Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Teilhard de Chardin

 

El Diario Vasco, 1981-08-09

 

      En medios científicos y religiosos se ha conmemorado estas últimas semanas el centenario del nacimiento del paleontólogo P. Teilhard de Chardin, a quien se debe, entre otras cosas, el descubrimiento del hombre chino del paleolítico pekinense, o «Sinantropus».

      Nadie pone en duda los méritos científicos de Teilhard. Lo que ocurre es que este sabio jesuita, como tantos otros científicos de nuestro tiempo —Einstein, por ejemplo, también lo hizo— expuso en un conjunto de obras importantes, pero de carácter extra-científico, sus ideas sobre el mundo y el hombre. Ideas sumamente originales y ambiciosas que despertaron no pocas discusiones y dificultades.

      Favorable al evolucionismo o —para ser más exactos— a una gran visión evolucionista del Cosmos, que él mismo había creado, Pierre Teilhard fue tenido en los años cincuenta, en determinados medios integristas, por una especie de «hereje en potencia». Con gusto lo hubieran visto condenado a las hogueras —por lo menos simbólicas— del Santo Oficio. En aquel entonces los escritos científico-teológicos del P. Teilhard circulaban «sous le manteau» por seminarios y medios católicos avanzados, con gran disgusto de la superioridad eclesiástica del propio Chardin. Todo esto ocurría, por decirlo así, en el mayor secreto.

      Pero en 1955, apenas fallecido el P. Teilhard, un alto patronato que presidía la reina madre de Bélgica y del que formaban parte importantes pensadores y hombres de ciencia —como Toynbee, Huxley, Bachelard, de Broglie, entre otros— además de algunos familiares del propio autor, dio comienzo a la publicación de sus obras. La primera obra publicada fue la más discutida de ellas: «Le phénomène humain», texto que Teilhard, obediente a las indicaciones de sus maestros espirituales, nunca había querido ni permitido imprimir.

      El revuelo producido en los medios eclesiásticos por esta publicación, fue grande, y motivó, entre otras reacciones, un artículo muy duro de la conservadora revista jesuítica italiana: «La Civiltà Cattolica», reproducida poco por el oficioso, y a menudo confuso, «Osservatore Romano», lo que hacía pensar en «una especie de condenación».

      Pero felizmente la tal condenación nunca llegó a producirse. Y digo felizmente porque ello permitió que ahora, veinticinco años después, la figura de Teilhard haya merecido dos cartas discretamente laudatorias, una de ellas del cardenal Casaroli y la otra del prepósito general de la Compañía de Jesús, P. Arrupe, las cuales cartas han sido publicadas en «La Documentation Catholique» de julio pasado.

      El problema que Teilhard se había planteado era nada más y nada menos que el de construir una interpretación total de la evolución del Universo —materia, energía, espíritu, vida, hombre— que abarcase el conjunto del proceso, desde la materia física y biológica hasta las más altas realizaciones del espíritu y de la creencias religiosa.

      Es evidente que esto no era un problema estrictamente científico pero tampoco un problema teológico. ¿En qué terreno se movía pues la exposición de Teilhard sobre el fenómeno humano? A mi modesto juicio en un terreno esencial —y a menudo despreciado tanto por los científicos como por los teólogos— que es el de la creación poético-filosófica, un poco a la manera de los grandes filósofos presocráticos.

      Este aspecto poético de la obra de Teilhard ya lo apunta en su carta el cardenal Casaroli cuando la caracteriza como «una potente intuición poética del valor profundo de la naturaleza, una vasta visión del porvenir del mundo, unida a un evidente fervor religioso».

      Tanto Casaroli como Arrupe subrayan el inmenso bien que la creación teilhardiana ha podido hacer para superar un espiritualismo que tendía a encerrarse en el fijismo y para abrir, de ese modo, a muchos hombres, nuevos caminos de esperanza.

      Uno se pregunta si en la situación actual del mundo, de la ciencia y del pensamiento, la Filosofía no va a tener que ir a un nuevo presocratismo que encarne en forma poética profunda las grandes intuiciones del vivir contemporáneo. Algo que dentro de diez mil años podrá quizás ser apreciado como la postura más fecunda y creadora de futuro de esta gran crisis. Un nuevo Anaximandro, un nuevo Heráclito, un nuevo Parménides surgiendo de la decantación genesíaca de una ciencia un billón de veces más potente que la de aquellos dorados siglos.

 

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