Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Del Mercado Común a la Europa política

 

El Diario Vasco, 1989-05-12

 

      Maurice Duverger, en uno de sus últimos artículos de proyección internacional, se lamenta del escaso interés que el tema europeo despierta en una gran parte de los ciudadanos de la CEE. En su opinión existe así la posibilidad de que las próximas elecciones al Parlamento de Estrasburgo se desvirtúen, al ser utilizadas casi exclusivamente para calibrar el reparto de las fuerzas políticas en cada uno de los Estados de la Comunidad.

      Esto es precisamente lo que está ocurriendo actualmente en España. Como es fácil observar con un simple vistazo a la Prensa de estos días, las cuestiones que en los periódicos se plantean en torno a las europeas no tienen nada o casi nada que ver con Europa.

      Para la mayoría de la gente lo que se ventila sobre todo en estas elecciones es el «castigo» que el PSOE pueda recibir de ellas como consecuencia del 14-D. ¿El partido del Gobierno podrá alcanzar también esta vez una cota superior al 50% de los votos emitidos? ¿Qué va a pasar ahora con la oposición? ¿Quién se alzará con ella y en qué medida?

      Estas y otras cuestiones parecidas son las que muchas personas se plantean hoy, ante los comicios del 15 de junio, convencido todo el mundo de que éstos serán una especie de anticipación de las legislativas. Así, por ejemplo, Marcelino Oreja decía todavía hace unos días, refiriéndose a las elecciones europeas: «Qué duda cabe de que (éstas) son unas primarias de las elecciones generales».

      Este punto de vista no me parece acertado. Creo por el contrario que en la próxima votación la atención de los electores debiera centrarse sobre todo en el tema europeo. Para ello haría falta que, en el curso de la campaña, cada uno de los candidatos al Parlamento de Estrasburgo presentará su propio programa europeo y explicando con el mayor detalle posible el tipo de Europa que defiende o que quiere que se construya a partir de ahora.

      Existen, en efecto, diversos modelos posibles a este respecto y es ciertamente deseable que los ciudadanos europeos tengamos opción a elegir entre ellos.

      En síntesis puede hablarse de dos grandes bloques de opiniones o de posiciones sobre la Europa del futuro. De un lado están los partidarios de la «Europa de los Estados» que otros llaman, con terminología un tanto ambigua, la «Europa de las Patrias». Sostienen éstos que en la Europa que se está haciendo no debe cambiar nada sustancia o verdaderamente importante de lo que actualmente existe.

      De esta suerte los Estados conservarían plenamente sus soberanías y las fronteras políticas entre ellos se mantendrían intactas e incólumes, tal como las vemos ahora. El asunto de la nueva Europa se reduciría así a un simple arreglo de fachada, una mera entente entre los Estados soberanos, sin mayor trascendencia efectiva. En este mismo sentido parece que reacciona la señora Thatcher, al menos en lo que concierne a la soberanía del Estado británico, y no cabe duda de que otros muchos políticos de diferentes países y tendencias comparten, más o menos declaradamente, esta misma actitud inmovilista.

      En la posición justamente opuesta nos colocamos los partidarios de la «Europa de los pueblos o de las naciones». Esta sí que implicaría un cambio profundo —casi revolucionario diría yo— en la concepción política, cultural y social de Europa. Claro está que si muchos defendemos esta postura no es por simple deseo de cambio, sino para satisfacer las ansias de libertad que nuestros pueblos sienten frente al uniformismo estatalista.

      Cuando, al final de los años cuarenta, se empezó a construir el Mercado Común, los seguidores de Jean Monnet nos decían: «Hagamos primero la Europa económica y la Europa política se nos dará después por añadidura».

      Han trascurrido más de cuarenta años y el MCE está ya prácticamente terminado. Existen todavía algunas dificultades sin resolver, sobre todo en lo que se refiere a la unidad monetaria y al sistema fiscal; pero es indudable que las mismas serán vencidas a corto plazo y que el Mercado Común estará presto para funcionar a pleno rendimiento a partir del 1 de enero de 1993.

      Este es el momento de preguntarnos si se ha cumplido ya aquella promesa o aquella especie de vaticinio que se nos hizo al comienzo de todo esto. ¿Va camino de realizarse la Europa política a la que ya entonces aspiraban muchos europeístas destacados? He aquí algo que yo me permitiría poner bastante en duda.

      La Europa que tenemos delante: la Europa del dinero, de las multinacionales, de las OPA invasoras, de los negocios gigantes, que ahora se apresta a convertirse en el tercer polo político mundial, junto al Japón y a los EE.UU., no es seguramente la más apropiada para que los europeos podamos encontrar en ella una especie de patria común.

      Aún queda un largo camino por andar para alcanzar este precioso objetivo. Y esto no debe olvidarlo nadie.

      Por eso mismo, esa casi mítica fecha que acabamos de citar, del primero de enero del 93. En la que mucha gente pone hoy sus esperanzas —no se sabe bien por qué— no debe ser vista como una meta de llegada, sino, todo lo contrario, como el punto de partida de la nueva andadura que Europa entera —también la del Este— debe emprender hacia la gran trasformación histórica que la espera.

 

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