilidad ante nuestros aliados europeos y —por otra parte—, dadas las reducidas dimensiones del teatro europeo, la seguridad de Francia y la de Alemania Federal no pueden ser separadas. Lo que ocurra al otro lado del Rhin nos concierne directamente. Francia mantiene en Alemania uno de sus tres cuerpos de ejército y estará obligada al reforzamiento del mismo apenas se produzcan los primeros signos de guerra. En caso de un ataque, tendría necesariamente que acudir en defensa de sus aliados alemanes. Si, por el contrario, su acción estratégica se redujese al «Hexagone», esto equivaldría a incitar «al adversario» —¿la URSS?— a atacar a la RFA para continuar después su avance hacia el OESTE.

     Para el general Lacaze, está, pues, claro que la defensa de la «Alianza» forma parte de la del «santuario». Pero ¿cómo se realizaría esta defensa? ¿Utilizaría Francia su «force de frappe» para contener a los invasores de la República federal? He aquí algo que parece menos claro. La solución que el general propone es la creación de una fuerza terrestre de acción rápida, constituida por una unidad aeronaval especial, a base de helicópteros, que estuviese dispuesta a unirse al cuerpo del ejército francés en Alemania y a actuar al lado de los germánicos con la mayor rapidez posible en una contienda que se supone convencional.

     De cualquier manera, a la vista de las referencias que acabamos de hacer, parece que puede afirmarse que la presente defensa europea de Europa es algo todavía muy confuso y que una de las causas de esta confusión es la presencia de la «force de frappe». Este es precisamente uno de los argumentos más importantes entre los manejados por los enemigos de la misma.

     En Francia, la oposición a la «force de frappe» tiene signos muy diversos e incluso contradicciones entre unas y otras tendencias.

     Se oponen a ella —por supuesto— los pacifistas y los antinucleares, por las mismas razones de fondo y, en parte, con los mismos argumentos que lo hacen en la RFA, si bien hay que decir que estas corrientes ideológicas tienen en Francia mucho menor desarrollo, y pesan mucho menos en la opinión pública que en Alemania o en Holanda, por ejemplo.

     Existe también una oposición conservadora a la fuerza nuclear francesa constituida por los que estiman que la «force de frappe», lejos de favorecer la unidad y la defensa de Europa, está contribuyendo claramente a obstaculizarla.

     Entre «aliancistas» y «europeístas» puros no hay, sin embargo, acuerdo sobre la manera de realizar estos fines. Para los primeros, el fortalecimiento de la Alianza Atlántica exigiría que Francia renunciase a su fuerza nuclear independiente y aceptase sin reservas la integración de la misma en el aparato estratégico de la Alianza Atlántica. Los segundos, en cambio, opinan que la «force de frappe» tendrá que ser sacrificada como fuerza independiente, pero no para ser refundida en la OTAN, sino para constituir el núcleo de un nuevo ejército europeo, es decir, de una nueva Comunidad de Defensa Europea. Por su parte, los «europeístas antinucleares» piensan que este nuevo ejército debería ser construido exclusivamente a base de armas convencionales.

     Una de las posturas más significativas fue la de Raymond Aron, quien, tras haberse inclinado al principio en favor de la «force de frappe», fue después uno de sus más inteligentes contradictores. Aunque haya que tolerarla por el momento —dijo—, las pretensiones de De Gaulle a una defensa autónoma son a la larga perjudiciales para Francia y para Europa, en la medida en que dificultan el desarrollo normal de ésta y rompen la solidaridad entre los europeos.

     Sin embargo, al margen de lo que acabamos de decir, parece que puede afirmarse que la mayoría de los franceses es favorable a la «force de frappe». Se sienten orgullosos de ella y consideran que la misma es una garantía de seguridad para la nación francesa en caso de conflicto nuclear.

     Incluso los comunistas participan de esta opinión generalizada. En julio de 1983, poco después de su entrevista con Andropov, el secretario general del PCF, Georges Marchais, subrayó que los comunistas franceses «se niegan a que sea puesta en duda la defensa nacional independiente de Francia, es decir, su fuerza de disuasión nuclear omnidireccional», y afirmó que, por el contrario, «esta fuerza de disuasión —que debe estar al nivel indispensable para mantener la seguridad y la independencia de nuestro país— no debería ser objeto de ninguna negociación que tendiese a reducirla («Le Monde», 21 julio 1983). En el fondo, esta había sido la postura de siempre del PCF desde la época de su colaboración con De Gaulle.

     Sin embargo, Marchais añadió una reserva de la que hasta entonces no había habido ocasión de hablar: en las discusiones de Ginebra, la fuerza nuclear francesa debía ser contabilizada junto a las fuerzas nucleares occidentales, sin que esto signifique pérdida alguna de independencia para la «force de frappe».

     Es evidente que, con ambas afirmaciones —apoyo a la «force de frappe» y contabilización de ésta al lado de los euromisiles de la OTAN— Marchais favorecía claramente los intereses soviéticos, aunque esto fuese a costa de una actitud «pronuclearista», poco conforme —a lo que parece— con la «antinuclearista— de los comunistas españoles.

     Es evidente que la política francesa de autodefensa nuclear ha sido un serio tropiezo para la estrategia americana en relación con Europa. Desde el primer momento, los estadounidenses vieron la actitud gaulliana, completada con su retirada de los órganos centrales de la OTAN en 1958, como un impertinente desafío a su liderazgo mundial, una postura extravagante que apenas sirve para otra cosa sino para crear complicaciones.

     Sin embargo, esta postura está ahí y es, en todo caso, un dato más —y un dato, por cierto, de la mayor importancia— en un problema ya de por sí muy complicado, como es el de la situación europea entre dos fuegos.

     Los franceses han constituido con extraordinaria tenacidad el plan de desarrollo de su fuerza nuclear de disuasión.

     El 25 de mayo de este año ha sido botado el submarino nuclear «Inflexible», armado con dieciséis misiles del modelo M-4 con cabezas independientes de retorno múltiple (MIRV)) y un alcance del orden de los 400 kilómetros. El «Inflexible» hace el número seis en la serie de los submarinos nucleares franceses, después del «Redoutable», el «Tonnant», el «Indomptable», el «Foudroyant» y el «Terrible», y para el año 1994 se halla prevista la botadura de un séptimo submarino nuclear, mucho más potente aún que los anteriores.

     Mientras los misiles franceses suelo-suelo debían ser considerados como armas destinadas al teatro europeo, al menos desde el punto de vista de su alcance, los submarinos pueden atacar cualquier objetivo en toda la extensión del mapa mundi, y en este sentido hay que considerarlos como armas estratégicas.

     Nadie puede negar hoy en día que atacar a Francia sería un negocio de dudosa rentabilidad militar, ya que la represalia francesa podría ser terrible. Desde un punto de vista nacionalista francés, la creación de la «force de frappe» por el general De Gaulle es, pues, un gran gesto, digno de su categoría humana. Sin embargo, hay que decir que la fuerza francesa de disuasión nuclear es sumamente perjudicial para Europa en este momento. No sólo dificulta la política de alianza, como hemos visto, sino que consolida la idea de una defensa nuclear flexible en el continente. Mientras que los euromisiles son exógenos y podrían desaparecer, si así se lo exigen los europeos a los americanos, la «force de frappe» deja anclada en el centro de Europa, al servicio de la supremacía francesa, una fuerza nuclear permanente que los demás países del continente no pueden ni controlar ni eliminar.

 

8. España ante la «situación nuclear»

 

     Desde la Paz de París hasta el final del período franquista, el Estado español permaneció ausente de Europa y prácticamente al margen de la gran política internacional.

     Sus campañas militares en el Rif apenas tuvieron repercusión exterior, salvo en las relaciones con Francia y en la política colonial de la zona.

     Absorbida por estas campañas, España parecía desentenderse de los problemas europeos. La neutralidad en la guerra del 14 contribuyó a aumentar la distancia y este alejamiento no hizo sino acrecentarse con la guerra civil del 36.

     Nunca estuvo el Estado español más aislado de Europa y del mundo como después de la Segunda guerra mundial y en los primeros tiempos del régimen franquista, el cual se hizo en cierto modo incompatible con el de los demás países europeos. El franquismo no sólo no aceptó la democracia como forma de organización de la vida política y social, sino que se erigió a sí mismo en campeón de la antidemocracia. Quiso ser algo así como una contraprueba viva del fracaso y de los errores de las democracias.

     Contra lo que pudiera suponerse, el Tratado bilateral con los Estados Unidos no sirvió para romper el aislamiento ni para reintegrar España a Europa, sino que, al contrario, la alejó todavía más de ésta. Gracias a él, España encontraba en su «amigo americano» las máximas garantías de seguridad —al menos eso se dijo entonces— y no necesitaba contar con sus vecinos europeos. Tras el espaldarazo americano, España podía afrontar con mayor tranquilidad la «incomprensión» europea.

     Con el posfranquismo, las cosas han cambiado notablemente a este respecto. Se inicia una política internacional abierta, es decir, dirigida a todos los países del mundo, sin anatemas ideológicos ni exclusiones previas. El establecimiento de buenas relaciones y contactos de alto nivel con países comunistas, como la URSS y China, significa un cambio copernicano con respecto al pasado. Junto a esto, hay que señalar también cierta recuperación del papel de España en Iberoamérica y la anunciada revisión del Tratado bilateral, sobre la base de una mayor autonomía y libertad de movimientos, todo lo cual es signo de que la política de aislamiento va a terminar definitivamente.

     En este orden de cosas, el hecho más importante en lo inmediato es, sin duda, la entrada del Estado español en la Comunidad Económica Europea, que hubiera sido muy difícilmente imaginable en la época de la antidemocracia franquista.

     Este importante suceso no debe ser visto —claro está— como un hecho aislado, sino como parte integrante de una gran política que el Estado español debe emprender ahora.

     Pretender abstraer este hecho de su contexto nos parece un error. La entrada de España en la CEE lleva implícita su participación, en mayor o menor grado, en los problemas europeos, como por ejemplo, el de la defensa. Si bien en algunos momentos se ha querido negar, incluso por parte oficial, toda relación entre ambas cosas, todo el mundo sabe que la conexión entre ellas existe y es absolutamente inevitable. Aunque haya en España mucha gente que piense que Europa no está amenazada por nadie y que, por consiguiente, no necesita defenderse de nadie, parece que puede afirmarse, en principio, que la seguridad política y económica de un país o de un conjunto de países está siempre relacionada con su seguridad militar.

     La adhesión a la CEE es, pues, comprometedora para España, no sólo en razón de los esfuerzos que la misma va a exigirle para adaptarse al nivel europeo, sino también por causa de las responsabilidades que acarrea en otros órdenes de la relación internacional. Nadie debe llamarse a engaño a este respecto.

     El momento en que se produce dicha adhesión es particularmente crítico y preocupante para Europa y se halla dentro de un contexto mundial de gran incertidumbre.

     Como hemos tratado de mostrar en capítulos anteriores, a partir de la invención de la bomba atómica la Humanidad se ha visto conducida gradualmente a una situación muy compleja que alguien ha llamado una «situación nuclear», es decir, una situación en la cual la presencia de las armas nucleares en manos de las dos superpotencias pesa de modo determinante sobre todas las grandes cuestiones económicas, tecnológicas, políticas y sociales que afectan al hombre de hoy.

     En este momento, el peligro de «apocalipsis» es un peligro real: proporcionalmente a los resultados de Hiroshima, el megatonaje actualmente acumulado por las dos superpotencias tendría un poder letal de diez veces la totalidad de la población humana.

     Pero este peligro hipotético no sería, quizás, lo más importante. Sin esperar al día final, las armas nucleares están produciendo ya sus efectos destructores sobre la Humanidad actual. Entre ellos, uno de los más importantes es, sin duda, el de la pérdida total de confianza de las naciones y el estado de alerta permanente en el que éstas se ven obligadas a vivir.

     Aunque no sea potencia atómica, ni pretenda serlo, el Estado español se encuentra en la necesidad de definir su política y su estrategia frente a la «situación nuclear», y ha de hacerlo, no sólo en función de su propia seguridad, sino también de la seguridad europea y de la paz mundial. De ningún modo puede considerarse al margen del problema.

     Pensar que, en el caso de una guerra nuclear, España pudiera verse preservada de la catástrofe por el simple hecho de haber mantenido una neutralidad de principio, sería demasiado ingenuo. Estudios realizados por instituciones científicas y organizaciones de gran prestigio prueban que la guerra nuclear no admite limitaciones ni fronteras. Una vez iniciada la guerra nuclear, el desastre se extendería por encima de éstas y alcanzaría dimensiones planetarias. Ninguna nación podría verse libre de sus efectos directos o indirectos.

     Ahora bien, no existe ninguna razón para que nos dejemos llevar del fatalismo. Debemos partir de la hipótesis de que la «situación nuclear» puede ser dominada: las armas atómicas pueden llegar a desaparecer mediante acuerdos adecuados, quizás mucho más rápidamente de lo que creemos si, en cualquier circunstancia, se produce un momento de lucidez en los dirigentes de las dos superpotencias; la división del mundo en dos bloques que, en gran parte, es consecuencia de los armamentos nucleares puede ser transformada y superada; una política de desnuclearización y de pacificación es posible si cada pueblo obliga a sus gobernantes a cumplir su deber ante la «situación nuclear».

     Este pacifismo real y activo es posible en los países que admiten la libertad de expresión y también, seguramente, en los otros —en los que no la admiten—, aunque de modo diferente al nuestro.

     En este momento crítico en el que probablemente se van a definir las grandes líneas de la política internacional española, los ciudadanos tienen el derecho y el deber de exigir a sus gobernantes que España apueste decididamente por el desarme nuclear y sume sus fuerzas a las de los estados que actúen en esta línea.

     Excluyendo a los belicistas de la extrema derecha, que siguen soñando con la exterminación del «imperio del mal», parece que todas las fuerzas políticas de este país deberían estar de acuerdo en dicha estrategia.

     Esto no excluye, claro está, las dificultades de aplicación del principio enunciado: ¿de qué modo debe España servir a la realización de las mismas y cuáles son las posturas que ha de adoptar frente a cada uno de los problemas concretos que ahora se le presentan a este respecto?

     En este momento, la cuestión de las bases americanas constituye, por ejemplo, un serio problema para el Gobierno español. Todo parece indicar, en efecto, que la mayoría de la población es hostil a las mismas y esto por diversos motivos que no son difíciles de detectar.

     En primer término, el temor a la represalia soviética de los SS-20 en caso de conflicto. En segundo lugar, la oposición declarada de la práctica totalidad de los ciudadanos españoles al empleo de las armas nucleares, que desearían ver desterrada del planeta lo antes posible.

     A estos dos motivos elementales se une un tercero: la antipatía al invasionismo americano, cada vez más insoportable para los europeos y también, por supuesto, para muchos españoles, más especialmente sensibilizados por causa de la política norteamericana respecto a Ibero-América. Finalmente —aunque esta lista no pretenda ser exhaustiva— la aspiración, que muchos ciudadanos comparten, a una tercera vía, hacia un determinado género de neutralismo, más acorde que el bipolarismo con la vocación pacífica de España.

     La negación de este asunto se va a hacer, pues, difícil para el Gobierno español en un momento de tensión en el que los americanos no pueden aceptar —aunque no sea más que por razones de prestigio— que se ponga en entredicho su plan estratégico de defensa europea.

     Algo análogo ocurre con la cuestión de la OTAN. El antiotanismo de muchos españoles obedece a razones perfectamente explicables. La Alianza Atlántica es una organización controlada fundamentalmente por los EE.UU. en función, sobre todo, de sus intereses estratégicos. Pero cada vez está más claro que, en Europa, los intereses estratégicos de los americanos no coinciden con los de los propios europeos. La OTAN va unida a la idea de la defensa gradual del continente europeo, en principio con armas convencionales y después, si hace falta, con armas nucleares tácticas. Pero, como hemos indicado anteriormente, esta estrategia es catastrófica para Europa, la cual se vería de esta manera totalmente destruida. También sería catastrófica para España, a la que le correspondería hacer el papel de retaguardia, nada cómodo por ciento cuando el teatro de la guerra es tan pequeño y el alcance de las armas sobrepasa con mucho el espacio del mismo.

     La cuestión de la OTAN no podía darse por definitivamente resuelta con la decisión adoptada por el Gobierno de UCD, al final de su mandato y casi a hurtadillas de la opinión pública.

     Sin embargo, sin la promesa de un referéndum hecha por el PSOE en su campaña electoral, las cosas hubieran podido ir por un camino más fácil para el actual Gobierno. Este hubiese podido presentar el problema con mucha más calma e independencia que las que actualmente tiene al respecto.

     Ciertamente, la presión del próximo referéndum no va a ayudar a que la cuestión de la OTAN sea vista con la claridad y la serenidad necesarias.

     En todo caso el planteamiento «OTAN sí, OTAN no» —defiéndalo quien lo defienda— es inaceptable porque deja de lado el fondo real del problema.

     En efecto, la cuestión de la permanencia o no permanencia de España en la Alianza Atlántica sólo puede ser correctamente planteada en función de la política que vaya a adoptar el Estado español sobre la seguridad europea y sobre su propia seguridad. Mientras este problema de fondo no sea resuelto, es decir, mientras no se decida cuál va a ser esa política, la cuestión de la permanencia en la OTAN no podrá ser tratada con fundamento, y menos aún ventilada en un referéndum.

     La OTAN no es, en definitiva, más que un medio al servicio de una de las soluciones al problema de la seguridad del Estado español. ¿Caben otras alternativas? ¿Cuáles son éstas y hasta qué punto serían aceptables?

     Permanecer en la OTAN y conservar —por el momento al menos— las bases americanas ¿equivale realmente a aceptar el total sometimiento de España a la estrategia americana? ¿No cabe una independencia dentro de esas actitudes?

     O bien —planteando la cuestión desde el lado contrario— exigir a los americanos que renuncien a las bases, a los euromisiles y al plan de defensa flexible, ¿conduce fatalmente a una entrega y a una sovietización o finlandización de Europa?

     He aquí algunos puntos sobre los que en realidad sabemos muy poco. Tanto los partidarios de la permanencia como los enemigos de ella, estarían, pues, obligados a presentarnos la política de seguridad —o de inseguridad— que proponen para España. Después vendría el saber si el «statu quo» de ésta en la OTAN sirve a alguna de esas alternativas y de qué modo la sirve.

     Pero es evidente que un referéndum no es el medio más adecuado para hacer una presentación de este género.

     Sólo después de que se hubiese informado amplísimamente a la opinión y se hubieran discutido de modo público los pros y los contras de cada una de las alternativas posibles, podría ser llevado este asunto a la consulta popular.

     No se puede decidir sobre una cuestión de medios cuando la cuestión de los fines no ha sido todavía mínimamente aclarada.

     Esta es la razón principal por la que nos parece que el tema está mal planteado, es decir, insuficientemente planteado o planteado fuera de lugar.

     Nuestro temor está en que, en tales condiciones, los criterios que los ciudadanos adopten en el momento de votar el referéndum sean por completo extrínsecos, es decir, ajenos al fondo de la cuestión. Motivos partidistas, intereses de partidos o de fracciones dentro de los partidos; sectarismos ideológicos; «pacifismo del miedo», «pacifismo físico», «pacifismo mágico», etcétera.

     A nuestro entender, un asunto de esa enorme gravedad no puede ser abordado sin apelar a una base ética.

     De algo de esto vamos a ocuparnos inmediatamente, tratando de asomarnos a una problemática —la problemática moral ante la guerra nuclear— a la que hasta aquí no habíamos hecho apenas referencia.

 

 

[Notas]

 

[10] Sobre el comercio de armas: J. Klein, «Arms Sales. Development, Disarmement» in «Bulletin of Peace Proposals» nº 2, 83.

[11] «Opción cero» (Grijalvo), pág. 51.

[12] Pierre Célérier, «Géopolitique et Géostratégie» (Presses Universitaires, 1961).

[13] «Le Monde», 3 junio 1984.

[14] En «Superpotencias en Colisión», ed. Debate, 1985.

[15] General R. Close, «L'Europe sans défense?» (Ed. Arts et Voyages), pág. 292.

[16] Lucien Poirier: «Des stratégies nucléaires» (Hachette).

[17] Dieter S. Lutz. Obra citada, pág. 200.

[18] Nota de Philippe Lacroix en «La guerre malgré nous?», pág. 125.

[19] Editorial Fayard, pág. 233.

[20] «Le Monde», 30-4-85, «L'Allemagne n'est pas notre glacis».

 

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