Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Un tema candente. El respeto de la sinceridad y de las convicciones personales

 

Ya

 

      En el último número de los ya centenarios «Études» que publican los padres jesuitas franceses, se inserta un artículo del padre Le Blond sobre la nueva moral o «moral de situación».

      El Padre Santo denunció esta especie de ética invertebrada, sin normas ni principios objetivos, en algunas de sus alocuciones del año 52. Más recientemente, la Suprema Congregación del Santo Oficio ha circulado una instrucción prohibitiva, previniendo los peligros de la «subjetivización» de la moral.

      Los comentarios, desarrollos y estudios acerca de tema tan actual abundan esta temporada en las revistas teológicas, y no faltan algunos muy autorizados que ilustren la gravedad y urgencia del problema con toda suerte de textos y referencias.

      No faltan tampoco —justo es decirlo— otros menos lúcidos y ponderados en los que, con alegre y un poco malévola facilidad, se intenta aplicar la etiqueta de «situacionistas» a moralistas católicos que nunca pensaron en abandonar el terreno firme de los principios universales de la moral.

 

Sinceridad y verdad

 

      Si me permito llamar la atención de los lectores sobre el artículo del padre Le Blond es porque en él enfoca la cuestión bajo un aspecto sobre el que convendría quizás insistir en España, precisamente porque nuestro amor un poco apasionado y extremoso —como todo lo nuestro— de la verdad absoluta (el «todo» o «nada» de la verdad última, que no admite relativismo de ninguna clase) nos invita a menudo a desdeñar otros valores ligados a la conciencia personal del hombre y en cierto modo más difíciles de penetrar, por más oscuros y singulares.

      La «sinceridad» es uno de ellos, y el padre Le Blond hace muy bien, a mi modesto entender, en establecer una conexión entre estas dos categorías, «sinceridad» y «verdad», bien distintas, pero ambas indispensables para abordar correctamente el problema de la moral.

      Sin verdad, es decir, sin conocimiento genuino del bien y de la norma que lo especifica, adiós, muy buenas, a todo intento de construir una moral propiamente dicha. La moral hace referencia al fin como los esfuerzos de los carreristas hacen referencia a la meta.

      Pero, sin necesidad, adiós también a toda ética genuina, porque la motivación de los actos no alcanza el verdadero fondo de la vida moral.

      Habituados del templo, ayunadores sin caridad, rezadores sin vida interior, son condenados por los profetas y Jesús fulmina contra ellos sus más terribles críticas.

      El caso es que la sinceridad escapa a la visión racionalista de las cosas y puede pasar inadvertida para quienes, acostumbrados a moverse en el plano de los principios universales, olvidan la importancia vital de lo singular.

      La moral cabalga, en efecto, entre lo universal y lo singular, sobre esa cabalgadura luminosa que se llama «prudencia», que no es cautela o precaución, o que, por lo menos, no es sólo esas cosas, sino un hábito, casi diríamos maravilloso de aplicar lo general a lo concreto.

      Si sólo hubiese universales, la prudencia no haría falta para nada: todos procederíamos y hablaríamos como tratados de metafísica.

      Me enfadan —lo confieso— los que pretenden que la moral se ocupe sólo de principios o a lo sumo de «casos geométricos» perfectamente encajables en lo universal, como si no exigiese —más que ningún otro saber— un conocimiento por «connaturalidad», es decir, una especie de intuición de las realidades concretas, hecha de la madera misma del amor.

      La sinceridad, ¿qué valor tiene?, ¿qué respeto merece?, ¿qué trascendencia social debe atribuírsele?

 

El problema de la tolerancia

 

      Estas cuestiones afectan al problema de la tolerancia, tan vivo hoy en todas partes, incluso en aquellos países en los que se proclama a boca llena la comprensión y el respeto de la libertad ajena.

      La razón fundamental de la tolerancia es el bien común, pero los valores subjetivos, las convicciones, la sinceridad, la rectitud, es practicar aquello en lo que se cree deben ser tenidos también en cuenta al tratar de explicarla y justificarla.

      Respecto de los no católicos, la Iglesia estima que sus convicciones constituyen un motivo, aunque no el principal, de tolerancia —dijo Pío XII en su importante discurso del 9 de septiembre del 55.

      Salvando el bien común, que indiscutiblemente prima, y teniendo en cuenta que nunca podrá ser legítimamente avasallada la conciencia genuina de la verdad, hay que hacer, pues, todo lo humanamente posible para respetar aquellas cualidades que pueden resplandecer también en los que se equivocan o se encuentran lejos de la verdad religiosa.

      Y aquí se presenta una terrible cuestión. ¿Qué daña más a la conciencia pública: un incrédulo sincero y honrado —en la medida en que un incrédulo puede serlo— o un creyente insincero e injusto?

      El problema se lo planteó ya San Agustín y no quiso resolverlo precipitadamente. Santo Tomás lo comenta en la Summa.

      En nuestro país es un tema tan actual que casi pudiéramos calificarlo de candente.

 

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