Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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El final del armamentismo

 

El Diario Vasco, 1989-12-24

 

      Según el prestigioso «Instituto Internacional de Investigación de la guerra y la paz» de Estocolmo, la fabricación y venta de armas ha llegado a ser en este momento el negocio más rentable del mundo, después del de la industria petrolífera.

      A más de trescientos mil millones de dólares ascienden anualmente los gastos militares del conjunto de los Estados, cifra tremenda, mucho mayor —¡veinticinco veces mayor!— que la del total de las destinadas por los países ricos a la ayuda de los países pobres.

      Entre otros muchos datos que pudieran aportarse al respecto, sólo éste bastaría, en mi opinión, para condenar el armamentismo como una política gravemente injusta y absolutamente rechazable.

      Hay que reconocer, sin embargo, que desde los años cuarenta la mayoría de la gente ha venido aceptando resignadamente esta absurda situación, como si se tratase de algo inevitable, contra lo que no se podía luchar de modo alguno.

      Así, en una encuesta realizada en EE.UU. en 1988, un cincuenta y dos por ciento de la población afirmaba la necesidad de mantener el presupuesto militar, mientras que sólo un treinta y siete por ciento se inclinaba a la reducción del mismo.

      El Premio Nobel de la Paz Alva Myrdal afirmaba ese mismo año que lo más asombroso de este asunto es que el hombre contemporáneo se haya acostumbrado a vivir, como si tal cosa, bajo el riesgo permanente de una guerra total, capaz de destruir cualquier forma de vida civilizada sobre el planeta.

      Felizmente, con la nueva política Este-Oeste facilitada por la perestroika todo esto va a cambiar ahora de un modo decisivo.

      Ya nadie puede hablar, con un mínimo de verosimilitud, de una amenaza de guerra por ninguna de las dos partes contra la otra, máximo argumento que a lo largo de los últimos años se había venido barajando para justificar el armamentismo.

      En efecto, las declaraciones de ambos líderes mundiales, Bush y Gorbachov, después de la última cumbre, anuncian a corto plazo una drástica reducción de los armamentos, la cual podría llegar a un cincuenta por ciento de las armas existentes, tanto nucleares como convencionales. Medida, ciertamente, muy beneficiosa para el conjunto de la Humanidad.

      No debemos ignorar, sin embargo, que en la nueva situación van a surgir problemas económicos y políticos hasta ahora desconocidos y que podrían enturbiar un tanto el comienzo de esta nueva Era de la que, tanto se habla en este momento.

      Por de pronto, es evidente que, a partir de ahora, los fabricantes de armas van a ver sensiblemente disminuidas sus ventas y que con esto se producirá de seguro una crisis del mercado armamentista, con el consiguiente aumento del paro en diversos países, entre ellos España.

      Hay que tener en cuenta que la producción militar se halla estrechamente ligada a amplios sectores de la industria, a los que afectará, sin duda alguna, la reducción a que nos referimos.

      Así, por ejemplo, según el antes citado Alva Myrdal, la inversión global en investigaciones militares supone un elevado porcentaje de los gastos mundiales de investigación, aproximadamente veinticinco mil millones de dólares anuales sobre un total de sesenta mil.

      La industria armamentista no va a tener más remedio, por tanto, que tratar de reconvertirse lo más rápidamente posible a otros campos de la producción, cosa no fácil por el momento.

      Por otra parte se presenta un problema, que es el de saber a dónde irá a parar el dinero que hasta ahora se empleaba en el lucrativo negocio de la fabricación de armas.

      Podría pensarse, un poco ingenuamente, que éste sería el momento de aumentar sustancialmente las ayudas de todo tipo a los países sub-desarrollados, corrigiendo así la gran injusticia que en todo este tiempo se ha venido cometiendo con ellos. Pero no hay que hacerse muchas ilusiones a este propósito, el dinero tiene su propia lógica, ajena casi siempre a toda suerte de consideraciones humanitarias o de justicia social, y tiende a acudir allí donde su previsible rentabilidad sea más alta.

      En este sentido, varios comentaristas expresan estos días su temor de que —siguiendo tal regla económica, al parecer inexorable— se deje una vez más en el olvido a los pueblos de la miseria, es decir, del llamado Sur, en beneficio del Este post-comunista que ahora se anuncia con gran empuje. Así lo hacía notar, muy acertadamente, hace un par de semanas, en el diario, «El País», el profesor de la Complutense Jorge Fonseca.

      Por otra parte, los políticos de la Europa occidental van a encontrarse con una serie de problemas en los que nunca habían pensado. La aproximación de las dos Europas, en un movimiento de convergencia que se revela necesario, constituye efectivamente un proceso político de muy difícil realización y que exigirá por ambas partes una serie de medidas todavía imprevisibles.

      A la vista de todo esto, los hombres de hoy, y especialmente los europeos, estamos obligados a cambiar nuestras actitudes ante la marcha de la Historia. La atonía y la aceptación resignada del bipolarismo armado que habían dominado hasta el presente están a punto de desaparecer. La guerra fría ha terminado. Tenemos que convencernos de ello —mal que les pese a los belicistas inveterados de la derecha y de la izquierda— y actuar en consecuencia en todos los terrenos, incluso el intelectual y cultural que tanta trascendencia tiene en la vida de los pueblos.

      La estrella de la Paz aparece estos días navideños en el horizonte de nuestro mundo, no sólo como una bella esperanza, sino como una posibilidad real por la que muchos nos sentimos dispuestos a apostar. Quizás esta vez algunas cosas importantes empiecen a arreglarse en este loco mundo.

 

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