Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Defensa de la haraganerÃa
El Diario Vasco, 1968-06-16
Un amigo de Montesquieu se propuso escribir un tratado en defensa de la pereza. Acumuló notas, fabricó gran número de argumentos demostrativos de las innumerables ventajas de la holgazanerÃa. Y, cuando todo estuvo a punto, se puso a trabajar afanosamente en la redacción del libro. Apenas llevaba un rato entregado a su ardua labor, se dio cuenta de que lo que estaba haciendo era una enorme insensatez: trabajar para hacer la apologÃa de la holganza es un contrasentido. Entonces tiró al fuego todos los papeles y envió a su editor una nota que decÃa: «La pereza es algo tan grande que se demuestra a sà misma, como las verdades axiomáticas. La única manera de probar su superioridad es ponerla en práctica. Esto es precisamente lo que he decidido hacer. Asà que no cuente usted con mi libro. La decisión que he adoptado vale más, en favor de mi tesis, que todas las páginas que hubiese podido escribir».
Algo de esto me ha sucedido a mà esta vez. Durante una hora he trabajado para dar con el tema de este artÃculo sin poder encontrarlo. Esto suele ocurrir a menudo, como sabe cualquier escritor. Los temas no faltan, pero sucede frecuentemente que ninguno de ellos sirve en el momento preciso de que se trate. Pasa en esto lo que les pasaba a aquel Don Servando y a aquel Don Arturo de que nos habla el P. Vinuesa en sus escasamente pulcras «Coprógenas» («quejábase a gritos Don Servando...» «y dábase a los diablos Don Arturo...»). Me encontraba con que un tema no me servÃa por demasiado blando, y el otro tampoco... por demasiado duro. Asà que no habÃa medio de escribir el articulito.
Cuando estaba entregado a estas tristes reflexiones y después de haberme pasado un buen rato revolviendo papeles y hojeando libros, mi vista vino a posarse sobre una obrita que hace unos cuantos años me regaló su autor, el ilustre profesor de Lovaina Jacques Leclercq, titulada «Éloge de la paresse». Confieso «inter nos» que este ensayo no lo habÃa leÃdo, con lo que me habÃa dado a mà mismo una prueba suficiente de la tesis sostenida por el propio autor, es decir, que no necesitaba que mi amigo me convenciera de la verdad de sus afirmaciones.
Pensé —¡oh paradoja!— que acaso pudiera inspirarme en este libro para hacer el artÃculo. Pero inmediatamente caà en la cuenta de que era inútil ponerse a la lectura del ensayo, que no hacÃa ninguna falta. Bastaba explicar a los lectores lo ocurrido. El libro volvió pues al estante y yo me puse a teclear. ¡Ah, venturosa holganza! ¡Cuánto tenemos que aprender de ti! ¡Cuántas cosas andarÃan mejor en el mundo si en vez de empeñarnos en escribir en los periódicos, nos pusiéramos a imitarte, como parece que hacÃan los hombres en sus buenos tiempos!
Claro que para empezar el artÃculo tuve que cometer un pequeño fraude, del cual debo confesarme ante ustedes, atribuyendo a un inexistente «amigo de Montesquieu» algo que nunca ocurrió, pero cuyo imaginario relato me sirvió para abrir fuego. No creo que la memoria del inventor de las «Letras Persas», que fabricó tantÃsimas mentiras, haya salido perjudicada por ello. Es lo mismo que solÃa hacer d'Israeli cuando no encontraba una cita a punto para adornar sus discursos en el Parlamento británico...
¡Éloge de la paresse!... O, como escribiera nuestro Unamuno (página 561 del segundo volumen de sus Ensayos, edición de Aguilar de 1942), ¡defensa de la haraganerÃa!
(ConvenÃa, con todo, precisar los últimos detalles para que no fueran ustedes a creerse que la cita de Unamuno era también falsificada).
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