Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Muerte de un partido
El Diario Vasco, 1967-10-01
L.M.R.P. última manifestación de la democracia cristiana en Francia, acaba de desaparecer. Su disolución oficial no es otra cosa que la confirmación de un hecho: el M.R.P. estaba ya muerto desde la crisis de Argelia.
También han desaparecido varios de los más importantes grupos que dominaron la polÃtica francesa durante la postguerra. No tiene pues nada de particular que la misma suerte le haya alcanzado a la formación de Robert Schuman y de M. Bidault.
Pero el asunto ofrece mayor interés desde un punto de vista general, que atañe a varios paÃses europeos, sobre todo a aquellos en que la influencia católica es más sensible.
¿La desaparición del M.R.P. en Francia no será el signo o el principio del fin, de la democracia cristiana en todas partes?
Nacida de un parto difÃcil —recuérdense, por ejemplo, los tiempos de «Le Sillo»—, la democracia cristiana fue la obra de católicos abiertos, católicos modernos, que querÃan romper el cerco y aproximar la Iglesia al mundo, o si no la Iglesia, sà por lo menos las gentes de iglesia, más o menos afines a un pensamiento de inspiración cristiana.
Al final de la última guerra fue una sorpresa para muchos la aparición de un partido demócrata cristiano potente, capaz de hacerse con la mayorÃa parlamentaria y de equilibrar, en parte, el gigantesco «bound» comunista. Muchos vieron el cielo abierto. dieron las gracias a Dios «que una vez más salvaba a Francia de la destrucción». Bastantes, sin tener nada de demócratas y, menos aún de cristianos, pensaron que este era un excelente instrumento para defender sus intereses económicos y se adscribieron también al nuevo partido.
Pero hubo otros que no se sintieron tan complacidos al saber que una vez más la etiqueta cristiana serÃa aplicada a una realización temporal, no menos turbia que cualquier otra.
Emmanuel Mounier escribe en mayo de 1947 que «la inflación súbita, en toda Europa, de los partidos demócratas cristianos, que algunos ven, regocijadamente como una renovación, no es —no nos engañemos— más que un edema sobre este cuerpo enfermo de la cristiandad».
Es verdad que a renglón seguido declaraba Mounier que la calidad individual de muchos de los militantes de las democracias cristianas, sus intenciones y la utilidad de su actuación, no podÃan ser puestas en duda. Y que en la situación sociológica en que se encontraban los medios cristianos de Europa «si estos partidos no existieran habrÃa que inventarlos».
La democracia cristiana, era pues considerada por Mounier como un mal, un mal menor inevitable, o, si se quiere, un bien relativo dentro de una situación de desorientación del «pueblo cristiano», de la «cristiandad».
Desde 1947 ha llovido muchos, naturalmente. La historia no sólo no ha retrocedido —nunca retrocede— sino que ha seguido avanzando de modo inédito e inesperado. Desde entonces el quiste comunista se ha reblandecido o, por lo menos, ha cambiado de forma.
Aquella «Santa Alianza» de los dictadores, Stalin, Hitler, Mussolini, que Mounier temió por un momento, nunca llegó a realizarse, aunque estuvo a punto de ello. Aquellos nombres se hundieron para siempre. Surgieron nuevos frentes, nuevos nombres. Paró la guerra frÃa, la coexistencia se impuso como única fórmula de supervivencia del mundo. Los aficionados a guerras santas se fueron quedando sin mercado.
Dentro de este cuadro de extinción de la democracia cristiana debe ser saludada, quizás, como un progreso, ano ser que, una vez más, surja por ahà un nuevo intento de utilización de la etiqueta religiosa en el dominio polÃtico.
Pero, ¿qué harán en el futuro los católicos en el ancho mundo de la polÃtica, cuando tengan que moverse por sà mismos, según sus propios criterios y no gregariamente en virtud de mandatos y consejos de la jerarquÃa?
Hay mucho que andar aún para que las ideas lleguen a estar maduras en este terreno y se rompan definitivamente los cercos. Aún se seguirá jugando durante mucho tiempo a partidos cristianos y otras cosas por el estilo.
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