Karlos Santamaria eta haren idazlanak
SoberanÃa del Estado y federalismo
El Diario Vasco, 1988-05-21
Marcelino Oreja declaró recientemente en Lisboa que la proximidad del siglo XXI nos obliga a hacer una nueva lectura, una relectura inteligente y abierta, de la noción de soberanÃa del Estado, que Europa inició ya nada más terminarse la Segunda Guerra Mundial.
Esta autorizada opinión me parece llena de razón y de sentido práctico. Es completamente cierto que la concepción soberana del Estado, que algunos quisieran conservar en toda su primitiva «absolutez», constituye hoy un obstáculo para determinados aspectos del desarrollo polÃtico. Hace ya más de treinta años que Jacques Maritain en su libro «El hombre y el Estado» expuso esta misma tesis, afirmando que la idea de soberanÃa debe ser eliminada, «no sólo porque se ha quedado obsoleta y porque crea dificultades en el dominio del derecho internacional, sino porque es ilusoria y no sirve nada más que para desorientarnos».
Se trata sin duda de una palabra que inspira respeto y que rodea al Estado de una especie de majestad o de sacralidad laica que le hace objeto de la reverencia de los ciudadanos.
Por soberanÃa se entiende aquà la supremacÃa que el poder del Estado tiene, o pretende tener, sobre el de cualquier otra persona, agrupación, institución o colectividad existente en su ámbito territorial. En este sentido, la soberanÃa del Estado es una e indivisible; no admite grados ni puede ser repartida o compartida. El poder del Estado en su propio espacio polÃtico es supremo e ilimitado.
Interpretada de esta manera, que actualmente resulta desorbitada, la idea de soberanÃa se hace incompatible con la constitución de unidades polÃticas supraestatales e impide asimismo el desarrollo de fórmulas constitucionales que den satisfacción a las aspiraciones nacionales de los pueblos minoritarios.
AsÃ, por ejemplo, en el momento presente se hace muy difÃcil armonizar la soberanÃa de los estados con la existencia de un poder supranacional destinado a poner orden y paz en el mundo, como lo es la ONU. Tal como se halla constituida esta organización, cae en el mismo defecto que la antigua Sociedad de Naciones. No posee un poder propio: está supeditada en cierto modo a los gobiernos de los estados miembros y no puede adoptar ninguna decisión por encima de éstos.
Es cierto que en situaciones de conflicto o de peligro de guerra en el Consejo de Seguridad de la ONU está facultado para tomar medidas y para actuar, incluso por la fuerza, con el fin de imponer una salida pacÃfica en cada caso. Pero tales medidas deben ser sometidas al voto mayoritario de los representantes de los estados y, en el caso de que la discusión entre éstos lleve a resultados que no sean del agrado de alguno de los cinco grandes —EE.UU., URSS, GB, Francia y China— bastará con que el mismo interponga su veto para que todo se venga abajo.
La Organización de Naciones Unidas sólo podrÃa cumplir su papel el dÃa que fuese una entidad independiente, con personalidad y poder propios. Para ello harÃa falta que los estados miembros renunciasen a una parte de su soberanÃa pero ¿cómo conciliar esto con la teorÃa de que la soberanÃa del Estado es una e indivisible?
Algo parecido ocurre en relación con la Europa Comunitaria. Nadie debe esperar que ésta llegue a ser una realidad plena y auténtica si a cada paso ha de verse confrontada con las voluntades de nada menos que doce estados soberanos.
El otro aspecto de la cuestión es el del orden interno de los estados que tienen en su interior minorÃas nacionales decididas a reivindicar sus derechos ante el Estado, como es el caso de España. Si se aplicase la teorÃa de la soberanÃa en toda su rigidez este problema no tendrÃa más salida que la formación de estados separados, uno para cada nacionalidad. Pero es evidente que la «balcanización» de la PenÃnsula Ibérica serÃa un paso atrás y un perjuicio para todos los pueblos que habitan en ella; algo que no puede caber en la cabeza de ningún independentista por mÃnimamente sensato que sea.
La solución de este problema no es otra que la aplicación de una forma federal al Estado. Convenimos en que éste es un camino difÃcil, ciertamente, pero no imposible, ni mucho menos.
Los estudiosos del federalismo han discutido hasta perderse de vista sobre el papel que en un Estado federal deberÃa jugar el concepto de soberanÃa. Entre ellos aparecen dos posturas extremas: la de los que piensan que sólo el Estado es soberano y que las comunidades nacionales minoritarias no lo son en modo alguno y la de los que atribuyen a éstas la soberanÃa, negándosela al propio Estado.
Existe sin embargo, una tercera posición, intermedia entre las dos anteriores, y que a mà me parece la más razonable y más fácilmente aplicable a nuestro caso, la cual propugna la idea de una «cosoberanÃa»o «soberanÃa compartida» entre el Estado y las nacionalidades.
Pero tal vez fuese mejor que, siguiendo el consejo de Maritain, renunciáramos de una vez a esa embarazosa noción y nos dedicásemos a plantear otras cuestiones más sólidas e importantes como lo son por ejemplo las «competencias» o «poderes» que habrÃan de ser plenamente reconocidas en un futuro Estado federal español a las minorÃas nacionales.
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