Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La energía nuclear

 

El Diario Vasco, 1981-08-30

 

      Un buen día —hace cientos de miles de años— el hombre descubrió la forma de producir y manejar el fuego.

      El terror causado entre los humanos por aquella temerosa experiencia llegó hasta la civilización helénica, dando origen el mito de Prometeo, condenado, como se sabe, a mil años de torturas por haber robado un chispa de la fragua de Vulcano.

      Pero ¿qué hubiese sido del hombre —este mono desnudo— sin el invento del fuego?

      Por muchos que fuesen los temores que semejante invención inspiró en aquellos lejanísimos tiempos, la utilización del fuego resultó ser una condición necesaria para que lo que hoy llamamos civilización pudiera existir.

      Ahora —frente a una encrucijada del vivir humano— parece que se nos quiere convencer de que el manejo de la energía nuclear es algo absolutamente necesario para que esa misma civilización pueda continuar adelante.

      Sin embargo, los temores atómicos están plenamente justificados, aunque no sea más que por el hecho de que ningún científico se halla actualmente en condiciones de prever las consecuencias que todo este proceso de activación y de industrialización de la energía nuclear va a traer para la especie humana.

      Notemos que la aventura nuclear no es sino una parte relativamente pequeña de toda una gran máquina de destrucción de la Naturaleza, que está operando «desde ya» con resultados visiblemente catastróficos para la vida en el planeta. El mundo natural está siendo degradado en gran escala y esta degradación parece además tener un carácter irreversible en muchos de sus efectos ya patentes.

      Por el empleo de técnicas destructivas y la explotación desaforada de los recursos naturales, el hombre está a punto de aniquilar su propio «habitat» y el «ecos» de los demás seres vivos, animales y plantas.

      No hay en esta afirmación ninguna exageración, ninguna fantasía. Los hechos se amontonan, desgraciadamente, para darnos la razón. Se producen por decirlo así, todos los días, sin que nadie tenga derecho a ignorarlos: polución en todos los niveles y ámbitos terrestres; mareas negras; atmósferas contaminadas; exterminación y agotamiento de especies; intoxicaciones colectivas; acumulación imparable de residuos radioactivos; insuficiencia de espacios,... etcétera.

      No se trata pues de vagos temores por algo que pueda ocurrir en un futuro más o menos lejano, sino de cosas desastrosas que están ocurriendo ya, aquí y ahora, y que bastan por sí mismas para causar pavor.

      Por otra parte, a causa del crecimiento demográfico y del agotamiento de los recursos tanto energéticos como de materias primas, el género humano se está acercando a un período de gran escasez y penuria. Como decía hace unos años nuestro amigo el filósofo-científico francés Dominique Dubarle en un artículo publicado en la revista «Comprendre»: «la humanidad en crecimiento está ya perfectamente advertida de que el volumen de lo humano está llegando al punto de saturación».

      Hasta ahora la Naturaleza nos parecía infinita e inagotable. Hoy en cambio —en frase de Paul Valéry— estamos empezando trágicamente a vivir «la Era de lo finito».

      Resulta de todo esto que los ecologistas tienen plenamente razón cuando tratan de llevar al ánimo de los demás ciudadanos el carácter verdaderamente dramático de la situación actual.

      En vano intentan algunos realistas de vía estrecha sacudirse a los ecologistas, alegando que entre estos proliferan los demagogos y los agitadores políticos de todo género. Esto puede ser cierto y —a mi modesto juicio— lo es. Pero la enorme realidad y gravedad de muchos de los problemas que estos hombres plantean no hay quien se la sacuda.

      Merecería quizás una atención mucho mayor que la que ordinariamente se le presta por parte de los dirigentes de nuestros pueblos.

      El realismo de la necesidad inmediata no es el único realismo válido. (Central de Lemoiz) tenemos derecho a exigir una visión más amplia de las cosas.

 

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