Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Aurkibidea
Capítulo I.—La intervención de la Iglesia en la política
I.2. Conflictos de tipo clásico
I.3. Un nuevo estilo de relaciones político-eclesiásticas
I.4. Conflictos y tensiones de nuevo estilo
I.6. Conflictos en procesos de secularización avanzados
I.7. La estrategia mundial de la Iglesia
Capítulo II.—Acusaciones contra la iglesia
II.1. Pares de acusaciones contrapuestas
II.2. La Iglesia se ha hecho revolucionaria
II.3. Indiferencia, oportunismo e infeudación
II.4. La Iglesia, potencia extranjera y beligerante
II.5. Mixtificación y armonismo
Capítulo III.—El planteamiento teórico del problema
III.1. Los principales teóricos
III.2. El principio de no-intervención
III.3. El principio de la autonomía de lo profano
III.4. El principio de la obediencia a la autoridad
III.5. El principio de intervención
III.6. El principio de encarnación
Capítulo IV.—De los principios a la realidad
IV.1. La Iglesia no es indefectible
IV.2. Prudencia, política y eficacia
IV.3. Complejidad de la Iglesia
IV.4. Cuatro planes de la acción «política» de la Iglesia
IV.7. Los seglares y la política
Capítulo V.— La política de la Iglesia
I. La intervención de la Iglesia en la política
¿Interviene la Iglesia en la política? ¿Puede, de hecho, no intervenir en ella? Mirado el problema desde un punto de vista sociológico, ¿cabe siquiera imaginar la posibilidad de que la Iglesia permanezca realmente al margen del acontecer político? ¿Lo político y lo religioso no están llamados, por inevitable ley sociológica, a influirse mutuamente en todos los planos de su actividad? ¿No ha sido así en todos los tiempos, desde que el cristianismo vino a traer, no la paz, sino la guerra a las sociedades humanas?
La cuestión que planteamos aquí es sumamente compleja, tiene muchos aspectos, tanto teológicos como jurídicos, sociológicos, políticos e históricos, y no admite una fácil simplificación. La idea de que los problemas religioso-políticos que hoy se plantean en nuestras sociedades puedan ser plenamente clarificados a partir de dos o tres principios aparentemente simples —como el del «dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»— no pasa de ser una ilusión.
Por otra parte, nuestra cuestión no es una simple cuestión teórica que pueda ser tratada more geometrico. Es un tema que preocupa, e incluso apasiona, en un momento como el actual, en el que la religiosidad parece, por otra parte, estar en baja.
En diferentes partes del mundo se acusa hoy a las iglesias cristianas, así como a los representantes de otras confesiones religiosas, de perturbar el orden político con sus exigencias morales, con su pretendida defensa de la justicia y de los derechos del hombre. ¿Los dirigentes religiosos no se han convertido actualmente en agitadores y perturbadores del orden social? El Papa y los obispos, ¿no actúan en una línea demagógica al lanzar a la circulación pretendidas ideas liberadoras muy hermosas, pero absolutamente irrealizables?
¡Que la Iglesia se ocupe de las cosas del espíritu y de la salvación de las almas y deje a los políticos, a los sociólogos y a los economistas que resuelvan sus problemas! Lo aconsejable y lo prudente —se dice— es que la Iglesia ponga en práctica sus propias doctrinas de autolimitación de sus poderes y de respeto a la independencia del orden profano, y que se abstenga de intervenir en las cuestiones económicas, sociales, culturales y políticas para las cuales sus hombres no tienen ninguna competencia especial.
Por el contrario, en otros medios se culpa a los dirigentes eclesiásticos por sus silencios, por su inhibición ante las injusticias, por su presunta confabulación con los poderes de este mundo. Al no intervenir en la lucha por la libertad y la justicia —se dice—, la Iglesia se desmiente a sí misma, incumple una parte importante de la misión que ella misma confiesa y para la cual ha sido instituida por Jesucristo. «Hay un acuerdo tácito entre los poderes —afirma el antiguo abad de San Pablo, dom Juan Bautista Franzoni— y la Iglesia entra también por desgracia en esta coalición. En todas partes, pero particularmente en Italia, a los poderes económicos, militares y políticos se une el poder religioso mediante un acuerdo tácito que nadie puede negar».
Así, según estos acusadores, la Iglesia no sólo se abstiene de intervenir en la política en defensa de los pobres y de los oprimidos, sino que incluso toma posiciones contra ellos coaligándose con las mismas fuerzas que los oprimen.
La acusación de oportunismo y de «juego doble» completa las anteriores. La Iglesia proclama unos principios muy elevados; pero, en la práctica, nunca falta un Kissinger vaticano —dicen— para poder pactar con quienes los niegan o contradicen. Al Este y al Oeste la diplomacia vaticana se mostrará siempre dispuesta a cerrar los ojos y cubrirá con sus bendiciones a los políticos que actúan en contradicción evidente con sus doctrinas. A última hora los hombres de iglesia que tratan de defender la justicia y la libertad humana serán abandonados a su propia suerte. La Jerarquía los dejará caer, o los promoverá a más altos destinos, donde no puedan resultar incómodos. Con la excusa de que ella no interviene en política, impondrá el silencio a los más osados y se abstendrá de hacer gestos o de adoptar actitudes que puedan comprometerla.
En el fondo, pues, un oportunismo que no tiene nada de divino.
La gravedad de estas acusaciones contradictorias y la sospecha de que, en último extremo, salvadas todas las exageraciones, puede haber algo de verídico en ellas, exige que el problema sea examinado con la mayor atención, tanto desde el punto de vista de la teoría como del de la realidad histórica.
Sabido es que la Iglesia tiene una teoría muy amplia sobre la sociedad política y sobre las relaciones que deben existir entre el poder espiritual y el poder temporal. Desde hace siglos los teólogos y los juristas cristianos se han ocupado de ilustrar esta cuestión, construyendo sistemas que, evidentemente, han ido perdiendo vigencia en el transcurso del tiempo.
En la época contemporánea, y sobre todo a partir de Gregorio XVI, los Papas han dado abundante doctrina acerca de las relaciones de lo político con lo religioso y han explicado, desde el punto de vista de la Iglesia, lo que debe ser la actividad política y el papel que la misma Iglesia está llamada a desempeñar en ese campo. Estas mismas enseñanzas han sido innumerables veces repetidas y aplicadas a situaciones concretas por los Episcopados de muchos países. Disponemos, pues, de un valioso sistema doctrinal.
Pero el examen teórico del problema no basta para el conocimiento del mismo. Forzosamente la teoría ha de ser completada con el análisis histórico y sociológico. ¿Qué ha ocurrido en otros tiempos? ¿Qué ocurre ahora? ¿Cuáles han sido las intervenciones de la Iglesia en el terreno político y qué resultados han tenido? ¿Cómo pueden funcionar estas cosas en la realidad?
Parece que esta investigación debe, sobre todo, concentrarse en el período que va desde el concordato con Napoleón hasta el Concilio Vaticano segundo. Hay a lo largo de dicho período una homología de situaciones que justifica, hasta cierto punto, una interpretación coherente.
Con el último concilio la Iglesia ha entrado, sin duda, en un período diferente. Por ejemplo, su doctrina sobre la libertad religiosa introduce datos nuevos en el problema, y modifica notablemente el planteamiento de las cuestiones político-religiosas en todo el mundo. Se ha entrado así en el período postconciliar, a lo largo del cual están ocurriendo multitud de hechos, grandes y pequeños, en los que se ponen a prueba la «neutralidad» política de la Iglesia y su capacidad de intervención en los asuntos temporales. Tiene mucho interés el examen de estos hechos, a través de los cuales se vislumbra una nueva actitud de la Iglesia ante la política.
Los tiempos en las relaciones Iglesia-Estado planteaban problemas políticos serios parecían ya completamente sobrepasados. El Kulturkampf, el anticlericalismo garibaldino, los papas prisioneros en los palacios vaticanos y los exabruptos de los republicanos traga-curas podían ser considerados como hechos lejanos, cosas de otros tiempos, que hoy ya no preocupan a nadie.
La misma Iglesia —se dice— se ha hecho menos exigente en sus reivindicaciones y los gobiernos han comprendido también la conveniencia práctica de contemporizar con ella.
Así piensan, o pensaban, muchas personas, y la idea de una separación amistosa se había ido abriendo paso en todas partes. Hasta que han empezado a surgir nuevos y extraños conflictos.
Es cierto que en los países del Este la lucha anticlerical, la acción política ateísta y el amordazamiento de la Iglesia producen todavía un estado conflictivo muy grave. Pero, aparte de que cierto deshielo se ha iniciado ya en algunos de esos países, como Polonia y Yugoslavia, muchos creen que los regímenes socialistas, conducidos por su propia lógica, no tardarán en abrirse a una política de mayor tolerancia y respeto a las actividades religiosas.
Sea de esto último lo que quiera, lo cierto es que en Occidente nadie esperaba el actual rebrote de las tensiones político-religiosas.
En un Estado moderno —se decía— las preocupaciones van por otros cauces. El problema de nuestro tiempo es el desarrollo económico, técnico y cultural de los pueblos. La cuestión religiosa ha dejado de constituir un caballo de batalla. La religión es respetada y su práctica es —cada día más— un affaire privée. Los gobiernos tienen otras cosas más importantes de que ocuparse. No se plantean ya aquellas cuestiones filosófico-teológicas que en otros tiempos eran motivo de enfrentamiento entre los partidos. Si las sociedades civiles han dejado de ser confesionales en el sentido clásico de la palabra, esta transformación no es sino una consecuencia del pluralismo sociológico, que es una de las características irreversibles del mundo moderno.
Y, sin embargo, aunque sea bajo formas muy distintas que las del pasado —la Historia no se repite nunca—, la vieja cuestión de los dos poderes o de las dos sociedades, temporal y espiritual, vuelve a plantearse hoy, como veremos en seguida.
Este es un motivo de sorpresa para muchas personas que no habían percibido el hecho de que la tensión entre lo temporal y lo espiritual es, desde el principio del cristianismo, una de las constantes de la historia del mundo civilizado.
El director del debate televisado en julio de 1971 por la Televisión francesa, sobre «La Iglesia y la Política», iniciaba la discusión con estas palabras: «Es un tema candente: un tema que se consideraba sobrepasado y que, sin embargo, rebota ahora inesperadamente. Causa turbación entre los cristianos, pero interesa a todos los franceses, sean o no cristianos. Toda una serie de gestos y de declaraciones recientes han producido de un tiempo a esta parte cierta tensión entre la Iglesia y el Estado». Después de 1971 estos gestos y declaraciones se han multiplicado y el problema no ha dejado de ganar actualidad. Algunos piensan incluso que la Iglesia busca una nueva ruptura.
También René Remond, presidente del Centro de los Intelectuales católicos franceses, se hacía eco, entre otros muchos comentaristas, de esta misma reactualización de un viejo tema:
«El problema, que se creía definitiva y satisfactoriamente resuelto, de las relaciones entre la Iglesia y el Poder público vuelve inopinadamente al primer plano de la actualidad. Hasta hace poco era un axioma de la vida política francesa y una de las ideas más comúnmente aceptadas entre los franceses, la de que este problema había encontrado, tras siglo y medio de luchas, su solución, y que las controversias a las que durante tanto tiempo había dado lugar pertenecían, por fin, a un pretérito révolu. Y he aquí que, de pronto, todo esto parece haber cambiado».
Una reacción análoga de extrañeza se ha producido en España estos últimos días, cuando lo que algunos han llamado el «affaire Añoveros» ha venido a mostrar, de pronto, que algo «no iba» en el terreno de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. (La sorpresa no ha sido tanta para quienes habían ido siguiendo a lo largo de estos últimos años la evolución postconciliar de la Iglesia española y la prudente «operación de despegue» iniciada por ésta desde hace ya bastante tiempo).
El incidente con el señor obispo de Bilbao ha sido, en efecto, para muchos españoles, una señal de alarma, que les ha obligado a plantearse problemas en los que hace mucho tiempo no habían pensado. La armonía entre el Estado y la Iglesia y la colaboración de ésta en la obra del bien común de la sociedad española, eran para ellos hechos adquiridos y no habían vislumbrado que en este terreno pudiera existir el menor motivo de inquietud.
El concordato de 1953 había reafirmado las bases de una colaboración aparentemente sólida entre los dos poderes, y no existía ningún género de conflicto a este respecto. Ahora, en cambio, muchas cosas parecen problemáticas y por todas partes se reconoce que la cuestión debe ser revisada. De este modo, vuelve a la actualidad, también entre nosotros, un tema que parecía ya enteramente superado.
Parece un hecho, en efecto, que la consistencia del equilibrio político-eclesiástico se ha ido deteriorando en el transcurso de estos últimos años[1].
El desarrollo de este proceso, sumamente interesante, tanto desde el punto de vista político como bajo el aspecto eclesiástico, merecerá seguramente, algún día, un estudio minucioso y desapasionado por parte de los historiadores.
No hemos de entrar aquí, evidentemente, en el análisis de unos episodios que se inscriben, sin duda, en el cuadro mucho más amplio de una transformación importante de la sociedad española, y a los que tampoco es ajeno el fenómeno mundial de transformación de la Iglesia en el momento actual.
Por lo que hace a España todos sabemos la importancia que han tenido siempre aquí las cuestiones fronterizas entre la religión y la política.
Algunos quieren quitarle importancia a esto y piensan que el proceso de secularización de la sociedad española está ya lo suficientemente avanzado como para que esta clase de problemas pasen a un segundísimo plano. Otros, por el contrario, se inquietan o se indignan a la vista de «las cosas que ocurren».
Para juzgar acerca de estas cosas no vendrá mal, quizá, repasar la historia del siglo XIX. El primer capítulo del famoso Ensayo de Donoso Cortés que, apoyándose en la frase de Proudhon, se titulaba «De cómo en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica», parece que no ha dejado del todo de tener vigencia en la actualidad.
El materialismo histórico, teoría o ciencia esencial del marxismo contemporáneo, ¿no es también, en el fondo, una gran cuestión político-teológica?
En España se está haciendo ahora una revolución de ideas que en otros países, como Francia, había sido ya realizada hace tiempo.
Nada tendría, pues, de extraño que para nosotros constituyesen problema algunos hechos o sucesos que en otras partes no presentan casi ninguna importancia.
No entraremos —repetimos— en el análisis detenido del caso español. Este deberá hacerse en su día con pruebas documentales que actualmente ni siquiera están a disposición de los curiosos[2].
Importantes o no para el futuro, estos hechos acaecidos en España han atraído nuestra atención sobre el tema y nos han impulsado a examinar el panorama político-eclesiástico del momento actual en el mundo entero. A la vista de nuestros resultados, creemos que la expresión que acabamos de utilizar como subtítulo «un tema candente» no parecerá exagerada al lector que se asome a las páginas siguientes.
I.2. Conflictos de tipo clásico
España no es —evidentemente— el único país en el que, en el momento actual, se planteen cuestiones relacionadas con la independencia política de la Iglesia. El hecho se produce también en otras partes del mundo, incluso de modo violento, en formas y tonos muy diversos y con profusión muy superior a la que algunos suponen.
Un vistazo al panorama internacional basta para darse cuenta de que la Iglesia lucha hoy en campo abierto contra los poderes de este mundo, es decir, contra los injustos poderes político-económicos que oprimen a los hombres y pretenden dominarlo todo. En unión con otras fuerzas religiosas y morales del mundo, y ocupando un lugar preeminente entre ellas, la Iglesia combate, por sus propios pacíficos medios, contra todas las formas de opresión del hombre y del espíritu.
El hecho de que la Iglesia tenga que luchar hoy no puede extrañar a nadie, ya que —exceptuando cortos intervalos y experiencias de ilusorios triunfalismos— no ha hecho otra cosa que eso en los veinte siglos de su existencia, desde las catacumbas hasta la era atómica.
Sin embargo, en las batallas actuales de la Iglesia hay algo de nuevo en comparación con el pasado.
En los últimos tiempos, desde la Revolución francesa hasta el presente, la Iglesia había combatido sobre todo para defender su propia libertad de acción frente a la ofensiva de los Estados modernos. Defendía, pues, la libertad para el ejercicio del culto católico; la enseñanza y la formación religiosa de los jóvenes; el mantenimiento de su propia organización eclesiástica, con exclusión de toda intromisión estatal; la familia y el matrimonio cristianos, vivero de la propia Iglesia, y otros objetivos análogos a éstos.
Es evidente que esta lucha no ha cesado del todo. Continúa en ciertos países, donde estas exigencias elementales son negadas, total o parcialmente. Esto lleva a situaciones conflictivas muy graves, sobre todo en algunos Estados en los que la Iglesia no ha logrado todavía un estatuto mínimo aceptable que garantice su propia existencia.
Los conflictos de esta clase pueden ser considerados como conflictos político-eclesiásticos de «tipo clásico», y así los denominamos. En efecto, son análogos a los que surgieron en la lucha de la Iglesia con los Estados liberales a lo largo de un siglo de revoluciones burguesas. Análogos conflictos se reproducen ahora en algunos países del Este, a veces con más fuerza aún que en el pasado, por el hecho de que la ideología marxista es mucho más poderosa y coherente que la que inspiraba al liberalismo decimonónico.
Es interesante subrayar esta analogía en algunos detalles. Así, por ejemplo, la Revolución francesa intentó, inútilmente, en su primer tiempo, establecer una Iglesia nacional libre de toda tutela ideológica o disciplinar por parte del Papado. Ahora bien, este mismo propósito ha reaparecido en la posguerra en Estados como Checoslovaquia y Hungría, terminando también en fracaso. En China, en cambio, a partir de la famosa doctrina de las tres autonomías, la Iglesia nacional parece haberse instalado por el momento, pero su porvenir religioso es sumamente problemático.
En un segundo tiempo, los revolucionarios franceses se propusieron obtener la sumisión de la Iglesia al Estado por medio del juramento republicano impuesto a los sacerdotes. Los curas juramentados introducían la división y el poder del Estado en la Iglesia, y es evidente que —independientemente de toda consideración política— ésta no tenía más remedio que rechazarlos. En nuestro tiempo, problemas análogos fueron planteados por el funcionamiento de los «curas de la paz» y los «curas patriotas» de Polonia, Hungría y Checoslovaquia[3].
Todavía hace unas semanas, en Polonia —donde, sin embargo, las relaciones de la Jerarquía con el Gobierno son relativamente buenas—, el Episcopado ha protestado contra la obligación que se impone a los curas de prestar un juramento de fidelidad al Estado antes de asumir una función religiosa. «De este modo —dicen los obispos— se pone en duda la lealtad cívica del clero polaco, a pesar de que esta decisión fue tomada en un contexto que remonta a los años cincuenta y que está en contradicción con las decisiones de Vaticano II». En efecto, los obispos recuerdan que, según una de estas decisiones, «la Iglesia tiene derecho a nombrar, sin injerencia de las autoridades civiles, a los sacerdotes que han de ocupar puestos en la Iglesia». Los curas estiman, por su parte, que la obligación que se les impone por el Estado es discriminatoria con relación al sistema de deberes y derechos de los ciudadanos polacos.
Vemos, pues, a través de este ejemplo que los conflictos de tipo clásico entre la Iglesia y el Poder político se reproducen hoy con arreglo a modelos muy parecidos a los de la lucha de la Iglesia frente al Estado burgués.
Otro ejemplo nos lo suministra la actual situación en Checoslovaquia. La minuciosidad con que varios de los reglamentos comunistas limitan el ejercicio de la actividad sacerdotal, somete ésta completamente al control del Estado. Así, por ejemplo, en Eslovaquia, para que un cura pueda hacerse cargo de la administración de una parroquia se le exige una autorización gubernativa previa; para ejercer en la misma parroquia la actividad pastoral propiamente dicha, necesita autorización distinta, y si su acción ha de extenderse a otras parroquias, una tercera, en la que se fija el tipo de actividad y la demarcación geográfica a la que aquélla podrá alcanzar. Sin este requisito un cura de una parroquia no puede, por ejemplo, celebrar la misa en otra, etc.
La enseñanza religiosa está también estrechamente controlada. Hace unos años, un periódico de Bratislava declaraba: «Nuestro Estado no puede renunciar a educar a los ciudadanos según el espíritu del comunismo científico. Las comunidades religiosas, y en particular la Iglesia católica, han intentado infiltrarse en nuestro sistema ideológico, con ayuda de centrales extranjeras de ideología religiosa, saliéndose así del dominio estricto de la religión y de la fe». Estas palabras fueron escritas en 1970, y las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Las mismas nos dan una idea del concepto que los políticos eslovacos se forman del «dominio de la religión y de la fe».
Se comprende, pues, que en estas condiciones las relaciones de la Iglesia y el Estado checoslovaco no pueden menos de ser terriblemente conflictivas. Es cierto que en la actualidad se vislumbra la posibilidad de que se llegue a un acuerdo y a una situación más soportable en este país.
Pero si hemos citado estos ejemplos —que podrían multiplicarse— es únicamente para mostrar la permanencia de tal género de conflictos que han caracterizado más de un siglo de historia político-religiosa en Europa.
I.3. Un nuevo estilo de relaciones político-eclesiásticas
Los conflictos político-eclesiásticos de tipo clásico a los que acabamos de aludir no son quizá los más importantes para el futuro.
En efecto, en gran parte del mundo la Iglesia encuentra hoy garantizadas unas condiciones de existencia suficientes para permitirle ejercer, con más o menos amplitud, su misión religiosa. No tiene, pues, necesidad de luchar en este terreno. Sin embargo, aparece ahora una nueva fuente de conflictos que pone a la Iglesia en evidencia ante el mundo y que es causa de gran indignación y escándalo por parte de muchos cristianos de mente tradicional.
En efecto, a partir de Juan XXIII, la Iglesia ha adoptado una actitud nueva que, en cierto sentido, había sido ya preparada por Pío XII en su oposición al totalitarismo.
En 1966, Mons. Benelli, entonces observador permanente de la Santa Sede en la UNESCO, se refirió, en un discurso dirigido al Comité de las O.I.C., a un «nuevo estilo de relaciones entre la sociedad espiritual y la sociedad temporal».
¿En qué consiste esta novedad de estilo y cuáles pueden ser las causas de tensión entre la Iglesia y los Estados dentro del nuevo contexto?
Parece que podemos contestar por nuestra cuenta a estas preguntas partiendo de los textos en los que la propia Iglesia viene definiendo sus exigencias ante las sociedades políticas de nuestro tiempo.
En la actitud de la Iglesia se observa hoy una mayor apertura hacia el hombre y su mundo. Las libertades cívicas, cuidadosamente reconsideradas en su perspectiva actual por el Concilio, no son ya condenadas como en otros tiempos. La Iglesia reconoce que «una conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar las propias opiniones y de profesar privada y públicamente la religión»[4].
La Iglesia defiende hoy los derechos del hombre. El Papa y los obispos citan con frecuencia, como un punto de referencia fundamental —aunque no enteramente incontestable—, la «Declaración Universal de los Derechos Humanos».
En otras épocas la Iglesia había reivindicado, sobre todo, los derechos de lo sagrado y de la verdad, lo que algunos llamaban los «derechos de Dios». El apotegma «sólo la verdad tiene derechos» limitaba en cierto sentido el campo de acción de la Iglesia para la defensa de los derechos humanos.
En vísperas del Concilio este principio era ya muy discutido. Sus contradictores afirmaban que se trataba de una hipóstasis incorrecta, ya que en el mismo se atribuye a la verdad metafísica e incorpórea una especie de naturaleza humana, como si la verdad en sí misma pudiera tener o dejar de tener derechos. «Son los hombres, y no los conceptos —decían—, los únicos portadores de derechos en la relación social».
Lo grave es que, aplicando el citado principio a la vida ciudadana, algunos concluían que sólo los hombres que «están» en la verdad tienen auténticos derechos en el orden ideológico, es decir, que, en definitiva, la única libertad religiosa e ideológica reconocida era la de los católicos unidos a la Iglesia católica, exclusiva fuente de verdad religioso-moral.
De esta manera, la afirmación de unos derechos universales, sin distinción de religiones e ideologías, resultaba tácitamente imposible. La misma expresión «derechos humanos» sonaba en muchos oídos católicos como una formulación laicista, modernista o humanista, en el sentido holandés de la palabra.
Este estado de ideas cambia completamente con Juan XXIII. Puede decirse que este hombre genial, además de gran pontífice, inaugura un nuevo talante eclesial. No es que cambien las doctrinas ni los principios; lo que principalmente cambia es la actitud misma de la Iglesia respecto al mundo profano.
Pío XII ya había dicho que la cuestión de los Estados totalitarios, la limitación del poder civil y las relaciones del hombre con la sociedad, a pesar de no ser cuestiones estrictamente religiosas, sino más bien políticas, no dejaban indiferente a la Iglesia y que era de la competencia de ésta el intervenir en este terreno en nombre de la ley natural y de la ley moral revelada. Así la Iglesia se reserva el derecho a defender al hombre frente a los poderes políticos invasores.
Con Juan XXIII se da un paso adelante. Si hasta entonces parecía que la Iglesia había promovido, sobre todo, los derechos del «hombre que está en la verdad» —la verdad generadora de derechos—, Juan XXIII rasga ampliamente los ventanales del edificio, realizando esta ambiciosa operación con gran sencillez, como todo lo suyo. Todo consistía, al menos en un primer momento, en introducir una pequeña alteración en la frase, un pequeño matiz; pequeño, pero sustancial. Juan XXIII habla por primera vez, no de lo que se había llamado «el derecho del hombre a la verdad», sino del «derecho de cada individuo a buscar la verdad libremente», lo cual, evidentemente, cambia mucho el planteamiento del problema.
Tal derecho es reconocido por Juan XXIII a todos los hombres sin diferencia ni discriminación, ya que se funda en la «dignidad de la persona» y no en las verdades o en los errores que cada hombre pueda profesar. Así, en la «Pacem in Terris» alaba la Declaración de la ONU, porque en ella «se reconoce solemnemente a todos los hombres sin excepción la dignidad de la persona humana y se afirman los derechos que todo hombre tiene a buscar libremente la verdad, cumplir los deberes de la justicia, observar una vida decorosa y otros derechos íntimamente vinculados con éstos».
A partir de Juan XXIII la Iglesia asumirá claramente la defensa, en el terreno moral, de los derechos universales, inviolables e inalienables de los hombres frente a cualquier clase de poder opresor.
Más tarde la doctrina conciliar sobre la libertad religiosa partirá de este mismo punto: «la dignidad de la persona humana es, en nuestro tiempo, objeto de una conciencia cada vez más viva; son cada vez más numerosos los que reivindican para el hombre la posibilidad de obrar en virtud de sus propias opciones y de su libre responsabilidad, no bajo la presión o la coacción, sino por la conciencia de su deber. Exigen asimismo que sea jurídicamente delimitada la intervención de los poderes públicos, a fin de que no se circunscriba demasiado estrechamente el campo de una franca libertad, ya se trate de las personas o de las asociaciones».
La vida social y política es así vista por la Iglesia bajo una luz nueva, que hasta el presente no había aparecido con la misma claridad.
Esta doctrina nos coloca, pues, como habíamos anunciado, ante «un nuevo estilo» de relaciones político-eclesiales.
Ahora bien, como consecuencia de este nuevo estilo pueden surgir, y surgen de hecho, entre la Iglesia y los Estados, tensiones y conflictos bastante distintos de los que antes habíamos llamado «de tipo clásico». Durante siglo y medio la Iglesia había luchado con los Estados liberales y socialistas para defender su propia existencia, su actividad religiosa y su sagrada independencia. Ahora lo hace también para defender los derechos de los hombres, y se opone a las limitaciones injustas de la libertad o a las situaciones de miseria en las que hombres y pueblos se ven encerrados a causa de los abusos de poder.
Por otra parte, dentro de esta misma perspectiva, la defensa de la libertad es considerada como una de las condiciones necesarias para una auténtica evangelización. Allí donde los derechos fundamentales no sean respetados, no será tampoco posible una correcta difusión del Evangelio. Por el contrario, allí donde existan situaciones de libertad, la Iglesia podrá acogerse a ellas y no tendrá necesidad de reclamar ningún estado de privilegio. De esta manera la Iglesia hallará «las condiciones de derecho y de hecho» más propicias para el ejercicio de su misión.
I.4. Conflictos y tensiones de nuevo estilo
Un país que puede servirnos de ejemplo para explicar este género de conflictos es el Brasil.
En el Brasil los obispos reclaman públicamente que el Estado «vuelva a una situación jurídica normal por medio de una Constitución capaz de responder a los intereses reales y a las aspiraciones de la nación». Esta exigencia —añaden— «comporta otra evidente y es la del funcionamiento normal de los poderes legislativo y judicial». Condenan las violencias empleadas por agentes de la autoridad, los «procesos lentos y precarios», las detenciones injustificadas. Sin ambages protestan del empleo de la tortura, de la que en algunos casos afirman tener pruebas directas e incontestables. «Seríamos culpables —añaden— si no insistiésemos para afirmar nuestra postura contra ese género de procedimientos». Requieren el lanzamiento «de una política global, en la que el hombre sea el centro de los objetivos y de las preocupaciones», y exigen a los seglares católicos que, como miembros de la Iglesia, se ocupen de esta tarea.
En todo esto, como vemos, no se trata ya tanto de la defensa de la Iglesia, de los curas, los religiosos o los obispos fichados o perseguidos, como de la defensa de los pobres y de los oprimidos. En última instancia, cuando, a consecuencia de sus predicaciones o de sus intervenciones políticas, los curas se ven metidos en complicaciones, las tensiones empiezan a tomar el cariz clásico; pero solamente en cuanto a la forma: el fondo y la motivación de estos conflictos pertenecen por completo al nuevo talante eclesial inaugurado por Juan XXIII.
Ahora bien, cabe preguntarse si todos estos gestos y actitudes de la Iglesia brasileña no constituyen pura y simplemente un caso de clericalismo o de intromisión en los asuntos civiles, verdaderamente intolerable para los gobernantes brasileños. La Iglesia —dicen éstos— no tiene derecho a criticar el funcionamiento de los organismos estatales, ni menos aún a formular acusaciones deshonrosas para las fuerzas y agentes del Gobierno. Tampoco puede hacer el juego de los grupos subversivos al servicio de la revolución.
A esta acusación de injerencia los obispos contestan: «No. No hay en nuestros actos ningún propósito clerical. El cristianismo trasciende a las formas de gobierno y a los regímenes políticos, pero su mensaje no puede ser indiferente a la situación concreta del pueblo. En virtud de su propia misión evangélica, la Iglesia está llamada a ejercer una función crítica desde el punto de vista moral de todas las actividades temporales. Si no le corresponde a ella el dirigir oficialmente el proceso de transformación de las estructuras temporales, sí le pertenece, en cambio, presentar, a la luz del Evangelio, los modelos o los proyectos de vida social que puedan ser más conformes a la justicia». «Nosotros podemos equivocarnos, pero el juicio relativo a la predicación, auténtica o no, del Evangelio, es de la competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica». (Nota oficial del 4 diciembre 1968).
Según su nuevo talante, la Iglesia ¿va entonces a dedicarse a hacer política? Todo depende —responderíamos nosotros— del concepto que se tenga de la política y de lo que se llame «hacer política».
Un documento, discutible, sin duda, pero muy sintomático, respecto de lo que puede ser, hoy o mañana, la nueva actitud de la Iglesia, es el dirigido por un grupo de sacerdotes y seglares al arzobispo de Belo Horizonte. En él aparece clara la distinción entre las dos clases de conflictos que, a nuestro juicio, cabe distinguir. «Estamos persuadidos —dicen los firmantes del documento— de que para la Iglesia lo más importante en el momento actual no es la liberación de los padres de Horto (los religiosos que habían sido detenidos), ni las garantías que puedan darse de que no habrá más detenciones de sacerdotes. Lo más importante es la denuncia de la injusticia que se encuentra instalada en el país. Es, en efecto, importante que la Iglesia se comprometa con los hombres, sobre todo con los más desheredados, reconociendo en ellos las exigencias del respeto a la persona humana, tanto como en los miembros de su propio clero... Guardémonos de un diálogo que tratase de obtener concesiones para la Iglesia a cambio de una proclamación mediatizada del Evangelio».
La defensa de la persona debe pasar, pues, en algunos casos por encima de la seguridad o la paz exterior de la Iglesia. Está claro que se trata de dos combates distintos, aunque muy estrechamente relacionados: el combate de la Iglesia por su propia subsistencia como iglesia y el combate de la Iglesia en defensa de la persona humana y de la justicia de los pueblos.
En el sínodo de 1971, un obispo vietnamita, monseñor Nguyen Kim Dien, preguntaba con mucha sorna: «Hay obispos presos por la defensa de la Iglesia. ¿Los habrá también presos por la defensa de los derechos del hombre?».
La defensa de los derechos de los hombres —más aún que la de los Derechos del Hombre— hace aparecer a la Iglesia, algunas veces y a los ojos de algunas personas, como una causa de subversión, cuando no como una fuerza revolucionaria. En algunos momentos se le acusa de actuar en favor del comunismo y de estar ella misma —la propia Iglesia— invadida por los hombres y las ideas marxistas. Los obispos brasileños se defendían en 1969 de esta acusación rechazando la idea, lanzada en parte desde medios oficiosos, «de que la Iglesia se encuentre enfrentada con una crisis irremediable y que la indisciplina o la desorganización estén a punto de destruir sus valores reales».
Hemos citado el Brasil como ejemplo de esta nueva problemática político-eclesiástica, que en otros tiempos hubiera sido ciertamente inimaginable. Sin embargo, este mismo fenómeno se extiende a otros países.
El caso de Paraguay es, por ejemplo, bastante parecido al de Brasil. Aunque los obispos paraguayos no parecen deshacerse todavía del todo de la preocupación de defensa de la Iglesia (conflictos clásicos), asumen también ampliamente, y cada vez más, la defensa del hombre paraguayo frente a la presión del Estado.
Así la carta del arzobispo de Asunción, monseñor Rolón, al presidente del Consejo de Estado, en febrero de 1971, es suficientemente explícita a este respecto: «... Desde hace algún tiempo la Iglesia del Paraguay, que aparentemente mantiene buenas relaciones con las autoridades nacionales, se encuentra, en realidad, en la imposibilidad práctica de colaborar en el gobierno, principalmente a causa de los abusos crecientes y de las violaciones evidentes de los derechos del hombre más elementales». El arzobispo afirma el acuerdo completo de la Iglesia paraguaya con las enseñanzas sociales de la Iglesia conciliar, en particular en lo que concierte a la solidaridad de la misma con el hombre concreto y con su desarrollo humano y cristiano. A continuación el arzobispo da cuenta de las medidas que adopta para significar su disgusto por la situación del país: «He tomado la decisión libre y personal de no asistir a las reuniones (del Consejo de Estado), y esto como signo de desacuerdo con la situación de la nación, tanto a causa de las violaciones de los derechos del hombre como de las relaciones (del Gobierno) con la Iglesia». Esta actitud —dice— ha sido consultada previamente con el resto del Episcopado y ha sido aprobada por éste: «en las circunstancias particulares por las cuales pasa el país, no es justo ni razonable que la presencia del arzobispo en el Consejo de Estado pueda ser interpretada por el pueblo y por los fieles como una aprobación del comportamiento de las autoridades y como una dependencia de la Iglesia respecto a los Poderes civiles».
La impresión que causa este documento se refuerza por la declaración colectiva del Episcopado paraguayo del 18 de diciembre del mismo año: «Nosotros, los obispos del Paraguay, reunidos en Asamblea —dice la declaración—, hemos comprobado, como pastores de todos nuestros fieles, una profunda aspiración a la liberación total de las opresiones que pesan sobre el alma paraguaya. Comprobamos también que los profundos deseos de paz verdadera, de solidaridad y de justicia son paralizados y frustrados por un pesado clima de inseguridad, de divisiones e incluso de persecuciones». Y a continuación el documento publica dos largas listas de injusticias y de violaciones de los derechos de la persona humana, entre los cuales podemos entresacar las siguientes: «violación de los derechos de la persona humana por la situación de los prisioneros políticos; atentados a la integridad física de los detenidos; éxodo; insuficiencia y precariedad de la reforma agraria; restricciones injustificadas de la expresión de la opinión pública; cuasi monopolio del Estado sobre los medios de comunicación social; masificación del pueblo, en el que se frena y ahoga la toma de conciencia de sus derechos por una propaganda bien organizada, destinada a adormecer a la gente con una paz ficticia; liquidación y politización sistemática de todos los grupos de equilibrio social».
Según información publicada por Ecclesia, el 18 de mayo de 1972 el presidente de la Conferencia episcopal firmaba en nombre de ésta un documento en el que se hablaba del clima de persecución sistemática contra la Iglesia por el hecho de haberse ésta solidarizado con «el hombre concreto paraguayo oprimido y envilecido por las estructuras actuales».
Y refiriéndose al caso del jesuita paraguayo José Luis Carabias, y de algunos otros sacerdotes, el obispo revelaba la existencia de malévolas campañas contra obispos, curas y religiosos, a los que se acusa de inmoralidades y de actitud subversiva «precisamente por ponerse del lado de los pobres y de los oprimidos».
Muy lejos del Paraguay, en posición casi antipódica con éste, se encuentra Corea del Sur, otro país anticomunista y —por necesidad geográfica, quizá— manifiestamente autoritario. Allí también existe una «tensión creciente entre la Iglesia y el Estado»[5]. «El Estado no acepta que los obispos protesten contra la corrupción y prediquen la justicia social». El cardenal Stephen Kim, arzobispo de Seúl, declara en su mensaje de Pascua que «hay una ausencia de diálogo muy significativa entre el pueblo coreano y el actual Gobierno». Según explica un secretario de la Nunciatura, la tensión se debe sobre todo al hecho de que «la Iglesia predica las encíclicas sociales y denuncia la gran diferencia existente entre los ricos y los pobres»[6].
Se ha de tener en cuenta que en Corea predomina el budismo. El número de católicos no pasa de doscientos mil, y el total de los cristianos es de unos seiscientos mil sobre una población de treinta y dos millones. Los cristianos constituyen, por tanto, una débil minoría. Sin embargo, el arzobispo de Seúl parece hablar en nombre de todo el pueblo coreano al acusar al Gobierno del divorcio que mantiene con éste. En este caso los representantes de la Iglesia asumen, pues, la defensa del hombre coreano y no la de los derechos de la propia Iglesia en Corea. También aquí cabe preguntarse: ¿es esto política, clericalismo o subversión?
La cuestión merece la pena de ser dilucidada a fondo. En cualquier caso, puede servirnos también de modelo de lo que hemos denominado anteriormente «conflictos de nuevo estilo».
La descolonización, más o menos frustrada en algunos casos, ha producido asimismo nuevos conflictos políticos entre las Iglesias y Estados. Queremos referirnos al caso de los nuevos Estados que acceden a la independencia después de la guerra mundial. Estas tensiones siguen existiendo actualmente en diversos países, como, por ejemplo, Zaire, el antiguo Congo belga, y en otros todavía sometidos a la dependencia colonial, como Mozambique.
En nuestro recorrido por el mundo tenemos que detenernos, siquiera un momento, en algunas de estas situaciones que corresponden a un tipo especial de tensiones político-eclesiásticas.
La acción misionera y la acción colonizadora no se han diferenciado, quizá, suficientemente, en el transcurso de los siglos. Esto ha dado lugar a una lamentable confusión entre ambos tipos de actividad, la primera de ellas espiritual y pastoral; la segunda, civilizadora y económico-política.
Hoy parece probado que, hasta tiempos recientes, muchos misioneros incurrieron en este error fundamental[7] en la evangelización de los pueblos subdesarrollados.
Imbuidos de prejuicios nacionalistas —cuando no imperialistas— los misioneros pensaban de buena fe que estas poblaciones, a las que se consideraban primitivas o incivilizadas, saldrían ganando al adoptar la cultura y la lengua de las metrópolis coloniales. El cristianismo entraba de esta manera a través de la cultura del país ocupante o colonizador.
Para la mayor parte de estos misioneros, evangelizar en África o en Asia equivalía, pues, a europeizar a los indígenas con la colaboración de los servicios culturales de cada Estado. No había gobierno de país colonizador que no aplicase o favoreciese estos procedimientos. Así, la Francia anticlerical y laicista ponía en juego en las colonias el brillante papel de hija predilecta de la Iglesia.
Sin embargo, no todos los misioneros pensaban de esta manera y la actitud desidente, y más consciente, de algunos de ellos producía el desagrado, tanto de la superioridad eclesiástica como de la civil.
Un caso muy conocido es el del P. Lebbe, figura realmente extraordinaria, acerca de la cual publicó en 1956 una biografía «escandalosa» nuestro inolvidable amigo el profesor Leclercq de Lovaina.
Leclercq presentaba la figura de Lebbe bajo una perspectiva que chocaba con la mentalidad entonces reinante en los medios misioneros. «En China —escribía Leclercq—, y en la época del P. Lebbe, muchos misioneros presentaban una fórmula de cristianismo que impedía ser chino».
La reacción contra esta denuncia formal de los procedimientos misioneros no se hizo esperar. Ciertas asociaciones misioneras se produjeron enérgicamente contra la obra de Leclercq, y ésta mereció incluso una de aquellas severas notas condenatorias oficiosas, firmadas A.A., cuyo contenido hubiera sido hoy absolutamente inconcebible.
En una publicación misionera muy conocida[8] se llegó a decir que la obra de Leclercq «proporcionaba justificaciones católicas a las acusaciones comunistas». Es decir, que no se debía hablar de tales cosas para no darles un tanto a los marxistas.
Este incidente nos demuestra la enorme distancia que ha recorrido la Iglesia en el último cuarto de siglo, al cambiar radicalmente su mentalidad en un punto tan delicado como la acción misionera.
Aunque no sea más que a título de curiosidad histórica, recordaremos también el caso del dominico español P. Nozaleda, que fue arzobispo de Manila, y cuya conducta prudente en Filipinas, sobre todo en el caso Rizal, le atrajo las iras de una parte de la opinión española. La campaña contra él arreció, sobre todo, al proponerle Maura para el arzobispado de Valencia. El P. Nozaleda tuvo que defenderse públicamente y también le defendieron el propio Maura, en un discurso parlamentario y don Severino Aznar en un libro titulado El «affaire» Nozaleda (Madrid, 1904).
Unamuno se refiere a este asunto en su ensayo Religión y Patria, y sus argumentos resultan hoy día mucho más conciliares que los de los detractores de Nozaleda. Mientras El Imparcial atacaba a éste por su actitud «antipatriótica», lamentando que el prelado no hubiera sido capaz de una actitud como la de «aquellos obispos gloriosos que se arrodillaban ante los altares y luego acudían a la muralla a exhortar a los débiles y bendecir a los esforzados en el combate», Unamuno afirmaba que no había derecho a juzgar a Nozaleda como si fuese un funcionario del Estado, ni a condenar su acción pastoral al servicio de las almas, que era lo que realmente le correspondía como obispo.
En la actualidad, en los países ex-coloniales o a punto de descolonizarse puede decirse que esta clase de asuntos está al orden del día. El caso de Mozambique lo prueba claramente. La mayoría del Episcopado de este territorio parecía responder —por lo menos antes del 25 de abril— a la concepción clásica, antes expuesta, de la «evangelización-colonización». En el choque que se produjo entre los obispos y los misioneros, primero con los Padres Blancos y después con los Combonianos, la principal preocupación de los prelados era la de defender las excelencias del sistema colonial del Gobierno portugués.
Como es sabido, la expulsión del obispo de Nampula, Mons. Manuel Vieira Pinto, disidente de la opinión episcopal mayoritaria, y de once misioneros combonianos ha sido el final de este asunto, en el curso del cual Roma apoyó con decisión, según parece, la actitud del obispo de Nampula. Las tensiones con el Portugal de Caetano, promovidas por los últimos incidentes citados, y anteriormente por la visita al Papa de tres miembros del movimiento de liberación de las colonias portuguesas, son un ejemplo representativo de los conflictos a los que nos estamos refiriendo.
En otros países africanos nos encontramos también con enfrentamientos del mismo género, aunque cada uno de ellos con su matiz propio. Así en Rhodesia el principal caballo de batalla de las diferencias entre Estado e Iglesia está en la segregación racial y en el injusto reparto de tierras entre blancos y negros, que condena a éstos a la miseria (45 millones de acres para 250.000 blancos y 45 millones de acres para cuatro millones y medio de negros). Los episcopados católico y protestante han elevado sus voces contra ese estado de cosas y los obispos son tachados de revolucionarios y subversivos por su defensa de la justicia y del derecho del pueblo de color. «Los obispos —dijo el ministro Nicolle— han sustituido el báculo episcopal por el tridente de Satán».
En Zaire la Iglesia se encuentra, en cambio, ante una vidriosa revolución arcaico-cultural, la llamada «campaña de retorno a las fuentes de la identificación ancestral». El último conflicto importante se polarizó en torno a un artículo publicado por el boletín católico África Cristiana, en el que se criticaba dicha desorbitada campaña. Entonces, el jefe del Estado, presidente Mobutu, se irritó; hubo detenciones, ocupaciones de locales religiosos y, finalmente, expulsión del cardenal Malula, que tuvo que trasladarse a escape a Roma. Durante su ausencia, una orden gubernamental prohibió incluso que se rezase por él en las iglesias. Las aguas se serenaron más tarde y Malula pudo volver a Kinshasa en mayo del 72, pero las tensiones político-eclesiásticas han continuado después a través de una serie de incidentes.
I.6. Conflictos en procesos de secularización avanzados
Leídos los párrafos anteriores pudiera creerse, quizá, que, en la actualidad, los conflictos entre la Iglesia y los Estados únicamente se producen en situaciones de insuficiente desarrollo político, como, por ejemplo, ciertas repúblicas latinoamericanas en trance de revolución social, en determinados países afectados todavía por la crisis de la descolonización o por las oposiciones racistas, o en algunos Estados secularistas, aún en construcción, en los que la pretendida «superación» del hecho religioso por la ideología materialista no ha sido lograda todavía.
Sin embargo, no es así: la tensión político-eclesiástica aparece también en otras sociedades más perfeccionadas o mejor acabadas cultural y políticamente, como Italia y Francia, a las cuales nos referimos únicamente a título de ejemplo. En efecto, en otros muchos países puede también hablarse de un proceso avanzado de secularización que no se considera incompatible con la presencia de la Iglesia en la vida pública, pero en el seno del cual no dejan de producirse tensiones y conflictos[9].
En la Italia democrática, lo mismo que en la Italia fascista, los remolinos y las implicaciones político-religiosas son frecuentes, el pan nuestro de cada día, puede decirse. Pero Italia es un caso muy especial, tanto por su proximidad geográfica a los órganos centrales de la Iglesia como por la mayoritaria presencia italiana en ellos, y sobre todo a causa de las relaciones históricas y afectivas que le unen a la Santa Sede.
No en vano han existido, durante muchos siglos, los Estados temporales de los Papas y éstos han desempeñado un papel importante en la política italiana a lo largo de mil quinientos años de historia, desde la invasión de los bárbaros hasta la constitución del Estado italiano unificado.
Los acuerdos de Letrán no han dado fin a esta situación. Al contrario, la han prolongado en un sentido muy sutil. Italia es el único país del mundo que tiene en su propio territorio un enclave eclesiástico, dotado además de una original soberanía temporal-espiritual.
La sensibilidad del Vaticano hacia los movimientos de la política italiana constituye un hecho bien conocido. A menudo se ha visto, en estos últimos tiempos, a los obispos italianos —e incluso en algunas ocasiones al propio Pontífice romano— adoptar «posturas electorales», sea directamente a través de indicaciones y documentos pastorales que no dejaban lugar a duda sobre los deseos de la Jerarquía, sea por medio de organizaciones laicales parapolíticas, un tanto discutidas, como lo son, por ejemplo, los Comités cívicos de Luigi Gedda.
Estas intervenciones raras veces dejan de levantar la indignación de los políticos adversos: protestas y ataques en la prensa, en el senado, en la cámara de diputados o en las asambleas de los partidos; acusaciones de anticonstitucionalidad o de infracción de los acuerdos de Letrán; reclamaciones ante los tribunales, etc.
Recuérdense, por ejemplo, entre algunos hechos ya un poco lejanos, el caso del obispo de Prato, en el que éste fue condenado por el tribunal local por haber denunciado como pecadores públicos a dos bautizados que se habían casado civilmente, y el asunto de Mineo, donde la profanación de un crucifijo dio lugar a una delicadísima cuestión jurídica, que finalmente tuvo que ser zanjada por el alto Tribunal constitucional.
Más próximo a nosotros tenemos el ejemplo de la politización del referéndum sobre el divorcio. Muchos divorcistas acusan a la Iglesia de invadir el terreno civil con sus presiones.
Al final, lo que era una cuestión de ética social —pues la Jerarquía estimó más conveniente para la moral del pueblo italiano el mantenimiento de la indisolubilidad también en el terreno civil— se ha convertido en un asunto de política electoral.
Mientras el MSI se presenta como el campeón de la Iglesia, una fracción importante de la Democracia cristiana se encuentra en un compromiso, no queriendo dejar en manos de los fascistas esta baza. Los demás partidos hacen cada uno su juego en función de sus propios intereses políticos.
El fondo moral del asunto parece que no interesa a casi nadie. Sin embargo, aunque la decisión competa a las instituciones civiles, nadie puede negar que la misma ha de tener un alcance ético indiscutible en el pueblo italiano.
Esta interferencia entre lo político y lo moral o lo religioso, sobre todo en un país como Italia, parece un hecho inevitable y su constatación nos reconducirá, al tratar más adelante este punto, al terreno de la realidad sociológica.
En Francia, de la que ya hemos hablado antes de pasada, las cosas se presentan de un modo distinto. Los incidentes político-eclesiales, si es que existen, se producen de un modo discreto y, para la mayor parte de los franceses, invisible. Los tiempos de Combes y de Waldeck-Rousseau están ya muy lejos. Nadie piensa hoy en rupturas diplomáticas, en cierres de conventos, en inventarios de bienes eclesiásticos, ni en nada parecido. La historia de la separación es una larga y conocida historia que conviene repasar rápidamente.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado se habían regido en Francia durante más de un siglo por el Concordato concluido en 1801 por el primer cónsul Bonaparte y el Papa Pío VII. Entre los años 1899 y 1904 los incidentes entre los gobiernos anticlericales franceses y la Santa Sede se multiplicaron: el Concordato no parecía ser otra cosa que una fuente de mayores discordias, razón por la cual Clemenceau le aplicaba el remoquete de «discordato».
Francia rompe sus relaciones diplomáticas con Roma y la ruptura del Concordato no se hace tampoco esperar. El Estado francés establece unilateralmente la ley de separación del 9 de diciembre de 1905, la cual sigue vigente todavía y constituye la norma práctica legal en los asuntos político-eclesiásticos.
Setenta años de experiencia de régimen de separación, durante los cuales las relaciones Iglesia-Estado pasan por situaciones muy diversas: de la armonía a la reserva, de la reserva a la tirantez e incluso, en algunos momentos, a la manifiesta hostilidad.
Sin embargo, nadie piensa hoy en Francia que pueda haber nada mejor que el sistema de separación.
Es cierto que la ley de separación fue recibida tempestuosamente por la Jerarquía, sobre todo por el hecho de que el nuevo estatuto hubiese sido establecido sin contar con la Iglesia ni con su jefe, el Papa.
Este publica en 1906 la encíclica «Vehementer», condenando el principio de la separación, considerado como el hundimiento del orden natural establecido por Dios entre las dos sociedades. Aunque algunos prelados, como Mgr. d'Hulst, ven la posibilidad de que un régimen de separación aporte a la Iglesia la ventaja de una mayor libertad e independencia respecto a la sociedad civil, muy pocos obispos participan de esta opinión. Con el transcurso de los años esta misma opinión irá abriéndose paso lentamente, y Francia será el país donde las cuestiones de la libertad religiosa, de la secularización y de la separación entre la Iglesia y el Estado se planteen con mayor apertura. Las dos guerras del 14 y el 39 contribuyen a que la Iglesia vaya adquiriendo un lugar respetable para la mayoría de los franceses.
Es verdad que, al terminar la segunda guerra mundial, el Gobierno provisional de De Gaulle pone en entredicho la actitud de muchos de los obispos durante la ocupación, y que una parte del episcopado, en realidad una mayoría, es acusada de colaboracionismo[10]. Se exige la destitución de los obispos vichystas, lo que obliga al entonces nuncio en París, Mons. Roncalli, a desplegar todas sus dotes diplomáticas. Conjurado este peligro se vuelve, sin embargo, al principio de la separación amistosa y de un entente cordiale largamente experimentado.
Con la quinta república la armonía Iglesia-Estado se refuerza. Hay algunas dificultades, ciertamente, como los problemas de las escuelas libres de la Iglesia, pero De Gaulle busca la armonía por el camino de la colaboración. Como alguien ha dicho, el general sustituye el concordato por el «contrato»; la cooperación entre ambos poderes parece así perfeccionarse bajo su mandato.
Algunos se preguntan pocos años más tarde: «¿Cuándo la Iglesia había gozado de una paz como ésa?»[11].
Sin embargo, la Iglesia, o una parte importante de ella, empieza al parecer a inquietarse sobre esta paz gauliana. Aparecen extraños conflictos. Obispos, curas y movimientos de seglares comienzan a tomar posiciones que a los políticos del régimen les parecen incongruentes. No se explican el nuevo juego de la Iglesia en Francia.
Durante la crisis de Argelia la actitud de algunos eclesiásticos no pareció responder a los tradicionales criterios patrióticos.
Otros pequeños incidentes denuncian cierta deterioración del clima de amistad. Por ejemplo, la intervención del cardenal Marty, criticando la sentencia contra los jóvenes gauchistas que habían ocupado el «Sacre Coeur», les resulta a algunos desconcertante. («Quién es el cardenal de París para juzgar a los jueces?», se preguntan).
Los obispos muestran su disconformidad con la «force de frappe». («Qué competencia tienen en asuntos militares para poder juzgar del armamento que le interesa a Francia?»).
Una parte del clero manifiesta su solidaridad con los agricultores de Larzac. («¿A qué viene esto de aumentar las dificultades de las autoridades sumándose a un movimiento que no es, en el fondo, sino una campaña antimilitarista?»). Etcétera.
Grandes y pequeñas cosas se entremezclan y son motivo de roces y de desconfianza. En los medios gubernamentales se van formando la idea de que los eclesiásticos se meten en política y que muchas veces lo hacen de modo perturbador.
Especialmente algunos textos pastorales, directorios y manifiestos de los obispos o de organizaciones de Iglesia promueven notable disgusto en las esferas oficiales, así como en determinados sectores sociales. Así, la carta de la comisión episcopal del mundo obrero del año 72 levanta una gran polvareda. Algunos «cristianos de opinión liberal» contestan agriamente a este documento, acusando a la comisión de hacer propaganda socialista. «Contrariamente a lo que dicen los interlocutores de los obispos, afirmamos que hay incompatibilidad entre el Evangelio y cualquier sistema económico y político de tipo socialista». Pero una revista diocesana, La semana religiosa de Reims, contesta[12]: «No, el Evangelio no es neutro cuando se trata de la justicia, del respeto y de la libertad y de la dignidad de los hombres [...]. No se puede reprochar a la Iglesia que considere inadmisible para un cristiano una sociedad cuyos criterios últimos están ligados al dinero».
Todas estas polémicas tienen forzosamente resonancias políticas y repercuten en este terreno. Así el documento de los obispos (Lourdes, 1972) sobre «Política, Iglesia y Fe (Por una práctica cristiana de la política)» es interpretado por mucha gente —no sin razón— como un documento político, que incide en la política y que modifica la idea tradicional de la Iglesia como fuerza conservadora. No faltan quienes consideren asombrosa la afirmación del ponente, Mgr. Matagrin, de que «toda la gama de opiniones políticas se encuentra a la hora actual en el pueblo cristiano». («¿Cómo es posible —dicen— que tenga cabida ahí toda la gama, sin contradecir el concepto de 'pueblo cristiano'?»).
Sociológicamente, y sobre todo electoralmente, estas interferencias tienen importancia. Hoy los obispos franceses se abstienen de dar consignas como lo hacían en otros tiempos todavía no lejanos. Pero es inevitable que sus posturas y actitudes, por poco valientes que sean, incidan en la política. El régimen de separación amistosa no basta, pues, para eludir las tensiones. En cualquier momento puede deteriorarse y empiezan a agitarse de nuevo aquellas cuestiones tempestuosas, de las que ya parecía que nadie había de volver a hablar.
I.7. La estrategia mundial de la Iglesia
Conviene que interrumpamos brevemente nuestra exposición para evitar que, en medio de esta desordenada casuística, los árboles no nos dejen ver el bosque.
En los párrafos anteriores hemos expuesto, en efecto, un conjunto de casos y situaciones en los que las relaciones de la Iglesia con las sociedades políticas de nuestro tiempo se producen en un clima de dificultad o de oposición.
No se trata, sin embargo, de casos independientes o aislados que pueden ser examinados, uno por uno, como si no tuvieran nada que ver entre sí. Las cuestiones político-religiosas desbordan, hoy más que nunca, los límites nacionales: pertenecen a lo que pudiéramos llamar la «problemática supranacional» de la humanidad.
La humanidad ha avanzado muy poco aún en la creación de instituciones supranacionales. Cabe preguntarse si existe realmente alguna a la que se le pueda aplicar este nombre.
Pero, en cambio, los problemas sí que han adquirido categoría supranacional. Es una locura pensar que muchos de ellos podrán ser jamás correctamente planteados, ni menos aún resueltos, si ha de pervivir indefinidamente el cuadro rígido de las soberanías estatales, y si algo nuevo no viene a reemplazarlo ahora.
Así, por ejemplo, problemas como el de la contaminación y el equilibrio ecológico, la salud mundial, las fuentes energéticas, la violencia, la guerra, la criminalidad internacional, etcétera, exigen hoy una estrategia mundial de la paz que nunca podrá alcanzarse por el sistema de los acuerdos internacionales.
A la era de las soberanías nacionales debe suceder, pues, una nueva era política, la era de los poderes supranacionales. Es un imperativo del desarrollo humano a escala mundial.
Ahora bien, la Iglesia ha afirmado siempre su carácter universal, definiéndose como un poder espiritual supranacional, cuyo campo de acción es —teóricamente al menos— la humanidad en toda su dimensión. En cierto sentido, puede decirse, por tanto, que ella está mucho mejor preparada que ningún Estado para afrontar los nuevos planteamientos.
En el mundo está ocurriendo algo que tiene también una gran trascendencia: la universalización de las ideologías. Aunque los tecnócratas hablan de la muerte de las ideologías —como si la tecnología pudiese servir para reemplazarlas—, éstas nunca tuvieron, a nuestro juicio, mayor vigencia que ahora. Su implantación empieza a ser auténticamente supranacional. Circulan por encima de las fronteras con toda facilidad y rapidez, y constituyen algo así como grandes plataformas de dimensión planetaria.
Por tanto, si quisiéramos construir un modelo dentro del cual las relaciones de la religión con la política pudiesen ser interpretadas o explicadas, no nos serviría para el caso el esquema clásico de las relaciones Iglesia-Estado.
Es evidente que, también en este sentido —es decir, desde el punto de vista de su localización—, los «conflictos de tipo clásico» van siendo sobrepasados por otros fenómenos de mucho mayor extensión.
En el momento actual la Iglesia no se enfrenta ya con Estados que le sean adversos, sino, sobre todo, con enormes sistemas ideológicos que pretenden desplazarla como poder espiritual. Así el supracapitalismo y el comunismo, empeñados entre sí en una enorme batalla para adueñarse del mundo, nunca podrán reconocer un lugar adecuado a esta tercera fuerza que es la Iglesia y que declara, a su vez, ser una fuerza (espiritual) con jurisdicción mundial. Parece que, en la fase actual de la historia, la Iglesia no tiene más remedio que chocar con esos grandes movimientos imperialistas.
Por otra parte, el mismo desequilibrio que hoy padece la humanidad como consecuencia de la explosión técnica, provoca una reaparición de fuerzas abisales e irracionales, que algunos creían definitivamente expulsadas de la Historia. Una nueva barbarie renace. En una gran parte del mundo los nacionalismos rebrotan con fuerza gigantesca, en parte como consecuencia directa de la explotación económica de que son objeto los pueblos más pobres, y también como una reacción violenta e instintiva contra un mundo unificado, cada día más artificial y antihumano. La última guerra tuvo, sin duda, causas económicas, pero en ella también desempeñó un papel esencial el resurgimiento de un nacionalismo germánico llevado hasta el paroxismo de la locura colectiva.
Los marxistas suelen querer explicarlo todo por las causas económicas y no prestan gran atención a estas corrientes pasionales, terriblemente combativas, que son los racismos y los fascismos, los cuales tienen sus raíces en el fondo de los inconscientes colectivos.
La Iglesia debe, pues, enfrentarse con estos movimientos sísmicos, que son como avalanchas históricas y que amagan con la destrucción de la humanidad civilizada.
En fin, los materialismos de todo tipo van haciendo, a su vez, descender el centro de gravedad de la humanidad, y se hunden valores morales y espirituales seculares que la Iglesia debe mantener a costa de grandes esfuerzos.
Este es el panorama en el que se desenvuelve lo que pudiéramos llamar su estrategia mundial en el momento presente. El objetivo de esta estrategia —ya lo hemos dicho antes— es el hombre: el «hombre profundo», no en el sentido marxiano-feuerbachiano de los Manuscritos parisienses, ni en el de ninguna otra metafísica, sino en el del hombre «carne, espíritu y misterio», tal como fue revelado por Cristo a los hombres.
[Notas]
[1] Una publicación católica, la revista Mundo Social, establecía, en su número de abril, un pequeño catálogo de índices o señales de esta deterioración progresiva. Entre otras cosas citaba la revista las agresiones a eclesiásticos por los llamados «guerrilleros de Cristo Rey»; las pancartas y gritos antieclesiásticos de la masiva manifestación madrileña del 7 de mayo; la secuencia de notas, encierros y protestas a propósito de la cárcel concordataria de Zamora; la inequívoca declaración del cardenal Jubany; los rumores que, a un momento dado, corrieron sobre la querella contra Mons. Palenzuela, etc.
[2] Una primera lista —muy incompleta— de documentos públicos que el lector interesado puede repasar es la siguiente: la carta, del 13 de febrero de 1971, del cardenal Villot a Mons. Dadaglio; las declaraciones formuladas por el arzobispo de Zaragoza en noviembre del mismo año; la homilía del cardenal Enrique y Tarancón en enero del 72, en la Asamblea de la Conferencia Episcopal, y la alocución del nuncio a la misma; la nota de la Comisión permanente del Episcopado en junio; el discurso del cardenal primado en septiembre del mismo año, así como la declaración colectiva «La Iglesia y la comunidad política». Por parte del poder civil son importantes: el discurso del almirante Carrero Blanco ante las Cortes, la alusión del Jefe del Estado a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en su mensaje de Navidad de 1973, y la reciente declaración en el discurso de presentación del presidente del Gobierno. El Boletín oficial de la diócesis de Cuenca ha dado a conocer, hace poco, otros dos documentos interesantes: una comunicación del Gobierno a la Conferencia Episcopal y la respuesta de ésta. Con motivo del asunto del señor obispo de Bilbao se han publicado numerosos artículos de prensa, la mayor parte de los cuales revelan un notable desconocimiento del fondo teológico del problema y de su carácter universal y permanente en la vida de la Iglesia.
[3] En este último país sigue aún funcionando la «Pacem in Terris», organización paraeclesiástica oficiosamente apoyada por el Gobierno, nacida después de la primavera de Praga para sustituir a los «curas de la paz», que habían quedado inutilizados.
[4] «Gaudium et Spes», IV, 73.
[5] Documentation Catholique, 1972, 443.
[6] Idem, 547.
[7] «Orientaciones misioneras», por Mons. Maury, antiguo internuncio en África negra, Seminarium, 1.
[8] Boletín de la Sociedad de Misiones Extranjeras, París, diciembre 1955.
[9] Como es corriente en la actualidad, llamamos «secularización» al proceso normal de desarrollo y madurez del mundo profano como tal, es decir, libre de la tutela o del control de la Iglesia, y «secularismo» a una ideología sistemáticamente opuesta a la presencia pública de la religión y a la pervivencia de la Iglesia.
[10] Véase más adelante la acusación de Garaudy en el Parlamento.
[11] Maurice Druon: «Une Église qui se trompe de siècle», Le Monde, 7 de agosto de 1971.
[12] La Croix, 23 de junio de 1972.
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