Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El futuro del pacifismo

 

Herria-2000-Eliza, 8. zk., 1986-01

 

      Planteo aquí un problema: el problema del futuro del pacifismo. En realidad el futuro del pacifismo condiciona y es condicionado por el futuro de la Humanidad. ¿Logrará éste salir sin catástrofe de la «situación nuclear» en que se encuentra? ¿El pacifismo se convertirá en una gran fuerza capaz de conducir el mundo o, por el contrario, se desvanecerá ante la inutilidad de sus esfuerzos? ¿Quedará algún pacifista en el primer siglo del milenio o se habrán hecho todos los hombres pacifistas?

      El pacifismo actual contrasta con el de la primera mitad del siglo que era sobre todo un movimiento idealista más o menos identificable con el antimilitarismo. Su objetivo principal es la destrucción de las armas nucleares con todas sus consecuencias y, entre estas, la de la superación del bipolarismo mundial. Si ahora se lograse desterrar el arma atómica se habría ganado la primera gran batalla de la historia contra la guerra y contra los ejércitos.

      Â¿Pero no será esto una nueva utopía? Yo no lo creo así, a condición de que los pacifistas tengan los pies bien plantados en tierra.

      Nada de esto quiere decir, ni mucho menos, que el pacifismo en su forma actual no tenga ningún valor. Al contrario creo que lo tiene y muy grande.

      A lo largo de los cuarenta años de no-guerra nuclear, desde el lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki hasta el presente, pudo comprobarse que el clamor de la opinión pública mundial contra la bomba atómica pesaba enormemente contra su utilización.

      Así en la crisis de Berlín de 1948 los occidentales hubieran podido presionar a los soviéticos de modo definitivo mediante una simple demostración nuclear sobre el territorio de la URSS, demostración a la que este no hubiera podido responder significativamente ya que no poseía aún la bomba atómica y había de tardar aún bastantes años para lograrla de modo efectivo u operacional.

      Pero una operación de este género hubiese chocado frontalmente con la opinión mundial, harta ya de horrores, y los dirigentes americanos y aliados estaban perfectamente al corriente de esto. Optaron pues por emplear otros métodos y esta fue la primera gran victoria del pacifismo antinuclear.

      La cosa fue mucho más patente al final de los años cincuenta, cuando el general MacArthur propuso la utilización de la bomba contra los chinos. Para entonces el manifiesto de Estocolmo había sido ya lanzado con sus veinte millones de firmas, exigiendo el destierro del arma nuclear y la condenación de los gobernantes que optasen por su empleo, como criminales de guerra.

      Â¿Cómo desconocer esta llamada formidable? Aunque la utilización de la bomba atómica hubiese podido ventilar en un momento la oposición china, como lo hizo antes con la resistencia japonesa, aquello hubiera sido una locura que —esta vez— no hubiera pasado inadvertida del género humano. La opinión pública habría rápidamente desmontado a los gobernantes capaces de semejante crimen. Los dirigentes americanos tuvieron que resignarse a una política de equilibrio en Corea.

 

Pacifismo y política

 

      La fuerza del pacifismo testimonial sigue siendo grande, reconozcámoslo, pero quizás no lo es suficientemente para cambiar el rumbo de la historia, como muchos querríamos.

      En definitiva el pacifismo sigue funcionando como una fuerza extra-política. Incluso, para muchos pacifistas, el contacto del movimiento pacifista con la política debe ser evitado a toda costa, con lo cual dicho movimiento seguirá manteniendo sus «manos limpias», que es lo que más parece interesarles a los que piensan de esta manera.

      Pero también el pacifismo tiene que ensuciarse las manos y esa especie de angelismo que caracteriza a algunas corrientes pacifistas debería ser superado.

      Tampoco me sirve el maniqueísmo: nosotros, los pacifistas, somos los buenos; los malos son los militaristas y los belicistas. La cosa —desgraciadamente— no es tan simple como esto.

      Ahora bien, el tema de la relación entre el pacifismo y la política no ha sido hasta ahora resuelto ni siquiera afrontado con una cierta racionalidad. ¿Cómo debe actuar el pacifismo sobre la política y cuál es la parte que ésta ha de tener en las acciones pacifistas?

      Evidentemente el movimiento pacifista no puede convertirse en un partido político como algunos desearían. Dentro de un Estado, un partido político debe presentar un programa que abarque todos los problemas de gobierno del mismo en sus líneas generales. No es este el caso del movimiento pacifista que únicamente se refiere a un tipo de problemas determinados: la paz, la sustitución de la guerra por otros medios de relación internacional no bélicos, la prohibición de las armas nucleares y posnucleares, el desarme en todas sus formas y niveles, la reducción y supresión progresiva de los ejércitos etc...

      Muchas personas pueden estar de acuerdo en estos fines sin que ello signifique la coincidencia de sus ideologías en lo que concierne a la estructuración del Estado. Pretender que el pacifismo sea en sí mismo una ideología cerrada me parece un planteamiento erróneo que limita enormemente la capacidad de acción del movimiento pacifista.

      Claro está que no se puede decretar dogmáticamente que las cosas vayan a seguir ocurriendo así, como han ocurrido hasta ahora. A la larga, la eficacia de las acciones callejeras podría aumentar; pero este supuesto, o esta posibilidad, no nos basta. A la acción publicitaria, a los ayunos, las encerronas etc. el pacifismo debería unir algo más sólido y efectivo. La calle podrá ser un método para empezar, pero no para seguir avanzando.

      En cuanto a la acción parlamentaria que parecía a primera vista la más indicada en el marco de las democracias occidentales, este camino sería difícilmente imaginable al no ser —y no deber ser— el pacifismo, un partido.

      Al margen de estas dos vías alguien podría sugerir una tercera: la revolución pacifista. Sin embargo este vuelco de la situación, en favor del desarme y de la paz, parece, hoy por hoy, algo absolutamente utópico, y por ahora al menos, no debemos perder el tiempo en cosas como éstas.

      Existen en las democracias occidentales —y en las otras también, qué duda cabe— las llamadas «fuerzas de presión» y los «poderes fácticos»; pero el carácter subterráneo, inconfesable y radicalmente anti-democrático de estos monstruos no sería compatible con los fines y la naturaleza del pacifismo.

      Para que este pudiera funcionar como una «fuerza de presión» haría falta que esta influencia se hiciera pública y visiblemente. Sería necesario que el pacifismo se constituyera en una especie de meta-partido que declarase paladinamente su propósito de controlar a los gobiernos y a los partidos, obligándoles a actuar en favor de la paz y el desarme.

      La manera de proceder de esta organización dependería de la situación de cada momento, pero sería netamente y declaradamente política.

      Así, por ejemplo, el movimiento pacifista podría negar el voto de sus seguidores a los candidatos de los partidos —fueran estos partidos los que fuesen— que se negasen a aplicar ciertas medidas concretas presentadas por el propio meta-partido.

      Â«Â¿Que usted es comunista, socialista, conservador, liberal, centrista o demócrata-cristiano? Muy bien. Pero sepa usted que ningún seguidor del movimiento pacifista va a dar su voto al partido que usted apoya si este no incluye en su programa electoral tal o cual medida determinada que el pacifismo considera necesario imponer en este momento».

      Esto no es más que un ejemplo, pero podrían ponerse otros muchos para explicar la forma de funcionar de un «meta-partido» dentro de una democracia de partidos.

 

La calle. El Parlamento

 

      Esto dicho se nos presenta inmediatamente la siguiente cuestión: puesto que dicho movimiento no puede constituir un partido político propiamente dicho ¿de qué manera influirá el pacifismo sobre la política real? ¿Se limitará a dar buenos consejos a los gobernantes para que éstos los pongan en práctica? ¿O deberán los pacifistas participar en los gobiernos haciendo sentir su peso de modo directo?

      Yo parto de una idea: si todo se reduce a actos testimoniales y publicitarios pienso que nunca se llegará a resultados definitivos sobre el desarme y la desmilitarización.

      Creo que deberíamos tener muy en cuenta la observación —para mí fundamental— de E.P. Thompson (en su libro «Opción cero», pág. 11 de la edición en castellano de 1983) que dice lo siguiente: «Lo que necesitamos no es tanto «un control de las armas» como un control de los dirigentes militares y políticos que controlan esas armas». (Hemos sustituido aquí la palabra «emplazan» del citado texto castellano por la palabra: «controlan», que se adapta mejor a la idea del original).

      El movimiento pacifista debe pues controlar a los dirigentes que tienen en su mano hacer una política militarista o una política pacifista y anti-nuclearista. ¿Pero cómo podrán hacerlo?

      Evidentemente la estrategia pacifista tendrá que ser distinta en la URSS que en las democracias de tipo occidental. Los métodos de acción y los objetivos inmediatos deberán ser por completo diferentes en uno y otro caso.

      Refiriéndonos aquí al primero, es decir, al caso de las democracias de partidos múltiples —el caso de los países comunistas, y especialmente el de la URSS, exigirá un conocimiento muy profundo del modo de funcionar de la opinión pública en estos estados— tendríamos que plantearnos con absoluta claridad la forma de operar que el pacifismo anti-nuclear puede y debe desplegar en tales democracias.

      Â¿El medio más adecuado para conseguir ese «control de los dirigentes militares y políticos» al que se refiere el E.P. Th. sería simplemente «la calle»? ¿O tal vez la vía parlamentaria?

      Respecto al primero de estos medios no seré yo quien niegue la eficacia del mismo, pero sí me atrevería a afirmar que esta eficacia es relativa y que su aplicación resultaría en todo caso insuficiente para conseguir el efecto final deseado. Las manifestaciones callejeras, en sus muy variadas formas, pueden servir, sin duda, para ejercer una cierta presión sobre los dirigentes; pero éstos tienen numerosos medios para sortear y esquivar tal influencia. Los políticos y los militares se ríen de ellas, y encuentran siempre la manera de salir del paso y echar tierra sobre las mismas.

      Claro está que la eficacia de estos procedimientos dependería fundamentalmente del poder real que el pacifismo organizado hubiera llegado a adquirir. Si el «meta-partido» tuviera un gran número de seguidores y si estos fueran disciplinados y supieran llevar hasta el final sus convicciones, su efecto político en el aspecto concreto de la paz sería incuestionable.

      Esto no es difícil de imaginar como posible en un futuro próximo y constituiría, en todo caso, un paso adelante en relación con las manifestaciones callejeras.

      Las anteriores líneas no pretenden presentar una alternativa clara y bien definida sobre el tema del futuro del pacifismo. Se trata sólo de una posibilidad entre otras muchas, que los pacifista convencidos de la insuficiencia de los métodos actuales deberían quizá proponer y estudiar.

      Si deseamos realmente que el pacifismo llegue a controlar a los hombres que manejan las armas como quiere Thompson hará falta que apliquemos procedimientos cuya eficacia en este sentido sea verosímil.

      Debo confesar que no conozco esos procedimientos aunque de algún modo los intuyo. Pero pienso que sería bueno que los pacifistas dialogásemos larga y serenamente acerca de ellos para hacer que nuestro movimiento no sólo sea generoso, justo y humano sino también esta otra pequeña cosa que a veces olvidamos: que sea eficaz.

 

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