Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El rebelde y el revolucionario

 

El Diario Vasco, 1981-04-12

 

      Erich Fromm en su libro: «La misión de Sigmund Freud» establece una distinción importante entre dos tipos de hombres aparentemente próximos entre sí, pero que en el fondo son profundamente opuestos: el rebelde y el revolucionario.

      En política estos dos tipos humanos juegan, sin duda, un papel nada desdeñable y lo mismo ocurre en otros terrenos como, por ejemplo, el cultural y el religioso.

      En una situación como la nuestra, llena de tensiones y desafíos, la referida distinción puede ser útil para catalogar posturas, empezando claro esta por la de uno mismo. Tal o cual persona que a sí misma se tiene por progresista y avanzada a que modelo responde: ¿al del rebelde o al del revolucionario?

      Fromm realiza su análisis desde un punto de vista psicológico abierto, es decir, no estrictamente técnico.

      Preciso una de las ventajas de este pensador es, a mi juicio, la de ser un hombre fundamentalmente culto y de espíritu muy amplio. Lo más opuesto que cabe al marxista doctrinario o a lo que Ortega llamaba el «bárbaro especialista». Esto le permite a Fromm juzgar con gran cordura y objetividad acerca de muchos fenómenos sociales que a muchos nos afectan hoy de modo directísimo.

      El tema del rebelde y el revolucionario debe centrarse en la relación del individuo con la autoridad, sea ésta del tipo que sea: política, social, profesional, científica, cultural o religiosa. La autoridad encarna a veces en personas; pero en la mayor parte de los casos hay que referirla a un sistema, a unas instituciones, a una situación imperante o a un estado sociológico, que son los que la imponen.

      Pues bien, según Fromm el rebelde es una persona que se subleva contra la autoridad; pero que lo hace básicamente porque quiere convertirse él mismo en autoridad.

      En el fondo el rebelde está de acuerdo con la existencia de la autoridad, e incluso con la del autoritarismo, a condición de ejercerla por sí mismo o a través de sus amigos y aliados.

      Así suele ocurrir que cuando un rebelde accede al poder o a una mínima parcela de poder, a menudo se convierte en un autoritarista terrible.

      El revolucionario es, por el contrario, un hombre que quiere que las cosas cambien, pero que psicológicamente se halla por completo independizado de la idea de la autoridad. Su idea más profunda es la de que se haga una determinada revolución sea en el campo que sea que él concibe, o cree concebir, con perfecta claridad, sin que esto tenga nada que ver con un deseo personal de dominar a los demás.

      Fromm pone el ejemplo de Sigmund Freud. En el sentido psicológico —dice Fromm— Freud fue un rebelde; pero no un revolucionario. Desafió en algunos momentos a las autoridades de su país; pero en realidad amaba el autoritarismo y la disciplina germánicas y lo único que quería era mandar e imponer a los demás sus propios criterios científicos y sociales. Esto se vio claramente —dice Fromm— cuando Freud recibió el título de profesor de la Universidad.

      En la primera guerra mundial Freud se mostró orgulloso de la agresividad austro-alemana y nunca se le ocurrió examinar críticamente las ideologías bélicas y las metas de las potencias centrales, como sin duda lo hizo entonces cualquier verdadero revolucionario.

      La actitud del revolucionario me parece absolutamente respetable. Sin revoluciones del tipo que sean —políticas, científicas, sociales, religiosas, etc. La Humanidad estaría todavía en la Edad de Piedra.

      No así la postura del rebelde que busca la agitación por la agitación como un caldo de cultivo apropiado para sus deseos de dominio, sin preocuparse para nada de la eficacia real de sus acciones.

 

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