Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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La pena de muerte

 

El Diario Vasco, 1983-07-17

 

      Como saben nuestros lectores la Cámara de los Comunes acaba de rechazar por una amplia mayoría el restablecimiento de la pena de muerte en el Reino Unido. Un buen número de diputados conservadores ha votado en contra de la proposición de su propio Gobierno acogiéndose para ello a la libertad del «voto en conciencia» que en este caso les había sido acordada.

      Libres de toda disciplina de partido estos parlamentarios han votado justamente en contra de lo que ellos mismos habían defendido durante la campaña electoral. Ha funcionado así la espontaneidad y el buen sentido personal de cada uno en lugar de la mecánica autoritaria habitual de los partidos políticos. En definitiva parece que puede decirse que el honor del partido conservador ha quedado a salvo y que las cosas se han arreglado bastante bien para todos.

      En primer lugar —ciertamente— para la propia Margaret Thatcher que no se verá obligada a llevar sus convicciones anti-abolicionistas hasta el extremo. Es decir, la señora Thatcher no tendrá que aplicar a nadie la última pena, asumiendo la responsabilidad de decidir el indulto o la ejecución de ningún condenado a muerte, ya que no habrá condenados a muerte. Esta «potestad mortal», heredada de los reyes de derecho divino o de los señores de horca a los gobernantes modernos no les trae más que complicaciones, que en nada favorecen el ejercicio de su función gubernativa. Por ejemplo: ¿qué hubiera ocurrido en España si, en estricta aplicación de una legislación penal felizmente abolida, hombres como Milans del Bosch o Armada Comín hubieran tenido que ser condenados a muerte?

      Ahora bien hay pocos asuntos en los que la opinión pública se muestre más versátil que en este de la pena capital. Las mismas personas que un día reclaman con ferocidad la imposición de esta pena, suelen volverse al día siguiente en contra de ella y del gobernante que la aplica, calificándole de bárbaro y sanguinario.

      Según una encuesta —de dudosa verosimilitud— realizada por un periódico británico, el noventa y tres por ciento de los ingleses quisieran ver morir en la horca a los terroristas irlandeses. Pero si esa misma encuesta se repitiera en vísperas de unas ejecuciones concretas es probable que las posiciones se invirtiesen por completo.

      Nadie, —ni siquiera los propios antiabolicionistas— está convencido actualmente de que la pena capital sea la solución del problema terrorista. Al contrario, entre los numerosos motivos que se suelen aducir en contra de la citada pena, figura el que Carlos García Valdés llama el «efecto glorificador» de la misma. James Prior, diputado conservador contrario a la pena de muerte, esgrimió este mismo argumento: «la horca no disuadiría a los miembros de IRA que han demostrado ser capaces de dejarse morir de hambre para protestar contra el trato que reciben en la cárcel, sino que les convertiría en héroes catalizadores de nuevas violencias».

      Digamos por otra parte que hay notables contradicciones e incoherencias en la postura de muchas personas que se manifiestan a favor o en contra de la pena de muerte. Se encuentra uno con decididos enemigos de la última pena que al mismo tiempo se muestran favorables al aborto o al terrorismo acciones éstas que sin embargo violan de modo mucho más extenso y flagrante el derecho a la vida. Por el contrario, otras personas, partidarias apasionadas del mantenimiento de la pena capital contra los terroristas, defienden con toda naturalidad el empleo de armas nucleares que condenarían a muerte a cientos de millones de inocentes.

      Esta parcialidad, esta incoherencia, es lo que John Roach, presidente de los obispos católicos norteamericanos, llama «respeto selectivo» a la vida.

      Â«Â¡No! —dice él mismo— el derecho a la vida debe ser defendido a la vez en todas las circunstancias y en todos los terrenos».

      Así es: desde la amenaza genética hasta la amenaza nuclear, desde el embrión hasta la humanidad entera, sin excepciones ni exclusiones casuísticas, el derecho a la vida debe ser respetado y defendido siempre.

      (Pero no matando —claro está— como a algunos les gustaría).

 

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