Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Sociedades partidas

 

El Diario Vasco, 1982-09-12

 

      En este momento pre-electoral la política de los partidos parece concentrarse en un solo y único quehacer: la caza del voto.

      La máquina electorera —complicadísima máquina en la que se hace uso de todas las astucias imaginables— ejerce una fuerte presión sobre los ciudadanos, la mayoría de los cuales la soportan pacientemente como el precio inevitable de un vivir democrático. algunos se preguntan sin embargo si no estaríamos mejor sin partidos y sin elecciones como en los buenos tiempos de la «democracia autoritaria».

      El antipartidismo ha sido desde hace mucho tiempo uno de los principales tópicos de cierta derecha que únicamente confía para la defensa de sus ideas —y de sus intereses— en las soluciones de fuerza. Algunos de los discursos del general Primo de Rivera se reducían a repetir incansablemente el: «¡no a los partidos!», como si el gran desbarajuste del país viniera sólo de éstos. Algo análogo podría quizá decirse del general Franco, cuya «partitofobia» es sobradamente conocida. Nunca permitió que se hablase de partidos y sólo al final de su mando se empezó a insinuar la necesidad de un «contraste de pareceres», expresión que hoy nos suena casi a cómica.

      Parece que ciertos intelectuales de innegable liberalismo se dejaron también llevar en algunos momentos por la crítica antipartidos. Así cuando Ortega escribe aquello de: «partida la sociedad no quedan en ella más que partidos; en estas épocas se pregunta a todo el mundo si es de los unos o de los otros, lo contrario de lo que pasa en las épocas creyentes» piensan algunos que le estaba haciendo la rosca a la nueva época creyente, que era —o pretendía ser— el falangismo. Palabras como esas podían ser interpretadas —y mal interpretadas, a mi juicio— en aquel momento, como la apología del partido único, lo que sin duda nunca estuvo en la mente de su autor.

      Debemos convenir en todo caso en que la crítica sobre los partidos es legítima e incluso necesaria porque el desorden interno de los mismos produce desorden en la sociedad entera y así lo estamos viendo ahora. Pero se ha de reconocer también que no son los partidos los que dividen a la sociedad, sino que es ésta misma la que se halla dividida por múltiples factores —o más bien divisores— internos. Que es en realidad lo que quiso decir Ortega.

      Algunas de estas reflexiones pueden tener aplicación en nuestra propia sociedad vasca. Puede decirse que hace siglo y medio esta sociedad gozaba de una situación de homogeneidad cultural y creencial que hoy ya no tiene. yo no diré que eso fuese un bien indiscutible para la sociedad vasca de entonces, la cual vivía, quizás, excesivamente cerrada en sí misma. Pero el hecho es que la expresión «pueblo vasco» podía ser entonces usada en su sentido fuerte y coherente.

      Más tarde, en un siglo y medio de la historia, esta situación se ha transformado profundamente. Como consecuencia, principalmente, de la industrialización y el desarrollo económico del país, el pueblo vasco experimentó un fuerte choque demográfico y cultural del que todavía no ha podido rehacerse. Cientos de miles de personas con gustos, hablas y estilos de vida muy distintos de los del pueblo vasco se incorporaron a la tierra vasca. Hicieron de ella su nueva tierra: la tierra de sus hijos. Pero esta inmigración fue demasiado grande y desordenada y el pueblo vasco estuvo demasiado desprovisto de medios para poder asimilarla correctamente.

      Sobre la base de estos hechos indiscutibles e irreversibles nuestro pueblo está necesitando ahora de un proceso de reconstitución de su cultura y de su personalidad.

      Cuando la política vasca se encaje perfectamente en el marco estatutario y pueda ser superada del todo la violencia, habrá que empezar a construir a fondo un pueblo, un verdadero y único pueblo, síntesis de pasado y presente.

      (En realidad hemos empezado ya aunque no hayamos hecho todavía más que empezar a empezar).

 

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