Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Nacionalismo y violencia

 

El Diario Vasco, 1989-05-26

 

      Con motivo de la condena pública a muerte dictada por el imán Jomeini contra el «blasfemo» autor de los «Versos satánicos», Paul Valadier, hasta hace poco director de la revista jesuítica «Études», publicó en la misma un artículo particularmente oportuno e interesante, titulado: «Religiones y violencia».

      Valadier partía del hecho de que en el curso de la historia, las religiones, sin excluir la católica, han solido contribuir muchas veces a fomentar tensiones, luchas, violencias y guerras entre los hombres. Sin embargo, el autor precisa que las religiones en sí mismas, poco o nada han tenido que ver con estos hechos lamentables. En la mayor parte de los casos está claro que han sido otros poderes, más o menos ocultos, los que se han valido de ellas para realizar sus propios fines. Según esto las llamadas guerras santas o guerras de religión no serían guerras entre religiones más que en apariencia: sus verdaderas motivaciones podrían ser, por ejemplo, económicas, raciales o de cualquier otro tipo.

      No obstante hace años que el genial Alain escribió en sus «Propos» esta frase un tanto desconcertante: «Toda guerra es guerra de religión». ¿Qué quiso decir Alain con estas enigmáticas palabras?

      La idea de religión va unida a la de religación o entrega total: para el hombre religioso la vida tiene un sentido último y definitivo por el cual vale la pena de darlo todo. Así, Dios es para el creyente cristiano la razón final de toda su existencia.

      De hecho, muchas personas que carecen de creencia religiosa satisfacen de alguna manera esta esencial necesidad dedicando sus vidas al servicio de grandes causas en las que ponen el mismo ardor, el mismo espíritu de entrega, si así puede decirse, que el hombre religioso aplica a su vivir trascendente. Cuando esto ocurre, cuando el ser humano se abraza a algo con esta vocación de totalidad, este algo funciona para él como religión y viene a convertirse así en un especie de «para-religión».

      Un ejemplo de este fenómeno nos lo proporciona el marxismo de otros tiempos, cuando muchos marxistas absolutamente convencidos de las ideas de Marx, ponían en el materialismo dialéctico y en la acción histórica del proletariado una fe y una esperanza tremendas, prácticamente definitivas: el marxismo era vivido por ellos como «para-religión».

      La contribución de estas que hemos llamado «para-religiones», al despliegue de la violencia y a las luchas entre los humanos, ha sido probablemente mucho mayor que la de las religiones propiamente dichas, a las que acabamos de referirnos.

      Pienso que es a partir de estas ideas como podría interpretarse quizás la frase controvertida de Alain. Cuando hay guerra o violencia sangrienta, cuando unos hombres se dedican sistemáticamente a matar a otros, es porque para ellos está en juego algo más importante que la vida misma. Toda guerra es así, en último término, una guerra de religión.

      Una de las actitudes que más se prestan a este género de desviaciones mortíferas es, sin duda alguna, el patriotismo. Por la patria se muere y se mata y no hay nada más meritorio que esto en la perspectiva casi demencial de patriota exaltado.

      Hoy en día se habla poco de patriotismo, al contrario de lo que ocurría en los tiempos de Sabino Arana. El nacionalismo está en cambio ampliamente presente en el mundo actual. Basta echar una mirada al panorama internacional para darse cuenta de la gran influencia que los nacionalismos tienen desde el punto de vista de la generación de guerras y luchas armadas.

      Pero dejando a un lado matices secundarios, patriotismo político y nacionalismo vienen a ser una sola y misma cosa. Por lo menos en lo que hace a Euskadi esta hipótesis me parece fácilmente justificable. El nacionalista vasco no es ni más ni menos que un «abertzale», es decir, literalmente, un «patriota», y en esto estoy completamente de acuerdo con lo que decía mi amigo J.J. Azurza en un reciente artículo suyo.

      Debemos reconocer en todo caso que el nacionalismo no es estrictamente hablando, una ideología ni una postura fría, puramente racional, como pudiera serlo la de cualquier otro partido. En todo patriotismo hay pasión, sentimiento, amor a la patria, y esto es precisamente lo que en algunos casos puede hacerlo más peligroso. El riesgo de que el nacionalismo se convierta en «para-religión» y, como consecuencia de ello, en atizador de la violencia mortífera, es manifiesto. Aquí mismo, en Euskadi, tenemos buena prueba de ello y no hace falta insistir demasiado sobre este punto para que todos nos entiendan.

      Nada sería más perjudicial para el nacionalismo que el afirmar que éste no tiene otra salida que la violencia. Al contrario, la propia historia del nacionalismo vasco parece mostrar que éste ha sido siempre una noble pasión, una pasión constructiva.

      Como dijo alguna vez Ferrater Mora, el sentido peyorativo de la palabra pasión pierde toda vigencia cuando se advierte que las pasiones bien dirigidas son siempre necesarias para la realización de grandes obras.

      Hacer que el sentimiento patriótico se transforme en razón sin perder nada de su fuerza, debe ser, a mi juicio, una gran preocupación para los dirigentes de la Euskadi de hoy.

 

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