Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La atroz soledad

 

El Diario Vasco, 1981-04-26

 

      En algún artículo anterior me referí a una especie de profesión de fe en la inexistencia de Dios formulada no hacía mucho por un importante escritor convecino nuestro.

      Con este motivo me permití montar una especie de argumentación que cabalgaba, o pretendía cabalgar entre el absurdo, por una parte, y el misterio, por otra.

      Â«Yo puedo abrazarme, y me abrazo, con el Misterio. Pero no puedo abrazarme con el absurdo».

      Tal era mi postura en aquel artículo y ahora vuelvo un poco sobre ella aportando como antítesis una incisiva frase de Jacques Monod que es, a mi juicio, lo más desolador y absurdo que se haya podido escribir sobre nuestra trabajada especie humana.

      La frase en cuestión figura en la página ciento noventa y cinco de la primera edición de «Le hasard et le nécessité» y en dicho lugar podrá encontrarla el curioso lector, dentro de su contexto.

      Como es sabido Monod hacía en ese libro —un poco pasado ya después de diez años largos— la crítica del animismo, es decir de esa tendencia inveterada del hombre a proyectar sobre el universo «la conciencia de su propio sistema nervioso», poblando de esta suerte el mundo, de ideas y espíritus fantasmáticos. Lo notable del caso es que el autor incluye en esta misma corriente sólo el selvatismo primario, las religiones y las filosofías idealistas, sino también el materialismo dialéctico marxista de Marx, Engels y de todos sus seguidores hasta los más modernos. Monod acusa a estos señores de querer establecer «a pesar de todos sus disfraces» una nueva «proyección animista».

      Pues bien, la frase a que he aludido dice lo siguiente: «El hombre sabe, por fin, que se encuentra solo en la inmensidad indiferente del Universo, del cual el propio hombre ha surgido por azar».

      Habiendo pues surgido según Monod, por pura casualidad, como una resultado absolutamente caprichoso del azar combinatórico, cuya probabilidad matemática previa era prácticamente igual a cero, la especie humana no tiene ya nada o casi nada que ver con el resto del Universo.

      Inútilmente tratará el hombre de proyectar sus ideas, sus sentimientos, sus dolores, etc. sobre algo o alguien que esté fuera del recinto convencional de lo humano. En vano intentará buscar un correlato, un interlocutor válido, ni por encima ni por debajo de su propia especie.

      Pero, por otra parte, el hombre —ese fruto de la casualidad— es enormemente superior a todos los demás seres de la naturaleza a la cual, y a los cuales, domina. Así, este «ser supremo» no puede explicarse asimismo, porque el azar no se explica. Ni puede tampoco el hombre pedir explicaciones a nadie porque está radicalmente solo en su radical singularidad.

      Llevadas así hasta el extremo las ideas de Monod constituyen un excelente ejemplo de lo que yo había llamado el absurdo: una situación absolutamente invivible, absolutamente sin sentido.

      Â¿Y qué hacer con el absurdo? El absurdo puede ser útil, precisamente para partir de él en busca de otra cosa, como hacen los matemáticos en sus demostraciones «por reducción al absurdo». Y cuanto más absurdo mejor —diría yo—. Si esto no puede ser así, entonces tiene que ser de otra manera.

      Esta clase de argumentos de la forma «si esto no puede ser así entonces», puede ser aplicada en muchos dominios, tanto prácticos como teóricos.

      Aunque el existencialismo esté pasado de moda, hay cosas en él que son de antes y de siempre. Dos frases, una de Unamuno —la de «la procesión de fantasmas»— y otra de Kierkegaard —la de «la obscura potencia salvaje e hirviente productora de todo lo que existe»— responden a la clase de planteamientos antes aludida y son una especie de respuesta «avant la lettre» a Monod.

      Pero de ellas nos ocuparemos otro día.

 

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