Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Hambre

 

El Diario Vasco, 1968-02-04

 

      La necesidad de alimentarse es cadena y defensa para el hombre. Por una parte, yugo, que nos unce a la tierra y a los reinos inferiores de la naturaleza. Por otra, escudo contra toda tentación de evasión o de angelismo.

      Â«Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de que saliste. Porque eres polvo y has de volver al polvo».

      Así, en la maldición bíblica, estas dos necesidades van unidas en un mismo contexto: la necesidad del comer y la fatalidad del morir.

      Es chocante este obligatorio requisito que nos impone la propia fisiología, de tener que reponer a corto plazo nuestras reservas químicas. Pudo la madre Naturaleza habernos permitido más largos intervalos de aprovisionamiento, como lo ha hecho con otras especies; es decir, habernos calculado de otra manera; pero no ha querido hacerlo así.

      Apenas solemos darnos cuenta de aquella rígida necesidad de alimentarnos, porque en nuestras existencias bien apañadas el yantar llega siempre a la hora precisa, e incluso algunas veces a muchas horas más que las precisas. A los seres privilegiados, es decir, a los que comemos todos los días, el comer se nos antoja a menudo más un placer que una necesidad. ¿Los gastrónomos no han hecho de ello un arte?

      Pero el día en que, por una causa o por otra, el alimento llega a faltar en un pueblo, es el hambre, la pavorosa hambre, antesala de la muerte. Entonces el hombre se vuelve lobo para el hombre.

      No pensamos en que una gran parte de la Humanidad vive en un estado de ayuno crónico y se consume en una especie de autodestrucción permanente.

      Las estadísticas, que tanto se han barajado estos días, nos hablan de millones y millones de hambrientos; pero quizás nos hiciese más efecto ver junto a nosotros a uno sólo de esos niños famélicos, poseídos de inexorables enfermedades de degeneración, esos niños esqueléticos que parece que sólo tienen ojos, ojos grandes para mirarnos tristemente.

      En la necesidad de alimentarse ve Simone Weil la primera fuente de obligaciones para el hombre y el prototipo de todas las demás.

      Â«Es una obligación eterna respecto del ser humano, la de no dejarle sufrir de hambre cuando se tiene la posibilidad de socorrerle. Esta obligación, por lo mismo que es la más evidente, debe servir de modelo para trazar la lista de todos los deberes eternos del hombre con el hombre. Si se plantea esta cuestión a cualquier persona, se verá que nadie piensa que un hombre pueda ser considerado como inocente, cuando, teniendo alimento en abundancia y encontrando a su paso a otro medio muerto de hambre, pasa ante él sin darle nada».

      También en el Evangelio se nos dice que el hombre será juzgado por sus obras de misericordia y en primer lugar por esta de dar de comer al hambriento: «porque tuve hambre y me disteis de comer...», etcétera.

      Y yo me pregunto, ¿es acaso inocente la Humanidad de hoy que, en pleno conocimiento de causa, deja morir de hambre a la mitad de sus hijos, mientras una tercera parte sobreabunda? Yo me pregunto: ¿podemos comer honradamente y en buena conciencia nuestro pan mientras este estado de cosas perdure en el mundo?

      Es cierto, quizás, que ni tú ni yo estamos en condiciones de hacer nada eficaz para resolver este problema. Pero sí podemos reflexionar, lo que acaso pudiera ser un principio de acción colectiva útil.

      También podemos adoptar posturas más comprensivas, cambiar incluso la mentalidad respecto a los problemas sociales. Tal vez, cuando alguien nos diga que las estructuras de este mundo son injustas, que hay que atacar los males desde sus raíces y que la raíz del hambre de muchos pueblos está en el imperialismo económico y en el egoísmo colectivo de otros pueblos y clases ricos, armados, eso sí, hasta los dientes, podemos quizás hacer algo mejor que calificar a ese alguien de «comunista», fácil salida para poseyentes de buena conciencia.

      Hay muchos que piensan que el problema del hambre lo tienen los otros, los que no comen. Y no es así. El problema del hambre lo tenemos todos: lo tenemos también nosotros, los que comemos. Porque no se trata sólo de un caso técnico, sino, sobre todo, de un caso de conciencia.

      Y dice bien Simone Weil cuando dice que no se puede considerar como enteramente inocentes a hombres que en una sociedad, teniendo alimento en abundancia, dejan morir de hambre a otros hombres junto así.

 

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