Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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V. La política de la Iglesia

 

V.1. La misión política de la Iglesia

 

    Es para nosotros un hecho evidente que la Iglesia ejerce una influencia y realiza una determinada función en el dominio de la política, y en este sentido decimos nosotros que la Iglesia «hace» política.

    Para ser más precisos, creemos poder afirmar que la Iglesia actúa en la política y sobre la política, aunque no dentro de la política. Actúa en la política porque —según hemos visto— sus gestos y actitudes tienen frecuentemente inevitables consecuencias políticas. Actúa sobre la política porque, por medio de sus enseñanzas y sus doctrinas político sociales, trata precisamente de orientar la política hacia los fines morales de la vida humana. Pero no puede decirse que actúe dentro de la política, porque esto constituiría la esencia misma del clericalismo.

    La fórmula de separación entre la Iglesia y el Estado, que Cavour había tomado de Montalembert: «Une Église libre dans un état libre», se presta a un equívoco de cierta importancia. En francés, como es sabido, la preposición dans tiene un significado más fuerte que la preposición en. Para ser más fieles a los textos, el dans francés habría que verterlo, a veces, al castellano por un dentro de. Así, la fórmula de Montalembert se traduciría: «Una Iglesia libre dentro de un Estado libre», y es justamente como suelen traducirla de hecho —aunque sólo sea in mente— los, más o menos encubiertos, regalistas.

    Este matiz semántico lo hizo notar el conocido redactor de la Civiltà Cattolica, P. Messineo, en la época en que algunas de estas cuestiones eran controvertidas, antes del Concilio[80].

    La fórmula de Montalembert «suele ser malentendida —decía Messineo— y toda la razón del equívoco proviene de ese pequeño dans». En efecto, la Iglesia no está dentro del Estado, no es una parte de la sociedad política, un sector de la Administración o del Gobierno, ni siquiera una «corporación intermedia». Decir que la Iglesia está dentro del Estado es pura y simplemente lo que podríamos llamar una herejía[81].

    Este mismo matiz debe ser introducido en lo que se refiere a nuestro problema: la Iglesia interviene o hace sentir su influencia en la política y sobre la política; pero si ha de ser fiel a su propia misión espiritual, no debe intervenir en ningún caso dentro de la política. No debe entrar en el juego interno de los gobiernos o de los grupos políticos ni valerse de éstos para sus fines: éstos deben ser realizados de un modo más elevado y más adecuado al ser de la propia Iglesia. (Que esta línea de conducta haya sido o no respetada por la Iglesia a través de los siglos, es un problema histórico que no nos corresponde tocar).

    La misión de la Iglesia es procurar a los hombres el Reino de Dios, un gran bien, un bien fundamental y decisivo, aunque completamente ignorado de la mayor parte de la humanidad.

    Es, pues, una misión espiritual y, además, trascendente, ya que no se realiza en plenitud, sino más allá de todas las formas históricas.

    Ahora bien, cabe imaginarse el Reino de Dios como una realidad secreta, encerrada en lo más profundo de la conciencia de cada hombre. Dentro de una visión individualística o jansenista del Reino de Dios, cada hombre sería salvado solitariamente, robinsonescamente, mientras que la humanidad estaría condenada al pecado, al fracaso y a la destrucción.

    A esta visión pesimista se opone el proyecto actual de una acción colectiva para transformar y «salvar» al mundo, en la medida y de la manera en que éste puede ser salvado.

    En realidad, el Reino de Dios, visto desde el lado humano, debe ser concebido como un quehacer colectivo destinado a «transfigurar» la existencia humana en su totalidad. «La Iglesia de hoy no se dirige a las 'almas', sino a los hombres, y la salvación que ella les aporta en nombre de Jesucristo no es remitida para más allá de la muerte, sino que comienza desde ahora»[82].

    El P. Congar, que se muestra, sin embargo, bastante exigente al enjuiciar la «eficacia temporal del cristianismo», admite[83] que existen «reales anticipaciones» o «arras» de esta eficacia en la acción cristiana para transformar el mundo, «aunque sea de modo precario, parcial y mezclado de impurezas».

    La promesa del Evangelio es categórica, aunque esté enunciada de modo enigmático: «Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura».

    Ahora bien, sería peligroso confundir el Reino de Dios con ese «lo demás», con ese resto que los hombres deben recibir «por añadidura», o —lo que también puede darse— considerar el fin espiritual como un simple medio para lograr el fin temporal.

    Es indudable, por ejemplo, que en ciertos sectores cristianos existe hoy una tendencia a confundir el Reino de Dios con la sociedad desarrollada. Una especie de paraíso técnico y social, en que el hombre y la mujer alcanzarían su plena medida humana y una nueva preternaturalidad. De esta manera, para los que piensan así, la busca del Reino de Dios consistiría en un quehacer político y social, que algunos no vacilarían incluso en identificar con la lucha de clases. El combate espiritual quedaría así subsumido en el combate político y la confusión no podría ser mayor ni más grave.

    El P. Arrupe recuerda[84] que el Concilio Vaticano II quiere, por una parte, que se distinga entre Reino de Cristo y desarrollo humano, pero, por otra parte, afirma también la «mutua compenetración» de ambas cosas. «El desarrollo humano no pertenece en sí a la historia de salvación, pero de hecho el hombre y el mundo son finalizados en Cristo y, por consiguiente, la humanidad, así como la obra del hombre, participan escatológicamente de la gloria de Cristo resucitado»[85].

    Ahora bien, también sería un error, aunque de especie muy distinta, el suponer que ese resto, el «lo demás» que se ha de dar al buscador del Reino, se le dé espontánea o mágicamente, sin necesidad de que él lo busque o lo procure a la vez. Según esto, los cristianos deberían dedicarse íntegramente a la vida de piedad, dejándose de «políticas», etc., y esperando que mientras tanto los quehaceres temporales se fuesen haciendo por sí solos, como parece que le ocurría a San Isidro Labrador.

    Cabe preguntarse quién se ocupa, pues, de estos quehaceres. Sin duda, el Estado tiene este fin esencial y nadie puede discutirlo. Sin embargo, la Iglesia ¿es completamente extraña al mismo? Ella, que es la implantadora, por así decirlo, del Reino de Dios y su justicia, ¿no intervendrá ya en lo que viene a ser como el valor añadido o el producto gratuito de aquellos?

    Un teólogo español escribió que la Iglesia no tiene nada que ver con esa otra misión, y que la cuestión de buscar eso que se ha de dar por añadidura no le compete a ella, «porque esto equivaldría a invadir la esfera de lo temporal». Así, la Iglesia rezaría mientras los políticos hacían política.

    No creemos que esta interpretación sea correcta. Entendiendo —como entendemos— la palabra Iglesia en su sentido integral —no exclusivamente como Jerarquía eclesiástica—, nos parece que la Iglesia interviene también, a su manera, en la búsqueda de lo temporal.

    Así leemos en la Octogesima adveniens[86] que «corresponde a las comunidades cristianas en unión con los obispos responsables, en diálogo con los otros hermanos cristianos y con todos los hombres de buena voluntad, discernir las opciones y las decisiones que conviene adoptar para operar las transformaciones sociales, políticas y económicas que en las diversas situaciones se revelan como necesarias e incluso en muchos casos urgentes»[87].

    En esta decisión política, económica y social, «los cristianos deben renovar su confianza en la fuerza y la originalidad de las exigencias evangélicas». Tienen el deber de «indagar entre las múltiples opciones y de participar, tanto en la vida como en la organización de la sociedad política»[88].

    Ahora bien, se halla muy extendida la opinión de que cuando los cristianos actúan en política, solamente lo hacen como ciudadanos y bajo su exclusiva responsabilidad. Pero esto no es completamente verídico: el cristiano que opera movido por esa fuente de energía de la inspiración evangélica y, siguiendo las grandes líneas de lo que podemos llamar el «programa político» de la Iglesia, es un miembro activo de la Iglesia y compromete a ésta, incluso aunque no lleve en su acción política la denominación de cristiano. Ciertamente no lo hace desde un punto de vista jurídico, pero sí bajo un aspecto más profundo y que pudiéramos llamar eclesial, que es precisamente el que nos interesa en este momento.

    Gabriel Marc, presidente de la ACI[89], repetía que el mensaje evangélico «no es neutro ni política, ni económica, ni socialmente». Todos los miembros de la Iglesia, y en particular los laicos, están llamados a realizarlo en su imperfecta proyección temporal, están implicados en esta empresa.

    Â«La Iglesia no sólo es el obispo —decía Mgr. Huyghe en el ya varias veces aludido artículo—. La Iglesia está en manos de cada bautizado. Porque la Iglesia de Jesucristo no es una estructura vertical de autoridad ni un quadrillage horizontal de diócesis y parroquias». «Está siempre renaciendo bajo formas diversas, en múltiples grupos humanos, a diversos niveles de responsabilidad, por la acción de cristianos conscientes y bajo la dirección del espíritu». Y explica su caso personal —el incidente al que hemos aludido en el prefacio— en los siguientes términos: «En los acontecimientos ocurridos recientemente yo no he decidido, una buena mañana, realizar un gasto público, personal y aislado. Cristianos —obreros y cadres— se habían mezclado con sus compañeros para la defensa legítima del empleo. Estos cristianos eran la Iglesia y no me han esperado a mí para hacerla presente»[90].

    Considerada la Iglesia como un organismo vivo, existe dentro de ella una variedad de vocaciones, funciones y responsabilidades en relación con la obra temporal. Pero la acción político-eclesial que emana de ese complejo no deja de ser la acción de la Iglesia en su conjunto.

    La Octogesima adveniens, recordando un párrafo de la Populorum progressio, dice que si el papel de la Jerarquía es el de interpretar fielmente los principios morales que deben seguirse en la acción temporal, «corresponde a los laicos penetrar de espíritu cristiano las mentalidades, las leyes y las estructuras de las comunidades de vida a que pertenecen, haciéndolo por sus libres iniciativas y sin esperar pasivamente consignas y directrices».

    Estos cristianos evangélicos, estos «apóstoles laicos», podrán tal vez equivocarse, cometer errores o imprudencias; pero algo de esto puede también ocurrirles, mutatis mutandis, a los propios obispos, sin que nadie tenga derecho a escandalizarse de ello. Por la acción de tales cristianos, la Iglesia podrá merecer alabanza o sufrir descrédito. En el primer caso, los actores habrán contribuido a la gloria de la Iglesia, y en el segundo, a su cruz. Pero lo que la Jerarquía, al juzgar estos hechos, parece que no podrá hacer en ningún caso es encerrarse en una especie de casuismo jurídico, negando que los actos de los laicos cristianos integren también, a su manera, los actos de la Iglesia, pueblo de Dios.

    Así, la Iglesia, que enuncia unos principios, que abre unos horizontes, que hace una llamada amplísima a todos sus miembros, no se limita a hablar. Ella quiere que operando de modos innumerables, que van desde el testimonio de vida cristiana al ejercicio propiamente dicho de la política concreta, estos miembros traten de llevar sus doctrinas y sus palabras al terreno de la realidad. «No basta —dice la Octogesima— recordar los principios, afirmar las intenciones, poner en evidencia las injusticias y proferir denuncias proféticas: estas palabras no tendrán peso real si no van acompañadas de una conciencia viva de la propia responsabilidad y de una acción efectiva»[91].

    Sabemos que las anteriores consideraciones se prestan a equívocos, en especial a una interpretación un tanto anárquica de la vida de la Iglesia. No es, sin embargo, éste el momento de introducir en este asunto las precisiones y matices indispensables.

    Está muy lejos de nosotros, ciertamente —debemos decirlo una vez más—, el poner en duda el principio de la no intervención o el de la autonomía de lo profano, que habíamos enunciado y explicado a su tiempo. La independencia de las esferas debe ser respetada para no caer en la confusión. La Carta de Pablo VI al cardenal Roy lo afirma categóricamente: en el terreno propiamente político, «las decisiones últimas corresponden al poder político».

    Una consecuencia parece desprenderse, sin embargo, en razón de todo lo que llevamos dicho: que no se conciba la acción temporal y evangélica de la Iglesia, de un modo intolerablemente estrecho, exclusivamente como la acción de la Jerarquía; que no se pretenda tampoco amordazar a la Iglesia y encerrarla en la sacristía; que no se intente negar el derecho de la Iglesia a actuar, desde su propio ángulo, en la política y sobre la política.

 

V.2. El «programa político» de la Iglesia

 

    Â¿Podemos en realidad hablar de un programa político de la Iglesia? Evidentemente, no tratamos de dar aquí a esta expresión un significado estrictamente técnico, como el que tienen los programas de los gobiernos y los partidos políticos, o los acuerdos, pactos y «contratos de legislatura» entre los partidos dentro de los regímenes democráticos modernos.

    Es evidente que, en nuestro caso, no podría tratarse de nada de esto. En primer lugar, porque, como ya sabemos, la Iglesia no tiene una función política directa y específica, y en segundo término, porque los medios y formas de realización de las sugerencias y metas políticas que ella presente al mundo quedan, y deben quedar, en manos de los gobernantes, de los políticos y de las instituciones civiles. Estas formas y modos de realización de las mismas pueden ser muy diversas, según las situaciones y las circunstancias de cada pueblo y el genio o la vocación propia de cada familia política, y la Iglesia siempre ha afirmado la legitimidad y la necesidad de este pluralismo.

    Pero sí puede hablarse del programa político de la Iglesia en un sentido más amplio: un sentido adecuado a la naturaleza de la Iglesia y a la función directiva de la Jerarquía respecto del quehacer político bajo el punto de vista de la moral, la fe y las costumbres.

    Â«La acción política debe ser subtendida —escribe Pablo VI en la Octogesima adveniens— por un proyecto de sociedad, coherente en sus medios concretos y en su inspiración, que se alimente de una concepción integral de la vocación del hombre y de sus diferentes expresiones sociales».

    En lo que vamos a decir se trata, pues, más que de un «programa» político, de uno de esos grandes «proyectos» políticos que subtienden la acción política, y que en nuestro caso no puede ser confundido con una ideología determinada.

    Ahora bien, Pablo VI hace a continuación una observación de la mayor importancia: la preparación de ese género de proyectos «no pertenece al Estado, ni siquiera a los partidos políticos». Son los grupos culturales, científicos y religiosos, es decir, lo que pudiéramos llamar las fuerzas morales e intelectuales de la humanidad, quienes libremente, con la libertad de adhesión que ellas suponen, al margen de las exigencias inmediatas, y a menudo acuciantes, de la política, y procediendo, por decirlo así, «de manera desinteresada», deben desarrollar en el cuerpo social estas concepciones últimas o metapolíticas, en las que únicamente puede apoyarse la acción política propiamente dicha.

    Pretender que las ideologías que dirigen la política pueden ser impuestas por el Estado o por determinados partidos constituye la forma moderna más útil y peligrosa de la tiranía[92].

    La acción política en una sociedad determinada presupone la existencia de una civilización, de una cultura, de una reflexión colectiva, obra de pensadores, de filósofos y sociólogos funcionalmente independientes de la política.

    Al hablar del programa político de la Iglesia nos referimos, pues, a un programa o modelo de sociedad, que en este caso sería el fruto de una inspiración evangélica.

    Ahora bien, la Iglesia no ha elaborado precisamente un código en que el contenido de su «proyecto» haya sido presentado en forma sistemática. En cambio, sobre todo en estos últimos tiempos, ha multiplicado sus directrices, sus consejos y sugerencias, puestos completamente al día y que aparecen repetidamente enunciados en un gran número de documentos eclesiales.

    Pese a lo que quieran decir sus detractores, la mayor parte de estos documentos, de todos conocidos, son de una notable viveza y actualidad.

    Quien se lo propusiera podría recoger en esos mismos textos abundante cosecha de frases y tratar de construir una especie de sylabus al revés, es decir, no un sylabus condenatorio y destinado a frenar el progreso del mundo profano, sino todo lo contrario, a abrirle ampliamente las puertas.

    Sin embargo, no tratamos aquí de hacer semejante enumeración o catalogación, que nos parecería más propia para ser evitada que para ser imitada.

    Procediendo, pues, con esta libertad podremos preguntarnos ahora cuáles son en realidad las ideas centrales de ese gran proyecto político actual de la Iglesia, al que queremos aludir.

    A nuestro juicio, la Iglesia invita hoy a los hombres a construir una sociedad que esté centrada sobre unos cuantos puntos estratégicos, algunos de los cuales están ya en el ambiente y reciben —por lo menos, teóricamente— el aplauso de gentes de todas las ideologías. Son ideas que hoy tienen amplia «vigencia colectiva» y que la Iglesia reconstruye y consolida a partir de una visión sapiencial cristiana.

    Estos puntos podrían ser, por ejemplo, los siguientes: primacía del hombre y de sus derechos naturales, cívicos y sociales; justicia y libertad para los pueblos; defensa de los pobres y de los oprimidos, sean individuos, clases, razas o naciones; igualdad, solidaridad y fraternidad entre los hombres frente a discriminación o explotación clasística; oposición a la violencia y al empleo sistemático de la fuerza; oposición a la guerra y a la política de armamentos; exigencias imperativas del bien común frente a los intereses y apetencias privadas; imperio de la ley y de la autoridad frente a la anarquía y el desconcierto; participación democrática de los ciudadanos en las decisiones y responsabilidades públicas frente a dictadura tecnocrática; modelos de crecimiento genuinamente humanos; objetivos morales, y no meramente economísticos y utilitarios, para los hombres y las sociedades; defensa del individuo y oposición al individualismo; estructuras más adecuadas al progreso y a la transformación de la vida social del hombre; mayor equidad en el reparto de los bienes y de los rendimientos del trabajo humano; dignificación del trabajador; necesaria socialización, al mismo tiempo que fomento de la iniciativa privada en todos los órdenes; orden internacional reforzado por nuevos poderes y fundado en una mayor justicia en las relaciones entre los superpoderosos y los infradébiles.

    Esta lista no es, en modo alguno, exhaustiva: podría, por el contrario, prolongarse y diversificarse; pero basta para dar una idea de lo que, a nuestro modesto juicio, serían las grandes líneas maestras del programa político de la Iglesia para el mundo de hoy.

    Así está para nosotros completamente claro —y ya lo hemos dicho repetidas veces— que la Iglesia ha adoptado hoy una postura decidida en defensa de los derechos humanos, cosa que en otros tiempos no había ocurrido ni podía quizá ocurrir por razones históricas, coyunturales, sociológicas e incluso filosóficas.

    Este hecho no constituye una actitud completamente nueva con respecto al pasado inmediato, pues Pío XI y Pío XII habían ya iniciado el camino, y los Pontífices actuales no han hecho sin ensancharlo y perfeccionarlo.

    Pero la Iglesia de hoy no se limita a hacer esta defensa en el plano de los principios generales, sino que exige —en la medida en que ella puede hacerlo— que los mismos tengan una aplicación concreta y efectiva dentro del marco de la legislación y de la práctica jurídico-política de cada pueblo.

    De hecho —dice Pablo VI—, los derechos humanos son todavía demasiado a menudo ignorados e incluso ultrajados o, en otros casos, el respeto que se les aplica es puramente formal. En muchas situaciones, las legislaciones se encuentran retrasadas respecto a las situaciones reales»[93]. Pablo VI se interroga sobre los medios para llevar a la práctica de cada Estado el respeto a la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «¿Cómo encontrar el medio de dar a las resoluciones internacionales su efecto en todos los pueblos? ¿Cómo asegurar los derechos fundamentales del hombre cuando son escarnecidos? En una palabra, ¿cómo intervenir para salvar a la persona humana en los lugares en que es amenazada? ¿Cómo hacer para que los dirigentes políticos de cada pueblo adquieran conciencia de la necesidad de respetarlos, como un patrimonio esencial de la humanidad? Sería vano proclamar derechos si no se pusiese al mismo tiempo en juego los medios necesarios para hacerlos respetar por todos y en todas partes»[94].

    Y recogiendo las palabras de Juan XXIII en la Pacem in Terris, exclama: «Ojalá pueda llegar pronto el momento de que la Organización de Naciones Unidas garantice eficazmente los derechos de la persona humana»[95]. En su discurso a la O.I.T., en el Palacio de las Naciones de Ginebra[96], insiste en esta misma idea de la efectividad: «Luchad valerosa e incansablemente contra los abusos siempre renacientes y las injusticias incesantemente renovadas, obligad a los intereses privados a someterse a la visión más amplia del bien común [...], comprometed a las naciones a ratificar (los derechos) y adoptad las medidas para hacerlos respetar».

    Está, pues, bien claro que para el Pontífice la defensa de los derechos del hombre no es una afirmación utópica o platónica, una meta para un futuro lejano, sino un objetivo que puede y debe ser logrado mediante medidas legislativas eficaces y de las que ningún Gobierno debería poder escapar sin caer en el descrédito internacional.

    Lo que la Iglesia «exige», pues, en su «programa político» es que no sólo se proclamen los derechos del hombre, sino que en cada Estado se pongan en acción los medios necesarios para hacerlos respetar de modo efectivo y real.

    Además, en su plataforma política, la Iglesia defiende no solamente los derechos naturales de la persona (el derecho del hombre a no ser tratado como un objeto, a que se respete su vida, su integridad y su dignidad de persona, etc.), sino también los derechos cívicos y los llamados derechos sociales.

    Así, en la Gaudium et Spes —no debería hacer falta recordarlo una vez más— se aprueba el derecho de libre reunión, el de libre asociación, el de libre expresión de las propias opiniones, así como el de la libertad religiosa en su profesión privada y pública[97], y «se reprueban todas las formas políticas vigentes que en ciertas regiones obstaculizan la libertad civil o religiosa».

    Llegando todavía a un grado mayor de precisión y de exigencia, el mismo documento conciliar afirma que «allí donde, por razones del bien común, se restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos, las libertades deben ser restablecidas cuanto antes una vez que hayan cambiado las circunstancias»[98].

    La Iglesia está contra la violencia y contra el uso sistemático de la fuerza por parte de los Estados, ya que el mismo «suscita la aparición de fuerzas adversas, de donde surge, a su vez, un clima de luchas, que abren más y más el camino hacia la violencia»[99].

    Lo que no se puede hacer es desvirtuar o deformar esas mismas exigencias de libertad, tratando de reducirlas a enunciados puramente teóricos prácticamente inoperantes, o afirmando que se respetan auténticamente allí donde en realidad se las conculque, y el espíritu de las mismas esté completamente ausente de la legislación.

    Junto al respeto de las libertades cívicas, la Iglesia «exige» también a los poderes públicos la realización de los derechos sociales: el derecho al empleo, el derecho a la emigración sin discriminación por parte del país que acoge[100], así como unas condiciones de trabajo auténticamente dignas y personalizantes.

    Ciertas gentes de mentalidad genuinamente neocapitalista dirán quizá que el Papa no entiende de economía y que todo esto no son sino utopías. Se tratará —según ellos— de exigencias que no pueden ser presentadas por nadie que entienda del asunto, por la sencilla razón de que son irrealizables por causa de las leyes económicas, que ellos —naturalmente— declaran tan inalterables como la ley de Newton.

    Sin embargo, Pablo VI rechaza este género de fatalismo —más o menos insincero— de los que se limitan a proponer soluciones malthusianas. En el fondo, al afirmar esa pretendida «irrealizabilidad», ¿no pretenden defender secretamente unos márgenes de beneficios, una libertad de acción y unos derechos del capital y, sobre todo, unas estructuras económico-sociales injustas, que serían incompatibles con la moral que defiende la Iglesia?

    En efecto, la Iglesia incluye también en su «programa» la necesidad de transformar o cambiar las estructuras para que esas famosas leyes fatales de la economía no sigan impidiendo el desarrollo humano.

    Según la Octogesima adveniens (43) deben ponerse en tela de juicio los «modelos mismos de la sociedad» o de las sociedades actuales y «los modelos de crecimiento de las naciones ricas», que conducen trágicamente al empobrecimiento o la depauperación de las naciones pobres.

    Contra esa opinión, Pablo VI defiende «el establecimiento de estructuras en las que el ritmo de progreso estuviese regulado en función de una mayor justicia, en lugar de acentuar las diferencias»[101].

    La Iglesia quiere «que se sometan sin vacilación a una severa crítica las estructuras humanas que son tributarias de una época ya pasada». «Transformaciones audaces, reformas profundas», para evitar precisamente que tengan que producirse «cambios arbitrarios y destructivos»[102].

    En todo este problema, la Iglesia se sitúa netamente en defensa de los pobres, y en especial de lo que Pablo VI llama los «nuevos pobres».

    Â«Desde la época en que la Rerum novarum denunciaba, de manera viva e imperativa, el escándalo de la condición obrera en la sociedad industrial naciente, la evolución histórica nos ha obligado a adquirir conciencia de otras dimensiones y de otras aplicaciones de la justicia social. La mutación industrial ha producido nuevos pobres, disminuidos e inadaptados, viejos, marginales, de orígenes diversos. Hacia ellos se vuelve la Iglesia para reconocerles, ayudarles, defender su lugar y su dignidad en una sociedad endurecida por la concurrencia y por la fascinación del éxito»[103].

    Por otra parte, en el mundo del trabajo «aún queda mucho por hacer» para introducir más justicia y equidad y una mayor participación del obrero en los beneficios del trabajo y en las decisiones sociales. Es necesario un mejor reparto de bienes y de poderes. «El impacto del nuevo orden industrial y tecnológico, si no es cambiado por una acción social y política apropiada, favorece la concentración de riquezas y de poderes y, en particular, del poder de decisión, quedando éste entre las manos de una minoría dirigente privada o pública. La injusticia económica y la falta de participación social privan al hombre del ejercicio de sus derechos fundamentales, humanos y sociales».

    Si todas estas palabras son algo más que palabras —y, sin duda, lo son— obligan a los políticos que quieran fundar su acción sobre una base moral a unas posturas muy exigentes. Por otro lado, esas mismas palabras muestran con claridad el talante que adopta la Iglesia en relación con los problemas económico-sociales de nuestro tiempo.

    Por otra parte, el «proyecto político» de la Iglesia se sitúa «frente a todas las discriminaciones de derecho o de hecho —étnicas, culturales, religiosas, políticas— siempre renacientes»[104].

    En la situación actual, la Iglesia denuncia el individualismo: la iniciativa privada debe quedar sometida de modo efectivo a la realización del bien común de la sociedad. Así, por ejemplo, en la Octogesima adveniens se critica el hecho frecuente de que los medios de comunicación social sean explotados al servicio de fines o intereses privados. Otro ejemplo de piratería, denunciado por Pablo VI, en el que las fuerzas privadas actúan desmesuradamente fuera de todo control moral, es el de las superpotencias económicas, es decir, «las empresas multinacionales que surgen bajo la presión de los nuevos sistemas de producción y que pueden realizar estrategias autónomas, en gran parte independientes de los poderes políticos nacionales, escapando, por consiguiente, a todo control del bien común»[105].

    Pío XII condenó ya la mentalidad técnica, que de hecho tiende a eliminar de la política los fines más elevados de la vida humana. Pablo VI se vuelve ahora contra el capitalismo tecnocrático y el socialismo burocrático, que toman decisiones políticas muy importantes en función exclusiva de criterios económicos; contra el gigantismo del Estado y la absorción por parte de éste de las sociedades intermediarias, que constituyen la trama humana de la sociedad civil.

    La Iglesia defiende la justicia, la paz, la personalidad y el desarrollo de los pueblos y de las culturas, aun de las más pequeñas y, al parecer, más insignificantes. Los pueblos subdesarrollados tienen un auténtico derecho al desarrollo, y pueden hacerlo valer, con toda la fuerza moral que les da la razón, ante las otras naciones y en las organizaciones internacionales. Tienen, además, derecho a realizar ese desarrollo por sí mismos, según su propia concepción o su propia cultura.

    La Santa Sede ha realizado un gran esfuerzo doctrinal en este terreno y viene desplegando, además, una actividad creciente en los medios internacionales. Como una de las primeras medidas exige «la equidad en las relaciones comerciales», en especial sobre el comercio de materias primas, en el que los pueblos más pobres son largamente explotados por los más ricos[106].

    Aunque no haya llegado a una condenación absoluta y estricta de la guerra, como medio de acción moralmente legítimo en algunos casos, la Iglesia aborrece la guerra y se opone a ella, a la carrera de armamentos, a la fabricación de nuevas máquinas guerreras de poder destructivo incontrolable y a los gastos bélicos, que absorben los recursos de la humanidad[107].

    Para superar este estado de cosas, el Papa propone no sólo el mantenimiento, sino el reforzamiento de las instituciones internacionales, la creación de verdaderos poderes supranacionales, todo ello por encima de los egoísmos y soberbias nacionales y de las diferencias ideológicas entre bloques.

    Más aún: lejos de permanecer encerrada en el dominio exclusivamente religioso, la Santa Sede exige su inserción en la vida política internacional del modo que le es propio, es decir, como potencia moral[108].

    La presencia del Papa Pablo VI en las más altas instancias de la vida internacional, como la O.N.U. o la O.I.T.; las intervenciones en ese mismo terreno de dirigentes de la Santa Sede, como Mgr. Benelli y Mgr. Casaroli, muestran que la Iglesia, con su actitud de presencia, quiere ejercer una influencia importante en la marcha de la política mundial, y esta acción se desarrolla, en último término, con fines religiosos y por motivos éticos.

    El Papa, «experto en humanidad», ocupa hoy un lugar relevante entre las grandes fuerzas e instituciones morales que conducen, o deben conducir, la humanidad.

    Â«El Papa no espera ya a que los representantes de los Estados vayan hacia él: él va hacia ellos, a su propia casa, esta casa que se declara constitucionalmente 'neutra'. Ocupa un lugar entre los responsables de las comunidades civiles y lo hace precisamente como Papa, como Jefe de la Iglesia católica, es decir, de una sociedad espiritual. ¿Qué acogida le hicieron estos responsables, en su mayor parte no cristianos o agnósticos? 'Respeto', 'emoción', 'alegría', 'cordial adhesión', 'profundo reconocimiento': tales son las expresiones que he oído el 5 de octubre último en la Unesco, pronunciadas por miembros de su comité ejecutivo. El sabio soviético Sissakian tuvo interés en hacer notar que hablaba en nombre de los ateos, y el profesor Carneiro subrayó vigorosamente el alcance de la visita del Papa en esta 'fecha' histórica, que había visto a los representantes de todas las formas del pensamiento: cristianos, judíos, budistas, sintoístas, librepensadores, reunidos en torno a un líder religioso»[109].

    Nadie puede medir la importancia que hechos de esta naturaleza pueden tener para el futuro político del mundo.

    Concluyamos: La Iglesia actual está muy lejos de encerrarse en la sacristía. El conjunto de afirmaciones a que hemos aludido, y que necesitaría una exposición mucho más documentada y detallada que la nuestra, parece autorizarnos a hablar de un proyecto político de la Iglesia para el mundo de hoy y para el de mañana. Este proyecto, aunque se mantenga en el terreno moral de la justicia y del bien común, tiene indiscutiblemente una carga política y marca unas direcciones bien determinadas en los objetivos que hoy debe perseguir la actividad política propiamente dicha. Está, sin duda, llamado a ejercer una influencia sobre la política. La Iglesia busca conscientemente esta influencia, que nada tiene que ver con la antigua teocracia ni con las formas más modernas de clericalismo, y con ello no se sale de su misión religiosa.

    La actitud de presencia espiritual y moral de la Iglesia de hoy en el campo político y social, nacional e internacional —que algunos, fieles a sus prejuicios anticlericales, consideran como una extralimitación, una invasión de la Iglesia en campo extraño—, no la aparta de su misión esencial.

    Al contrario, la ha perfeccionado y le ha dado un mayor relieve en el mundo secularizado de nuestro tiempo.

    Interpretada en este sentido, no vacilamos en repetir y confirmar, al término de este libro, la frase que nos había servido de punto de partida: A su modo y según la manera que le es propia, la Iglesia hace política. Y debe hacerla.

 

 

[Notas]

 

[80] «Estado laico y Estado laicizante», Civiltà Cattolica, 19 de enero de 1952.

[81] Sin llegar a tanto, este modo de ver las cosas tiene consecuencias en el terreno práctico. Por ejemplo, Mgr. Huyghe escribe: «La Iglesia es muchas veces asimilada e incluso amalgamada con la sociedad humana. (En Francia) la prensa, la radio y la televisión hablan con satisfacción de las 'autoridades civiles, militares y religiosas', pero yo me resisto a aceptar esta estereotipia heredada del pasado. Si me agrada encontrarme con los jefes de las sociedades humanas, no considero a éstos como 'notables', de los que yo sería el homólogo eclesiástico, sino como hombres a los que reconozco la buena voluntad y en los que aprecio el valor de asumir pesadas responsabilidades». La expresión «los notables» tiene en Francia un sentido bien conocido, y sirve para designar las figuras que hacen y deshacen en el terreno político provinciano. Así a Mgr. Huyghe el papel de ser un notable más entre los notables no le resulta aceptable.

[82] Huyghe: Loc. cit.

[83] Docs. de las Conv. Int. de San Sebastián, núm. 11.

[84] Conferencia «Fe cristiana y acción misionera hoy», abril 1968.

[85] «Gentium», 48. Véase «Gaudium», 38-41-45.

[86] Carta de Pablo VI al cardenal Roy, 14-5-1971.

[87] Los subrayados son nuestros.

[88] «Octogesima adveniens».

[89] Intervención en la semana del pensamiento marxista, enero 1972.

[90] Subrayado nuestro.

[91] Idem, íd.

[92] «No pertenece al Estado, ni siquiera a los partidos políticos [...], el imponer una ideología por medios que conducirían a la dictadura de los espíritus, la peor de todas» («Octogesima adveniens», 25).

[93] «Octogesima adveniens», 23.

[94] Mensaje de Pablo VI a la Conferencia de Teherán en el vigésimo aniversario de la Declaración universal de los derechos del hombre.

[95] Subrayado nuestro.

[96] Junio de 1969.

[97] «Gaudium et Spes», 73.

[98] Idem, íd., 75.

[99] «Octogesima adveniens», 43.

[100] «Octogesima adveniens», 17 y 18.

[101] Op. cit., 45.

[102] «Populorum progressio» y Carta a la LV sesión de las Semanas Sociales de Francia, julio 1968.

[103] «Octogesima adveniens», 15.

[104] «Octogesima adveniens», 23.

[105] «Octogesima adveniens», 43.

[106] «La Santa Sede y el desarrollo», declaración de Mons. G. Caprio, jefe de la Delegación de la Santa Sede en la segunda conferencia de las Naciones para el comercio y el desarrollo» (febrero 1968).

[107] «Puedan las naciones cesar en la carrera de los armamentos y consagrar en cambio sus recursos y sus energías a la asistencia fraterna a los países en vía de desarrollo. Que cada nación [...] dedique una parte de sus gastos militares a un gran fondo mundial para la solución de los problemas de los desheredados (alimentación, vestido, vivienda, cuidados médicos)». (Pablo VI: «Llamada de Bombay», diciembre de 1965).

[108] Véase Mons. Benelli: Hacia un nuevo estilo de relaciones entre la sociedad temporal y la espiritual.

[109] Mons. Benelli, discurso citado.

 

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