Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Problema del salario justo, principal caballo de batalla de la economía laboral-capitalista

 

Ya

 

      En breve se celebrará la XXX Semana Social Italiana, en la que se abordará el tema de los aspectos humanos de la transformación agraria. Bajo la dirección de su secretario permanente, monseñor Ferrari Toniolo, las semanas sociales italianas han alcanzado estos últimos años una perfección difícilmente superable y han llegado a ser un verdadero modelo de seriedad y de eficacia para los católicos de todo el mundo.

      El año pasado se estudió un conjunto importante de problemas acerca de «la vida económica y el orden moral». Tengo a la vista el magnífico volumen publicado por el Instituto Católico de Actividades Sociales, en el que se dan a conocer los textos de las lecciones y las discusiones que siguieron a las mismas.

      No se esquivan en esta publicación las cuestiones difíciles, ni se propende en ella a una fácil demagogia. Tampoco se cae en un falso sobrenaturalismo o pietismo que, recomendando como mejor solución la práctica de las virtudes cristianas —y especialmente la de la paciencia y la resignación, destinadas, por cierto, a servir mejores causas—, se resiste en el fondo a indagar y poner en práctica las soluciones técnico-políticas del problema social.

      Uno de los puntos más delicados y que más me ha llamado la atención en este volumen es el de las exigencias morales en la determinación del salario. No porque este asunto sea nuevo, ni original —ya que, como es sabido, hay abundante literatura acerca del mismo—, sino porque, a mi juicio, constituye el principal caballo de batalla de la economía dualista: trabajo-capital.

      Acerca de este problema, tanto se puede caer en el equívoco de las afirmaciones meramente doctrinales —que no reúnen condiciones para ser llevados a la práctica— como en un perezoso inhibicionismo capaz de justificar por sí solo las más duras condenaciones que se hayan formulado contra el régimen capitalista.

      La afirmación, por ejemplo, de que todo hombre tiene derecho a vivir de su trabajo, a cubrir mediante él las necesidades y las cuasi necesidades personales y familiares, sería puramente vacía en el caso de que no se fijara el sujeto del deber correlativo.

      Me explicaré.

      La lectura de los trabajos de Giuseppe Mira y del padre Enrico di Rovasends me sugiere las siguientes ideas.

      Un sistema social que aceptara como un hecho inevitable la existencia de salarios insuficientes junto a pingües ganancias sería objetivo de una organización social estable debe consistir en asegurar a todos los trabajadores un mínimo vital. Esto parece que no hay quien se atreva a negarlo, aunque no sea más que por la simple razón mecánica de que si el tal objetivo no se lograra la estabilidad misma del sistema se hallaría constantemente amenazada.

      El problema básico moral no ofrece dificultad en el caso de que los beneficios de la empresa permitan pagar al trabajador un salario vital, ampliamente concebido. (Digo el problema básico porque aún en este caso se presentan otras complicaciones que no hay necesidad de citar aquí).

      Pero ¿qué ocurre si la empresa no es suficientemente rentable? ¿El derecho del trabajador quedará reducido a una afirmación teórica, sin efectividad real, al no encontrar frente a sí un sujeto de deber, moralmente impelido a darle satisfacción? Es evidente que no.

      Frente el derecho del trabajador existe, en primer lugar, lo que podríamos llamar el «deber de rentabilidad», la obligación del empresario de hacer rentable la empresa, aun en el caso de que él hubiese satisfecho ya sus necesidades y sus ambiciones personales.

      Creo que no se insiste bastante en que este «deber de rentabilidad» constituye un auténtico deber moral del empresario, y que mientras no haya sido cumplido satisfactoriamente no es legítimo alegar la incapacidad económica de la empresa para hacer frente a un salario justo y suficiente.

      Pero aun supuesto que el empresario haya hecho cuanto esté a su alcance para elevar la rentabilidad de la empresa, ésta podrá resultar todavía insuficiente en muchos casos. ¿Qué dirá entonces la moral? ¿Habrá que limitarse a aconsejar paciencia y resignación al trabajador?

      La cuestión pasa en ese momento al dominio público. Se convierte en un problema de bien común.

      El sujeto de deber no es ya el empresario, sino la comunidad social en su conjunto.

      Ante la incapacidad de la empresa privada para satisfacer las necesidades del trabajador, se impondrá la intervención estatal o la de otros órganos comunitarios. Habrán de adoptarse las medidas niveladoras necesarias, de carácter dirigista o proteccionista, para evitar que junto a empresas desbordantes de beneficios haya otras que no puedan responder siquiera a las justas exigencias de sus asalariados, una vez agotados todos los procedimientos de desarrollo.

      En todo caso, el derecho del trabajador continuará en pie, pero sobrepasada la capacidad del empresario corresponderá la sociedad el asumir el deber correlativo.

      Queda todavía un último caso, y es aquel en que la comunidad social —o, si se quiere, el Estado— no pueda tampoco, con sus propios medios, resolver el problema. Es el caso de los países infradesarrollados, los cuales no están en condiciones de hacer frente a las necesidades elementales de sus súbditos. Pasaremos entonces de la esfera del bien común nacional a la del bien común supranacional. El sujeto del deber no será ya la comunidad nacional, sino la comunidad humana en su conjunto o los grandes conjuntos supranacionales que ahora se están formando.

      No es legítimo, en efecto, ni moralmente aceptable, que junto a pueblos ricos haya otros desprovistos de todo medio de dar de comer a sus hijos. Se impondrán en tal caso como obligatorias las medidas de ayuda económica, los libres movimientos migratorios, la puesta en valor de las fuentes de riqueza insuficientemente explotadas.

      Vemos, pues, que en ningún caso el derecho del trabajador al salario vital se encuentra perdido en el vacío, sin posibilidad de entronque con un deber correlativo.

 

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