Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Violencia en la plaza de S. Pedro
El Diario Vasco, 1981-05-17
El atentado contra el Papa nos sitúa en el corazón mismo del problema de la violencia.
Lo más terrible de este problema es quizás el hecho de que nos vayamos habituando a él. Parece ya como si se tratara de un mal endémico de nuestra civilización, algo que habrÃa que aceptar juntamente con la sociedad permisiva, el progreso económico y el desarrollo de los pueblos.
Aquà y allá en muchos lugares del mundo, vidas humanas son arrancadas diariamente por criminales sistemáticos, con la mayor indiferencia, como si de rastrojos se tratara. El atentado terrorista se va convirtiendo asà en uno de tantos «faits divers», de esos que suelen ocupar un lugar determinado en el periódico de todas las mañanas o de todas las tardes.
No es el mal lo que más debe horrorizarnos, sino el hábito del mal, es decir, el hecho de que el mal nos parezca ya la cosa más natural del mundo.
Si se me permite hablar asÃ, yo dirÃa que uno de los principales bienes que el atentado contra Juan Pablo II nos ha traÃdo, ha sido esa especie de «epifanÃa», o de puesta en evidencia ante el mundo todo, del horror que lleva consigo la violencia mortÃfera.
Han concurrido en este tremendo caso circunstancias por completo excepcionales. Por una parte, la persona de la vÃctima, sagrada para los creyentes y altamente respetable para la inmensa mayorÃa de los ciudadanos del mundo. Por otra parte, el contraste entre el cuadro de esperanza y de amor en que el hecho se ha producido y el carácter brutal del mismo. Y también la enorme espectacularidad de este suceso extraordinario realizado —por decirlo as× ante los ojos de la casi totalidad del género humano.
Notemos que las técnicas de la comunicación —la televisión sobre todo— van haciendo del universo un único escenario, en el cual se desarrollan, a la vista de todos los hombres y mujeres del mundo, los grandes acontecimientos de la historia. Presencia de muchedumbres, que es como si el acontecer histórico fuera tomando cada vez más, cariz de apocalÃpsis y de juicio final.
Lo que menos interesa en este caso son los datos episódicos del mismo. Poco importa, por ejemplo, la ideologÃa del autor o los fines que éste se hubiera propuesto al planearlo. Que sea un activista de derecha o de izquierda, de esta o de la otra nacionalidad, ya nada significa, pues, al llegar a estos extremos, la violencia de todos los colores se disuelve en el excipiente común de la absoluta irracionalidad.
Juan Pablo II no es el jefe de un Estado poderoso que tenga a sus órdenes ejércitos, ni flotas, ni servicios secretos, ni fuerzas represivas de tipo alguno. Su vida no se halla protegida por millares de policÃas: a lo sumo, media docena de guarda espaldas, algunos decorativos ujieres y unos soldados anacrónicos portadores de alabardas.
Su fuerza no es la fuerza fÃsica, sino la fuerza moral y sobrenatural de la inocencia, de la no-violencia, de la justicia y de la confianza en Dios. Esta fuerza suave, de la Palabra que, contra lo que muchos partidarios de la violencia creen, es la mayor fuerza que exista. «Más incisiva que una espada de dos filos» como dice San Pablo.
Por eso creo que andan completamente descaminados quienes —apoyándose en el atentado de la plaza de S. Pedro— reclaman ahora con mayor furia que nunca la aplicación de la pena de muerte, la tortura legal, la indiscriminada represión, los tribunales dirigidos, etcétera.
Al terrorismo sólo puede vencerle la altura moral, la dignidad de conducta, la total claridad de la administración de justicia, el cumplimiento de las leyes, el respeto de los derechos de los hombres y la generosidad y el amor a los pueblos de los que los gobiernan o dirigen. Sea esta la principal conclusión de este artÃculo.
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