Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El papel de la analogía

 

    La razón o la causa de la dificultad y oscuridad a que antes apuntábamos radica probablemente en el enorme contenido analógico de la noción del Bien Común.

    A nadie se le oculta que el empleo de la analogía ofrece serias dificultades y presenta muchos riesgos, pero que es imprescindible cuando se quiere manejar a un mismo tiempo realidades individuales y realidades colectivas.

    Santo Tomás, sosteniendo, desde el principio de su teología, que cuanto se afirma de Dios y de los otros seres se predica no unívoca ni equívocamente, sino analógicamente, toma posiciones contra todos los monstruos ideológicos que han nacido de la ruptura, por una parte, y de la confusión, por otra, de lo divino y lo humano.

    Sin la analogía, esos dos mundos —el mundo de Dios y el mundo de los hombres— llegan a ser concebidos no sólo como distintos, sino como contradictorios. El ser de Dios y el ser del hombre se separan radicalmente, y el primero queda excluido de toda posibilidad, por remota e imperfecta que sea, de conocimiento racional.

    Algo parecido acontece en otro orden de ideas, que es el que aquí más nos interesa, en lo que se refiere a lo singular y a lo colectivo. Tan difícil es introducir estos dos aspectos de la realidad en una sola sistemática conceptual, que algunos han llegado a creer en la imposibilidad de tamaña empresa.

 

¿Dos físicas? ¿Dos morales?

 

    Para ilustrar nuestro pensamiento podemos recurrir al espectáculo que presenta la Física del siglo XX. Los científicos están hoy enzarzados en dificultades, que muchos suponen ya definitivamente insuperables, para poder subsumir bajo un mismo techo nocional el conocimiento del ser físico individual, del corpúsculo, y el del ser físico colectivo, el conglomerado material, con su cortejo de nociones típicamente estadísticas.

    Ciertos conceptos físicos, como los de temperatura y presión, se desvanecen por completo no más llegar al dominio de la molécula, precisamente porque corresponden a realidades esencialmente colectivas que dejan de existir en el orden individual. La ya clásica teoría cinética de los gases había mostrado, en efecto, que aquellas propiedades de la materia reveladas por los sentidos tienen una significación puramente estadística, es decir, se corresponden con índices o valores medios y, por tanto, no cabe aplicarlas al individuo. Al acceder a partículas más elementales, otros conceptos básicos de la sistematización físico-matemática entran también, patentemente, en contradicción unos con otros. Como consecuencia de ello, los científicos se preguntan si cabe aún un campo conceptual coherente, no contradictorio, que abarque a un mismo tiempo individuos y colectividades.

    En esta actitud hay posiblemente cierta inadaptabilidad a la metafísica; pero esto no hace sino confirmar la tesis de quienes, como Jean Guitton, piensan que hay en el entendimiento humano una incapacidad para concebir determinados factores complementarios de la realidad, «como si nuestro intelecto se viese obligado a obturarse alternativamente para conocer aspectos opuestos del ser».

    Ante la crisis actual, la tentación de escindir la física en dos saberes contradictorios, la microfísica o física del corpúsculo elemental y la macrofísica o física del conglomerado, de la colectividad corpuscular, zanjando así las dificultades con un supremo golpe de mano, es demasiado atractiva para que no arrastre a muchos espíritus escépticos, «especie de nómadas que muestran horror a colocarse en terreno firme»[2]. Pero el hecho es mucho más grave y tiene consecuencias mucho más importantes para la vida de los pueblos si esa dualidad contradictoria se traslada al dominio de la filosofía política.

    Mucho antes de que Heisenberg enunciase su famoso principio de complementariedad, algunos pensadores, genialmente equivocados, habían sentido y proclamado en formas diversas una especie de irreductibilidad o de contradicción entre la moral individual y la moral colectiva o política: la equivocidad entre la moral personal, por una parte, y la moral del Estado, por otra.

    Â¿Las nociones morales que nos sirven para «andar» por la vida individual carecerán, pues, completamente de sentido al ser extendidas a la vida política? ¿La bondad individual no tendrá nada que ver con la bondad de la Sociedad misma?

    Sin el empleo de la analogía esta ruptura sería inevitable. El ser de la Sociedad empieza por no ser substantivo; el concepto de ser sólo analógicamente se aplica al hombre y a la Sociedad, y otro tanto ocurre con el concepto de bien, porque «el Bien Común difiere formalmente, y no sólo en cantidad, del bien particular de una persona»[3].

    El olvido de este principio, que Aristóteles se apresura a establecer desde los primeros párrafos de su «Política», es causa de grandes desviaciones. Los «espíritus unívocos» y los «espíritus equívocos» encuentran, aunque por razones opuestas, una gran dificultad para entender esto; para ellos, tarde o temprano, lo colectivo acaba por aplastar a lo personal, o lo personal por pulverizar a lo colectivo.

 

Un ejemplo: el concepto analógico de «Sociedad cristiana»

 

    Bástenos citar como ejemplo el caso, tan actual y tan discutido, de la Sociedad cristiana, del Estado católico. La aplicación del concepto de «católico» al Estado o a la Sociedad no puede ser entendida, claro está, en sentido unívoco sin caer en aberraciones lamentables; el Estado, si es católico, no lo es en el mismo sentido que el individuo. Si se pretendiese dar aquí al término católico una significación unívoca, tendrían razón manifiestamente quienes afirman que el Estado no sólo no debe, sino que ni siquiera puede ser católico. El Estado no puede ser bautizado, salvado ni condenado; no es canonizable ni está destinado a la vida eterna: muere con el tiempo y con la historia.

    Pero tampoco cabe afirmar una completa equivocidad entre esos dos conceptos: la catolicidad del Estado tiene una significación sociológica, relacionada con las creencias y con el comportamiento religioso de los miembros de la comunidad y con el fin último y la perfección suprema de todas las cosas que existen.

    Se trata, pues, de una aplicación analógica: la sociedad civil es católica «a su manera», es decir, a la manera que puede serlo una sociedad civil. Y en este «a su manera» reside todo el «quid» del asunto.

    Cuando se habla de Sociedad cristiana se aplica una analogía de atribución, porque la condición de cristiano, que tiene su plena aplicación en el primer analogado, el hombre bautizado que vive plenamente su fe, es atribuida también a una sociedad en la que existen y se manifiestan abundantes vivencias colectivas cristianas y en la cual las fuerzas sociológicas no sólo no se oponen, sino que facilitan, en lo que cabe, la vida cristiana de los individuos y su pública profesión de fe.

    Y hay asimismo una analogía de proporción: de la misma manera que en el orden individual la vida cristiana es la perfección del hombre sobre la tierra, el ideal cristiano de vida colectiva representa la perfección suprema del orden social. Pero la perfección de la sociedad —apresurémonos a subrayarlo— no es de la misma naturaleza que la perfección de la persona: ésta tiene una sustantividad de que aquélla carece y trasciende al tiempo y al espacio.

 

La analogía y los diversos Bienes Comunes

 

    La analogía engarza los diferentes Bienes Comunes formalmente distintos y los hace concurrir, cada uno a su manera, al Bien supremo. De este modo no puede haber verdadera oposición entre ellos. Afirmarlo equivaldría a admitir el carácter contradictorio de la obra divina y aceptar que la Creación fuese un enorme absurdo.

    Pero la cuestión no queda con esto aclarada ni mucho menos. En primer lugar, el hecho de que no existan conflictos en el plano conceptual y especulativo no significa que no se presenten, como de hecho se presentan, en gran número, al tratar de llevar al terreno práctico y jurídico estas ideas. Todo o casi todo está en este punto por hacer. Además, incluso en el dominio teórico no cabe suponer que entre esas distintas formas de bienes (Bien personal, Bien doméstico, Bien común temporal de la sociedad civil, Bien Común de las naciones y Bien espiritual de la familia humana, por no citar más que las principales) exista una rígida y clara jerarquización, de suerte que cada una de ellas sea la causa final de la anterior.

    Este modo de pensar constituiría un error lamentable que, en último extremo, podría llevarnos a un totalitarismo teocrático, a lo gran inquisidor, más terrible aún, si cabe, que los totalitarismos de signo materialista.

    En el fondo de esta desviación hay un modo de pensar unívoco que se muestra incapaz de respetar la autonomía de los diversos órdenes del ser y que se halla dispuesto a simplificar el Universo más allá de la voluntad del Creador. La primera víctima de este pensar simplificador es la persona humana.

 

 

[Notas]

 

[2] Kant. Prefacio a la primera edición de la razón pura.

[3] IIª II. 58. 7.

 

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