Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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La Universidad y la Cultura

 

EUTG, 1979

 

      En el otoño del año 1930 el Sr. Ortega y Gasset pronunció en el Paraninfo de la Universidad Central, en la calle de San Bernardo de la capital madrileña, un importante discurso o conferencia sobre la reforma de la Universidad.

      Yo asistí a esa conferencia y recuerdo perfectamente el interés y la expectación con que fueron escuchadas las palabras del maestro.

      El momento era de una singular trascendencia histórica: tras la dimisión del general Primo de Rivera, acababa de celebrarse el Pacto de San Sebastián, se había producido la sublevación de Jaca y, como consecuencia de ella, los fusilamientos de Galán y García Hernández, hechos que tanta repercusión tuvieron en el hundimiento del régimen monárquico.

      Hablar en aquel momento de reforma universitaria podía parecer quizás, una cosa extemporánea, y sin embargo, resultaba la cosa más natural, porque, dada la orientación intelectualista que en gran parte tenía la revolución democrática de los años 30, el tema de la reforma de la Universidad era un tema central de la nueva situación.

      Eran aquellos tiempos de gran efervescencia en la vida universitaria. Los intelectuales y los universitarios habían tenido una parte muy activa y destacada en la caída de la dictadura y muchos de ellos esperaban que el nuevo régimen democrático, que ya parecía inminente, abriese paso a un nuevo tipo de universidad, más moderna, más libre, mejor dotada y más identificada con sus ansias de transformación de la sociedad española.

      Pero Ortega no quedó satisfecho con su propio discurso, entre otras razones, a causa de las malas condiciones acústicas del local, y creyó conveniente publicar en forma de ensayo, las notas que para aquella ocasión había preparado.

      En este famoso ensayo que lleva por título «Misión de la Universidad», Ortega atribuye a la Universidad, como primer quehacer, la transmisión de la cultura.

      Â«La enseñanza superior es primordialmente enseñanza de la cultura o transmisión a la nueva generación del sistema de ideas sobre el mundo y el hombre que llegó a madurar en la anterior (generación)» —escribe Ortega.

      Ahora bien, el tema que yo me planteo en este momento es el siguiente: ¿en qué consiste, en qué debe consistir hoy ese mensaje de la cultura de la Universidad a la nueva generación? ¿Bastará con definirlo como el sistema de ideas vitales forjado por la anterior generación, como lo hace Ortega? En una época de crisis de la cultura, ¿será esto suficiente para definir el mensaje de la cultura universitaria?

      Me parece que hay aquí un problema o una serie de problemas en los que Ortega no quiso o no pudo detenerse en aquel momento. Yo voy a permitirme replantear aquí y ahora algunas de estas cuestiones, porque me parece que son de una gran importancia en una época en la que el choque de las generaciones marca el signo de nuestra civilización.

      Empezaré por afirmar algo que me parece obvio, y es que la cultura universitaria no es toda la cultura, sino sólo una parte o un modo de la cultura. Más aún: la cultura universitaria ni siquiera representa lo esencial o lo más importante y sustancial de la cultura.

      La vida de la cultura se manifiesta ciertamente en la Universidad. Pero lo hace también y de modo aún más importante fuera de la Universidad: en la sociedad, en el pueblo, en las familias y en los individuos.

      El mundo de la cultura desborda por completo el mundo intelectual y el mundo universitario.

      El verdadero hombre culto no es siempre el intelectual, sino también, de muchas maneras, el hombre sencillo, el hombre de la calle, el hombre del campo, al que muchos consideran como un hombre inculto, y que sin embargo se alimenta de viejas sabidurías transmitidas a través de experiencias humanas a lo largo de miles de años.

      Los universitarios olvidamos con frecuencia, que nosotros no somos los únicos hombres cultos y que, al contrario, nuestra cultura es, a menudo, mucho menos profunda que la de otros hombres, tenidos por incultos.

      La cultura genuina no es la cultura intelectualizada, la cultura pensada, escrita o enseñada, sino la cultura vivida. «La cultura no implica, siquiera, que se sepa leer y escribir», ha escrito acertadamente el profesor Gouliane, director del Instituto de Filosofía de Bucarest, un marxista estricto, pero profundamente preocupado por los problemas de la persona humana o del hombre individual.

      Debe, pues, evitarse el error, de los que ven la esencia de la cultura en la cultura intelectualizada.

      Si desapareciese la Universidad y todos los Centros de enseñanza, lo esencial de la cultura seguiría existiendo, porque la verdadera cultura está en el ser del hombre y en su capacidad para vivir en sociedad con los demás hombres.

      El mismo Ortega ha escrito en otro lugar: «culto es el hombre que ha tomado posesión de sí mismo». Esta afirmación es tal vez incompleta, ya que sólo presenta una versión de la cultura, la dimensión personal o subjetiva del hecho cultural, olvidando que éste es fundamentalmente un hecho social.

      Sin embargo, no deja de ser útil recordarla en un tiempo en el que corremos el peligro de que el espíritu de la Universidad quede destruido por el fenómeno creciente de la masificación.

      A una universidad selectiva, a una universidad para unos pocos privilegiados, debe suceder una universidad popular, es decir, una universidad para todos los jóvenes que tengan vocación de estudio y de investigación. En esto creo que todos estamos de acuerdo.

      Pero esto no debe significar que aceptemos el hecho de la masificación y la despersonalización.

      Ni Universidad socialmente selectiva ni Universidad masificada.

      Es ésta en la actualidad una doble, pero imprescindible, exigencia que en la práctica plantea muchos problemas.

      La masificación de la Universidad es un enorme peligro, en un momento como el actual en el que el gregarismo y la cultura de consumo, la cultura industrializada, nos invaden por todas partes.

      Dos pensadores de la Escuela de Francfort, Max Horkheimer y Teodoro Adorno, denunciaron ya en 1947 el hecho de lo que ellos llamaban «la producción industrial de los bienes culturales», es decir, la cultura en serie, la cultura «standard», que se compra y se vende; la publicidad comercial de los valores intelectuales; el tráfico de los talentos, etc.

      Hoy, después de treinta años, este mal de la cultura industrializada se ha extendido y se ha agravado. Gracias a la televisión, a los best-seller publicitarios, a las revistas de gran circulación, la cultura o pseudo-cultura, se ha convertido en un bien de consumo y no de los menos rentables. La cultura de consumo está alcanzando un desarrollo gigantesco y al mismo tiempo se están secando las fuentes vivas de la verdadera cultura.

      El gran número de estudiantes que acceden a la universidad puede dar lugar a que ésta se industrialice también a su manera. Sería esta una pésima solución que habría que evitar a toda costa. Para el estudiante, la universidad debe seguir siendo un manantial de vida personal, como lo fue en otros tiempos.

      Estoy de acuerdo, sin embargo, con los que afirman que la cultura como hecho social es anterior en la vida del hombre a la cultura como hecho personal. Recibimos la cultura de la sociedad y en este sentido tiene razón Marx, cuando afirma que la conciencia social es anterior a la conciencia individual y que el hombre es un producto de la sociedad.

      Yo aceptaría completamente esta afirmación marxiana, con la condición de que se afirmase también que el hombre, que es en gran parte de su ser un producto del medio, no es un mero producto del medio y que en cada individuo hay un principio de originalidad, de libertad y de espontaneidad, capaz de las más grandes sorpresas y de las mayores rebeliones contra toda forma de gregarismo.

      La historia humana no tendría sentido sin este principio irreductible de acción y de invención de la persona humana.

      Precisamente, hemos de distinguir, formalmente al menos, entre lo que yo llamaría la cultura objeto y la cultura sujeto.

      Por una parte, la cultura es algo que puede ser racionalizado, que puede ser explicado y enseñado; transmitido a través de los libros y de las enseñanzas de cátedra, en la Escuela y en la Universidad. Es la cultura objeto, la cultura información, la cultura instrucción.

      Pero, por otro lado, la cultura es sujeto, es decir, principio de acción y de creación que encarna en el hombre y lo transforma; que no puede ser plasmada en letras ni en palabras.

      Yo me permitiría copiar aquí, cometiendo tal vez un grave abuso lingüístico y conceptual, aquella terminología de los antiguos escolásticos, que desde Averroes hasta Spinoza ha dado mucho juego en la historia de la Filosofía. La clásica distinción entre la «natura-naturans» y la «natura-naturata», es decir, entre la naturaleza creadora y la naturaleza creada.

      Yo hablaría así de una «cultura-culturans» y de una «cultura-culturata». La primera, la «cultura-culturans» sería así la cultura como principio creador de un mundo de cosas y objetos culturales y la «cultura-culturata», en cambio, sería la cultura culturizada, la cultura como objeto, el propio mundo de objetos y cosas culturales.

      Pues bien, si me aceptáis aunque no sea más que por un momento esta terminología, yo diría que la cultura que la Universidad debe comunicar hoy a las nuevas generaciones no es sólo la «cultura-culturata», la cultura como información, sino también, y sobre todo, la «cultura-culturans», la cultura como principio de acción del hombre, la cultura como principio creador de un mundo de cosas y de objetos culturales.

      Yo quiero deciros que la misión de la Universidad no es sólo la de enseñar la cultura: la misión de la universidad es algo más importante y más profundo que esto. La misión esencial de la universidad consiste en la formación de los cultos. Por otra parte, la cultura universitaria no debe ser presentada hoy como una cultura de ideas, ni menos aún como una cultura ideológica.

      La universidad no debe seguir siendo un aparato de dominio y de reproducción de las clases superiores de la sociedad, como en gran parte lo ha sido hasta ahora.

      Un análisis un poco más detenido que el que yo puedo hacer aquí, en este momento, probaría que la concepción que Ortega expuso en 1930 sobre la reforma universitaria iba unida a una idea clasista de la sociedad española, a una concepción ideológica de la cultura universitaria.

      La universidad tenía que formar a los cuadros dirigentes: médicos, abogados, ingenieros, profesores, etc. Por la universidad tenían que pasar los hombres destinados a mandar en la sociedad. En cambio, en una sociedad como aquella el obrero no debía tener acceso a la Universidad. Advirtamos que esta ideología estaba implícita en la universidad napoleónica y lo está también en la universidad española copiada de este modelo y que dura hasta nuestro tiempo.

      Es bien conocida la crítica marxista de la ideología. La ideología de una sociedad es el sistema de ideas de la clase dominante de la misma. La ideología produce una falsa conciencia, como decía Marx. El proceso ideológico es un mecanismo ilusorio que lleva a un sistema de falsas verdades o de verdades convencionales, con vigencia exclusiva en una determinada sociedad.

      Más aún, muchos marxistas afirman hoy que la cultura universal es pura ideología, es decir, un producto de las clases dirigentes. Así, la Universidad resultaría ser el instrumento mediante el cual se impondría a las jóvenes generaciones el marchamo de la sociedad capitalista.

      Esta sospecha elemental que a muchos jóvenes de hoy aparta de sus maestros universitarios, tendría que ser enteramente superada. Para ello tendríamos que hacer una especie de acto de fe en la cultura que la salvase de toda sospecha ideológica. La cultura universal no es una ideología, no es un fraude impuesto consciente o inconscientemente por las clases dominantes, sino la expresión de una verdad, o de un conjunto de verdades y de experiencias válidas, logradas por el hombre en el curso de los siglos.

      Hay en primer lugar una cultura a la que, justamente, llamamos cultura universal y que toda Universidad, todo centro docente que merezca este nombre debe procurar transmitir a sus jóvenes discípulos sin partidismos ni particularismos.

      Es esta una aspiración fundamental que debemos dejar a salvo siempre y sobre todo en estos momentos de crisis.

      La cultura universal no es una cosa circunstancial o local, no es cosa de un momento o de una generación.

      Si hablamos de cultura universal, es falso concebir la cultura como una cosa pasajera, una cultura de hoy que ya no será una cultura de mañana. La cultura universal es integradora, es decir, se forma por una constante adición de valores y de descubrimientos vitales.

      El proceso de la cultura se realiza por continua integración de nuevos saberes y de nuevas experiencias. La cultura es, en este sentido, el patrimonio total de conocimiento y de vivencia de la humanidad.

      La cultura es el poso de muchas cosas espontáneamente vividas por hombres y mujeres que fueron nuestros antepasados: mitos, leyendas, creencias, organización política y social, prácticas morales, costumbres, descubrimientos científicos, creación artística, etc. etc.

      A la formación de la cultura han aportado un esfuerzo hombres de todas las ideas, de todas las clases, hombres creyentes y hombres incrédulos, dominantes y dominados.

      Sociedades de clase y sociedades sin clase han contribuido por igual a la formación de la cultura universal. La cultura universal no es una cultura ideológica, ni tampoco una cultura de clase.

      Me diréis, quizás, que esta interpretación de la cultura universal es contradictoria, porque en el seno de ese inmenso patrimonio aparecen verdades contradictorias, creencias contradictorias, posturas y experiencias contradictorias.

      Esto es cierto. El mensaje de la cultura que la Universidad puede hoy transmitir a las nuevas generaciones, no es un mensaje armónico y coherente. No es una ciencia. No es una doctrina. Es más bien la expresión del carácter contradictorio de la existencia humana.

      El denominador común de la cultura universal es el hombre: «la cultura es algo que tiene sentido para el hombre pero que sólo tiene sentido para el hombre», ha escrito acertadamente Ferrater Mora.

      Ahora bien, puesto que el hombre lleva dentro de sí mismo la contradicción, la cultura por él creada debe también llevar el signo de la contradicción.

      Lo grave en el momento presente es que esta contradicción llega al extremo, porque hoy está en plena crisis la fe del hombre.

      En el humanismo ateo había, al menos, una fe. Ya que no la fe en Dios (es decir, la creencia en un sentido trascendente de la vida, en un principio inteligente y absoluto de todo lo existente, pero no extraño a la vida del hombre) en el humanismo había una fe en el hombre.

      Pero en el momento actual y cada vez más claramente, se va viendo que al fenómeno histórico de la muerte de Dios va unido otro fenómeno quizás menos visible pero no menos inquietante: el fenómeno de la muerte del hombre. Muchos autores actuales han señalado la simultaneidad histórica de estos dos hechos. Empezamos a asistir al fenómeno de la muerte del hombre.

      Muchas son las causas de este hecho. Tenemos, por de pronto, el desarrollo técnico que en gran parte se opone al hombre. Debemos reconocer que la técnica, o más bien, la mentalidad técnica, impone a la civilización un sesgo cada vez más antihumanista.

      La civilización técnica es, cada vez más, una «civilización sin hombre». Es decir, una civilización de máquinas, de servo-mecanismos, de enormes aparatos estatales y multinacionales, dentro de los cuales, el hombre individual, no cuenta ya como sujeto de la vida social.

      Por otra parte, en el terreno del pensamiento, el positivismo científico tiende a prescindir de la categoría «hombre», porque el concepto de hombre es, desde este punto de vista, un pseudo-concepto. El hombre es indefinible e indeterminable científicamente. No hay lugar para él en el dominio de una ciencia matematizada.

      También cierto género de positivismo marxista tiende hoy a eliminar al hombre, sujeto de la historia.

      Tal es al menos, la interpretación que Althusser da a la teoría marxista. Para construir nuestra teoría, dice Althusser, no necesitamos para nada la idea de hombre. El hombre no es el sujeto de la historia. La historia es un proceso sin sujeto.

      El estructuralista Foucault, en su notable libro «Les mots et les choses» es todavía más expresivo que Althusser. El hombre es una invención reciente y que va a pasar rápidamente de moda —dice Foucault—. En nuestros días ya no se puede pensar más que en el vacío que el hombre ha dejado al desaparecer. «A todos aquellos que quieren todavía hablar del hombre, de su imperio o de su liberalización; a todos aquellos que todavía plantean cuestiones sobre lo que es el hombre en su esencia; a todos aquellos que quieren partir de él para tener acceso a la verdad, sólo se puede oponer la risa filosófica, es decir, de alguna manera, una risa silenciosa».

      Creo que todo esto se ha de tener en cuenta al plantear la presentación del mensaje cultural en el dominio universitario en nuestro tiempo. Ningún maestro, sea cual sea su ideología, tiene derecho a ignorar este contexto crítico de la muerte del hombre en que nos encontramos.

      En medio de un mundo que cruje por todas partes, no debe intentarse alimentar la inteligencia de los jóvenes discípulos con falsas armonías platónicas. Se ha de tener en cuenta, sobre todo, que la propia universidad está en crisis y nada tiene de particular que lo esté en medio de una civilización en crisis. Lo raro sería que la Universidad no lo estuviese. Esto significaría sencillamente que se encontraba fuera de la civilización, fuera del movimiento de la cultura, que estaba muerta. Pero afortunadamente, esto no es así. Esta Universidad en crisis sigue estando en el corazón de la crisis.

      Un joven profesor recién llegado a la cátedra, me confesaba no hace mucho, su desencanto por el clima de la Universidad y su gran preocupación por el futuro universitario.

      Â«No es que la Universidad haya adoptado un rumbo equivocado —me decía— sino que no tiene rumbo alguno. Exceptuadas las tareas rutinarias, indispensables, para la concesión de títulos, la Universidad no sabe a dónde va. Ignora cuál debe ser su misión cultural dentro de la sociedad en que vive».

      Esta falta de rumbo, esta aporía, este «no ir a ninguna parte», es precisamente lo característicos de la crisis y en esa situación se encuentra hoy la Universidad en la mayor parte de los países occidentales.

      Algunos dicen que el problema de la universidad es un problema económico. Que la Universidad sea bien dotada económicamente, que se pague bien a los profesores, que se le proporcionen a la Universidad los medios materiales y se la verá florecer.

      Creo que esta es una opinión equivocada. El mal —si así puede llamársele— es más profundo que esto.

      Y hasta puede que esta especie de mal sea un bien. Porque el espíritu universitario está, a pesar de todo, vivo, y sigue luchando.

      Después de todo lo que llevamos dicho, creo que está claro que los datos del problema que hoy se le plantea a la cultura universitaria son bastante distintos que los que Ortega y Gasset podía contemplar en 1930 aunque algunos de ellos, como el de la masificación, ya los había él intuido. Masificación de la universidad; industrialización de la cultura; ideologización o transformación de la cultura en ideología; desmoralización de los universitarios; mecanización de la sociedad; pérdida de fe en el hombre y en los valores culturales, son los datos negativos con los que el hombre de vocación universitaria tiene hoy que luchar en la realización de su misión cultural.

      Ahora bien, al profesor y al alumno universitario que en esta época del año dan comienzo a su tarea en este nuevo curso, hay que decirles que esta especie de desánimo, esta especie de dificultad de vivir que hoy encuentra el hombre culto en un mundo desculturizado, no es sino un signo pasajero y parcial de un momento altamente prometedor para la Humanidad.

      Estamos en todas partes pendientes de una especie de revolución cultural que cada vez sentimos como más necesaria. También en la Universidad hay que hacer una revolución.

      Muchos jóvenes están dispuestos a adoptar esta actitud revolucionaria, y yo pienso que deben ser estimulados en sus afanes radicalmente renovadores.

      Creo, en efecto, que la Universidad debe infundir en los jóvenes un espíritu de insatisfacción, un espíritu de cambio, un espíritu revolucionario, digámoslo de una vez. Pero no tanto para luchar unos hombres contra otros, sino para luchar todos contra una civilización que aplasta al hombre.

      La revolución de hoy, o más bien, la revolución de un mañana inmediato que estamos ya tocando, es la revolución del hombre contra las máquinas. Es la revolución de que nos habla el pensador judío Martín Buber.

      Â«Veo avanzar —dice Buber— sobre el horizonte histórico con la lentitud de todos los procesos de que se compone la verdadera historia del hombre, una gran protesta contra la civilización técnica, un gran descontento, una gran revolución. En ella, los hombres no se rebelarán como ha ocurrido en el pasado, contra el reinado de una tendencia determinada, sino que se alzarán todos juntos contra la falsa manera, la inauténtica manera en que se están produciendo la convivencia humana y la relación del hombre con la naturaleza».

      En esta revolución del hombre contra los aparatos, la universidad no puede ser neutral; debe estar del lado del hombre. Por eso, creo que el gran quehacer que hoy tendría delante la cultura universitaria sería la re-humanización de la ciencia, la re-humanización de la técnica.

      El medio principal para esta re-humanización debe ser la vuelta a las raíces, la vuelta a una especie de silvestrismo, que estamos necesitando tremendamente, es decir, el ir a buscar la savia de la cultura en las culturas de los pueblos.

      Hasta aquí hemos hablado de la cultura como cultura universal. Hemos dicho que el mensaje cultural que la Universidad debe transmitir a las nuevas generaciones es la cultura universal, entendida no como una ideología, ni como una ciencia, ni como una doctrina, sino como el patrimonio vivo, complejo y contradictorio de la humanidad.

      Ahora bien, refiriéndonos sólo a la cultura universal, hemos prescindido, aunque sea sólo provisionalmente, otro aspecto de la cuestión: las culturas particulares, las culturas primarias, las culturas de los pueblos.

      Ortega no prestó en su discurso de la calle de San Bernardo ninguna atención a este otro aspecto. Este mismo desprecio lo manifiesta a lo largo de toda su obra. No tiene en cuenta Ortega, para nada, la existencia de las culturas de los pueblos. Es cierto que alguna vez habla de culturas nacionales; pero haciendo siempre coincidir curiosamente estas culturas con los límites de las fronteras entre los Estados. Así Ortega habla de una cultura española, una cultura francesa, una cultura inglesa, una cultura alemana y admite que estas culturas deben informar el espíritu de las respectivas Universidades. En cambio, cuando se refiere a culturas locales, la cultura andaluza, por ejemplo, lo hace en una forma poética o folklórica, y, por supuesto, en ningún momento piensa en que esta cultura pueda ser tomada en serio e incorporada a la Universidad.

      La mentalidad declaradamente jacobina de Ortega, le impide reconocer una existencia sustantiva y que pueda merecer alguna atención a las culturas de los pueblos.

      Nosotros aquí y ahora, en un momento en que la personalidad vasca lucha todavía más denodadamente que en el pasado para ser reconocida, no podemos menos de plantear el problema de la cultura vasca en la Universidad.

      Tenemos un gran quehacer ante nosotros que es el de la creación de una Universidad vasca que responda a un modelo nuevo de Universidad, que sea una Universidad joven, una Universidad distinta, una Universidad para el año 2000.

      Me da la impresión de que no se nos va a permitir hacer esta Universidad nuestra, esta Universidad vasca. Que se va a tratar de entorpecer de un modo o de otro el acceso de nuestra lengua y de nuestra cultura a la Universidad.

      Estamos ante un momento grave para nuestro pueblo. Hoy en toda España se levanta una campaña contra nosotros los vascos: nosotros somos los restauradores del feudalismo: nosotros los rompedores de España, los enemigos de la democracia. Pero no importa. Estamos acostumbrados a los chaparrones. Seguiremos defendiendo la personalidad del pueblo vasco, al mismo tiempo que afirmamos la solidaridad de este pueblo y su hermandad con los demás pueblos.

      A nuestro pueblo se le imponen unos módulos culturales centralistas destinados precisamente a destruir la personalidad cultural vasca e integrarla dentro de una forma o de una cultura uniformizada dentro del Estado español.

      Ahora bien, la cultura universal sólo adquiere sentido para los hombres concretos a través de las culturas particulares y éstas no pueden ser, o por lo menos no deben ser, falsificadas y deformadas.

      La Universidad no puede limitarse a presentar a sus discípulos una cultura cosmopolita, es decir una cultura sin rostro, sin expresión, sin fisonomía, una cultura intercambiable y en este sentido abstracta.

      La Universidad Vasca tiene, pues, que trasmitir al estudiante vasco el mensaje particular de la cultura vasca, no como cosa separada, ni como hecho diferencial, sino como una interpretación y una expresión más de la propia cultura universal, vista y vivida desde el ángulo concreto de un pueblo determinado.

      Yo entiendo que es el propio pueblo vasco, en su totalidad compleja, quien debe determinar el futuro destino de la lengua vasca, su pervivencia, su cultivo, su desarrollo literario, su utilización como medio de comunicación social.

      Esto de que los vascos, que somos todos los que vivimos y trabajamos en este pueblo, podamos orientar el futuro de nuestra cultura, sin interferencias ajenas, es lo que yo llamaría el derecho a la autodeterminación cultural. Yo afirmo este derecho y lo proclamo aquí: el deber y el derecho de cada pueblo a mantener su propia cultura, y pienso que nadie puede discutir en el plano político este derecho porque es un derecho natural.

      La Universidad del País Vasco deberá asumir este problema y tendrá que afrontarlo en el futuro con valentía, claridad y espíritu de justicia.

      De ninguna manera, deberá la Universidad Vasca oponerse a la comunicación con los demás pueblos. No deberá fomentar una especie de separatismo cultural que no tendría ningún sentido. Nuestra Universidad deberá ser universalista, como cualquiera otra Universidad del mundo y tampoco podrá ignorar los grandes valores culturales de la comunidad de pueblos dentro de la que vive el pueblo vasco.

      Pero para hacer todo esto tendrá que tener en cuenta como quehacer fundamental su deber de transmitir la cultura vasca a las nuevas generaciones en la forma que el propio pueblo vasco en su totalidad y en el momento oportuno determine.

      Al terminar esta disertación creo haber cumplido, aunque de modo sumamente imperfecto, el fin que me había propuesto en ella.

      Permitidme ahora, como remate de mi pobre discurso, que os lea unas palabras pronunciadas hace casi sesenta años con clara visión de nuestros problemas culturales y universitarios por D. Tomás de Elorrieta, catedrático de la Universidad de Murcia, en el II Congreso de la Sociedad de Estudios Vascos, celebrado en Pamplona, del 18 al 25 de Julio de 1920 y en las que el Sr. Elorrieta sintetizaba de modo admirable las mismas ideas a que acabo de aludir:

      Â«Queremos la Universidad Vasca en primer término para perpetuar y fortalecer la vida del espíritu vasco, porque aparte del afecto natural que profesamos a nuestro País, tenemos la convicción de que el desenvolvimiento espiritual de la humanidad sólo puede lograrse mediante el desenvolvimiento espiritual de cada individuo y el desenvolvimiento espiritual de cada pueblo».

 

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