Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El «slogan», arma sofistica por excelencia

 

Ya

 

      A propósito de distingos y de sutilezas escolásticas, cuenta el padre Feijoo el caso, real o imaginario, de un prelado que en un examen preguntó a un seminarista aldeano —tratando, sin duda, de darle vaya o de someterle a lo que ahora se llama un «test»— cuántos sacos de tierra tiene un monte. A lo que el estudiante, que no era seguramente ningún topo, repuso: «Distingo, ilustrísimo señor, depende de cómo sea el saco. Si éste es tan grande como el monte, respondo que uno; si fuere como la mitad del monte, respondo que dos; si como el tercio, que tres, y así sucesivamente».

      Esta anécdota de fray Jerónimo acude muchas veces a mi pensamiento ante ciertas cuestiones disputadas hoy, no tanto en las aulas como en el gran teatro del mundo de nuestro tiempo, tiempo, como sabemos, de confusión en las ideas y de anfibología en el lenguaje.

      La equivocidad en los términos y en los conceptos tiene, en muchas de las actuales discusiones, una parte importante, lo cual se echa de ver, sobre todo, en reuniones internacionales, a las que concurren hombres de mentalidad y de formación muy diversa.

 

El «slogan» y el distingo

 

      El arma sofística por excelencia es hoy el «slogan», la frase corta, imperativa y topificable, que sugestiona atacando por sorpresa, sin dar tiempo a reflexionar al que la escucha.

      La fuerza psicológica del «slogan» radica en su simplicidad y en su carácter conminatorio, que en el hombre medio, habituado a someterse sin discriminación previa a toda suerte de automatismos colectivos, provoca inmediatos e instintivos reflejos de acatamiento y de sumisión diligente.

      Ahora bien, contra el «slogan» el arma más eficaz es el distingo. El distingo tiene actualmente una gran importancia social, porque para poder vivir de un modo auténtico y personal, para no verse totalmente invadido por la fraseología circundante, para no dejar de ser él mismo, el hombre de hoy necesita ir haciendo distingos por todas partes, en permanente actividad reflexiva y defensiva contra el confusionismo que le envuelve.

 

Defensa de la civilización

 

      Pensemos, por ejemplo, en ese tópico, tan repetido hoy en nuestra Europa, y que todos estaríamos, en principio, dispuestos a aceptar: «defensa de la civilización».

      Frente a esa frase, ¿no habría también que hacer algunos distingos? Porque, en realidad, dudo mucho de que todos estemos de acuerdo en Occidente sobre lo que hay que defender y lo que hay que dejar caer en nuestra civilización —hecho en el cual radica precisamente nuestra mayor flaqueza.

      Hace muy bien el padre Lebret, en su último libro, en describirnos esa imaginaria mesa redonda en la que once personas exponen sucesivamente su propio concepto de civilización. después de oír las diferentes opiniones, resultaría imposible creer que esas personas pudieran unirse para defender ideas y cosas tan dispares.

      Para unos la civilización son dos mil ochocientas calorías y cuarenta y cinco gramos de proteínas animales diarias, doce kilos de lana de algodón al año, quince metros cuadrados de vivienda por persona, agua corriente caliente y fría, electricidad, ducha, cincuenta y siete años de vida probable media en el momento del nacimiento, trescientos ejemplares de periódicos por cada mil habitantes y cien cartas anuales por persona. La técnica haciendo fácil y agradable la existencia.

      Para otros, civilización es humanismo; es decir Confucio, Platón, Séneca, Jesucristo, Praxíteles, Dante, Francisco de Asís, Rousseau, Voltaire, Picasso, Gandhi, Marx...

      El concepto de civilización se encoge para muchos hasta adquirir las estrechas dimensiones de su mundo familiar, mundo pequeño e íntimo, tibio, de horizontes tangibles; su café, su puro, su tertulia, su fútbol, su comodidad.

      Defender la civilización sería para bastantes «conservarla» como rígida permanencia de estructuras, conceptos y formas sociales considerados como imperecederos y eternos.

      Civilización equivaldría, también para bastantes, a historia condensada: viejas glorias, viejos recuerdos, prosapia, genealogías, patrimonio artístico y literario: la Acrópolis, el Foro romano, Notre Dame de París, la catedral de Toledo.

      Y así sucesivamente. Porque no es fácil agotar el variadísimo catálogo de las realidades, altas o bajas, que los hombres de nuestro siglo encierran dentro de ese anfibológico vocablo.

 

Lo que hay que defender y lo que hay que arrojar

 

      Hagamos constar, sin embargo, que para el cristiano ninguna de esas fórmulas sería satisfactoria, aunque todas encierran su parte de verdad. Lo esencial es salvar el sentido religioso de la vida, la visión clara del principio y del fin de la existencia, los valores morales, la esperanza de un mundo ultramoderno.

      No faltarán, claro está, quienes, con un eclecticismo demasiado optimista, a mi entender, pretendan que todas esas cosas pueden ser salvadas a la vez: que cabe defender a un mismo tiempo el humanismo integral y el cristianismo con cruz y con infierno, el café del uno y las proteínas animales del otro, nuestra comodidad y el sentimiento trágico de la vida.

      Pero esto parece muy dudoso, pues hay en esas cosas incompatibilidades y contradicciones raciales, que ningún hábil juego de palabras puede soslayar.

      El hombre occidental tendrá, pues, que optar. Decidir cuáles son los valores que quiere conservar y defender y cuáles los que debe arrojar por la borda, para que la nave no se hunda.

 

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