Karlos Santamaria eta haren idazlanak
¿Parlamentarios vascos rebeldes?
El Diario Vasco, 1985-01-28
Si el discurso de Ángel Cuerda en el acto de investidura del nuevo lehendakari no fue completamente del grado de la Ejecutiva del Partido; si los aplausos de los parlamentarios de éste no fueron todo lo cálidos que el EBB hubiera deseado; si es verdad que —como se ha dicho por ahí— algún que otro parlamentario del PNV, se decidió a votar «en conciencia», es decir, en contra del mandato recibido de la «superioridad»... son cosas que pertenecen al secreto del sumario y que los simples mortales de la base no tenemos derecho a intuir y —menos aún— a indagar.
Pero sea de ello lo que quiera, y aparte de su valor anecdótico y politiquero, hechos como estos tienen un interés teórico para los tratadistas de la moderna «ciencia» de los partidos políticos.
Algunos de estos tratadistas hacen notar la diferencia sustancial que existe entre la estructura de las actuales democracias de partido y la de los regímenes liberal-representativos de la primera mitad del siglo, como lo fueron, por ejemplo —en lo que a España concierne— la anterior Monarquía constitucional y la de la República de los años treinta.
Entre un diputado de aquellos regímenes y un diputado del actual Parlamento español, o, en nuestro caso, del actual Parlamento vasco, hay una diferencia esencial como veremos enseguida. Pero esta transformación no es exclusiva de nuestro Estado sino que se está dando también en otras democracias europeas, como la alemana, o la francesa o incluso la inglesa.
El parlamentario de hoy ya no tiene la libertad que tenían los de los antiguos partidos, constituidos generalmente por «notables», es decir, por hombres elegidos por sus propios méritos, en función de su propia capacidad o prestigio local y no por el simple hecho de figurar en una lista de partido.
En su obra «Les Partis politiques», el profesor Duverger ha puesto de manifiesto esta idea, haciendo notar que actualmente «los propios parlamentarios están sometidos a una obediencia que los transforma en máquinas de votar guiadas por los dirigentes de los partidos».
Pasan así a convertirse —como ha dicho otro importante «partitólogo», el alemán Gerhard Leibholz— en un simple «eslabón organizativo». Actualmente «el diputado aparece básicamente sometido a una voluntad ajena y ya no como cabe hablar de él como de un representante que —libremente y desde su propia personalidad— toma sus decisiones políticas para el futuro de todo el pueblo». «En caso de conflicto debe doblegarse» y ya no posee —claro está— nada de la majestad de los antiguos «padres de la patria».
Con todo esto la idea misma del parlamentario cambia por completo. El parlamento es «el lugar donde se reúnen los representantes de los partidos» pero ya no tiene una posición soberana. En realidad las cosas importantes se resuelven fuera del parlamento, por diálogos, pactos o consensos entre los partidos.
A parte del trabajo técnico que los diputados puedan realizar en el seno de las comisiones yo suelo pensar que sería lo mismo que se reuniera unos poco hombres, un representante por cada partido, y que fueran ellos los que tomen las decisiones adjudicándose a cada uno un peso proporcionado al número de votantes de su partido.
En estos parlamentos de ahora ya no hacen falta —por lo visto— grandes oradores como los de otros tiempos, ni mentes señeras, sino hombres obedientes y disciplinados que sepan cumplir las órdenes de voto.
Es cierto que en los partidos de inspiración liberal —¿pero el PNV lo es?— se ha podido mantener una cierta independencia de los diputados y de hecho esto tiene un valor, aunque en opinión de Leibholz «los círculos burgueses acostumbran a exagerar por regla general esta independencia».
El sistema de listas cerradas ha venido a consagrar esta hermética interpretación del parlamentarismo. Ya no se votan personas; ahora se votan solamente partidos.
¿Pero qué puede decirse de todo esto desde el punto de vista del pueblo soberano? Cabe preguntarse si el electorado —es decir el voto independiente— no tiene derecho a llamarse a engaño algunas veces.
En el sistema de listas cerradas los partidos acostumbran a poner en cabeza de éstas sus candidaturas alguna o algunas figuras prestigiosas que atraigan el voto de la gente mientras que el resto de las mismas tiene escasa o nula importancia.
Esto se ha visto aquí en el caso de las últimas elecciones comunitarias en el País Vasco. El nombre de Garaikoetxea atrajo sin duda un buen número de votantes que en otro caso difícilmente hubieran votado nacionalista. ¿Pero qué ha pasado después? El partido ha dado por propios los votos que se debían al nombre de esta persona a la que después se le ha echado por la borda. ¿Estará conforme el electorado con esta decisión?
Es cierto que por razones de lealtad —y esto lo reconocen aún los tratadistas más liberales— los diputados de un partido deben seguir la estrategia y las tácticas que se les marquen desde el órgano directivo del mismo.
Es también cierto que estas nuevas maneras democráticas que comentamos son consecuencia del cambio de los tiempos, que el romanticismo y el idealismo políticos están ya muy lejos de nosotros, y que nada de lo dicho debe servir para favorecer la crítica contra los partidos.
Pero no es menos cierto que el juego de la disciplina y de las lealtades exige una dosis de «prudencia política» —santa palabra— mucho mayor de las que vamos viendo en estos últimos tiempos en la política vasca.
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