Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El juzgado y la sacristía

 

El Diario Vasco, 1982-01-24

 

      Ley moral y ley penal son dos órdenes normativos —«haz esto», «no hagas aquello», etcétera— que difieren entre sí profundamente, no sólo bajo puntos de vista formales, sino también esenciales.

      En la antigüedad —en la Sociedad mosaica, por ejemplo— esta diferencia no aparece clara: Moisés es al mismo tiempo el jefe político, el legislador supremo y el supremo Maestro de moral del pueblo judío.

      Pero dentro del cuadro de la civilización moderna esos dos órdenes son distintos y han de ser necesariamente distinguidos en la práctica.

      Es cierto, sin embargo, que en toda Sociedad humanamente organizada debe existir cierta relación entre ambos códigos: el código moral y el código penal. Es decir, que lo penal debe ser siempre, de alguna manera, expresión o reflejo de lo moral, tal como lo piensa y siente la colectividad. Una Sociedad en la que la ley penal apareciese a los ojos de la generalidad de los ciudadanos como enteramente amoral, e incluso, en algunos casos, como inmoral, sería la quinta esencia de la tiranía y de la opresión.

      Ahora bien, tan peligroso como separar radicalmente los dos órdenes mencionados puede ser el confundirlos entre sí. En una sociedad pluralista tiene que existir cierta dicotomía a este respecto, ya que los criterios morales de los ciudadanos no son forzosamente coincidentes y la Ley debe dar salida a esta diversidad.

      El problema se presenta, por ejemplo, en relación con el tema, tan actual, del divorcio. Hay muchas personas que piensan que, desde el momento que el divorcio —es decir, la ruptura del vínculo con derecho a nuevas ediciones matrimoniales por ambas partes— se ha convertido en un acto completamente legal, la tal ruptura conyugal ha venido también a convertirse en un acto irreprochable desde el punto de vista de la moral, e incluso de la moral católica, que en España es todavía la moral por antonomasia.

      Pero esto no es así porque —como es bien sabido— la Iglesia católica rechaza la legitimidad moral del divorcio frente a un verdadero matrimonio auténticamente contraído. De aquí surgen actitudes de duplicidad que, en algunos casos, pueden originar verdaderas tragedias personales.

      Creo que puede afirmarse que en el Estado español la mayor parte de la gente no está preparada para vivir en un régimen de laicidad y tiende a ser terriblemente exclusivista en materia moral y religiosa. Cada ciudadano quiere a toda costa imponer su religión —o su irreligión— a todos los demás.

      El principio de la laicidad, o de la no-confesionalidad del Estado, convierte la tolerancia en ley, tanto para los ciudadanos creyentes como para los no creyentes. Pero en el Estado español la gente está habituada desde hace siglos a una especie de mescolanza político-religiosa en la que se tiende a dar a lo político un carácter sagrado y a lo sagrado un carácter político.

      El régimen de los cuarenta años contribuyó a reforzar esta confusión tradicional y la misma persiste todavía en el ánimo de muchas personas que —por supuesto— no están para grandes disquisiciones jurídicas o teológicas.

      De todo esto ha venido a resultar que mucha gente católica no esté actualmente en condiciones de distinguir el juzgado de la sacristía, lo cual trae paradójicas y lamentables consecuencias, tanto para la vida ciudadana como para la vida religiosa.

      La cuestión del aborto es todavía más enredosa. La legislación española considera el aborto como un crimen y como tal lo penaliza. Pero, frente a esta postura legal, se ha formado una poderosa corriente de opinión que exige la legalización o descriminalización del aborto. Ciertas feministas y sus aliados varones alegan el derecho de la mujer a disponer de su propio cuerpo, afirmación de principio que, evidentemente, suena como muy moderna, pero que no deja de estar en manifiesta contradicción con la interpretación cristiana del respeto al cuerpo «templo del Espíritu Santo» (I. Corintios 6.19, etcétera).

      El aborto —dicen los partidarios y partidarias de la despenalización— es un asunto privado y, por tanto, las leyes penales no tienen ninguna razón para intervenir en ese terreno.

      La cuestión es importante y merece, sin duda, capítulo aparte.

 

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