Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Crisis religiosa

 

El Diario Vasco, 1967-09-03

 

      Algunos buenos cristianos, y otros que no lo son tanto, se muestran escandalizados por «las cosas que están ocurriendo» en la Iglesia.

      No miden el alcance histórico y la profundidad de la crisis. No se dan cuenta de la trascendencia del momento que estamos viviendo en el terreno religioso. Confían en que todo esto no sea más que una crisis pasajera y piensan que, tan pronto como los dirigentes eclesiásticos se decidan a usar de sus báculos con la debida energía y agilidad, todo volverá en la Iglesia al cauce autoritario «del que nunca debió haberse salido».

      Atribuyen la situación actual a la irresponsabilidad e insuficiencia técnica de determinados teólogos «progresistas», particularmente franceses y alemanes, y también —por qué no decirlo al espíritu de aventura de cierta figura histórica de la Iglesia, cuyo nombre apenas se insinúa entre dientes.

      No faltan tampoco quienes, viendo las cosas desde otro ángulo más político que religioso, consideren en este momento a la Iglesia como una causa de perturbación del «orden», refugio y semillero de espíritus críticos y rebeldes, que con su afán de plantear problemas y agitar reivindicaciones, ponen más o menos en peligro la estabilidad del quehacer ciudadano.

      Esta Iglesia que, en lugar de ser el más firme apoyo de la autoridad civil, como rezan las encíclicas desde Gregorio XVI hasta Pío XII, parece convertirse en algunos momentos en su más molesto contradictor, no responde ya a la idea que ellos se habían formado del papel de la religión en el edificio social.

      Lo peor de todo es que ninguno de estos disconformes parecen sospechar siquiera la profundidad y radicalidad del fenómeno a que estamos asistiendo.

      La actitud religiosa está atravesando, en efecto, un momento de reforma y de depuración interior mucho más importante de lo que creemos. No parece que haya en la historia del cristianismo precedentes de una cosa así.

      En primer lugar están en crisis las formas o estructuras exteriores de la Iglesia. Algunas partes del edificio eclesial dan la impresión de hallarse afectadas por la carcoma, aunque vistas desde lejos aun pudiera parecer que se mantienen enhiestas.

      Pero este aspecto del problema es el menos importante: reforma de la organización curial, aproximaciones ecuménicas, libertad religiosa, supresión del Ãndice y modernización de los métodos del Santo Oficio, reformas litúrgicas tendiendo a una mayor divulgación de la Palabra, innovación revolucionaria en los métodos pastorales... Todo esto, y otras muchas cosas por el estilo, son manifestaciones exteriores y relativamente fáciles de afrontar de la crisis actual.

      El fondo de la cuestión está en la situación de la fe y del hombre de fe dentro del mundo y de la cultura contemporánea.

      El creyente de hoy se siente hipotecado por unas cargas históricas demasiado pesadas. No hay más remedio que ir a la esencia de la fe, desentenderse un poco de todo lo accidental y periférico.

      La cuestión está en saber cómo se puede seguir siendo un hombre de fe y cómo puede vivir y manifestarse esta fe en un mundo como el nuestro.

      Determinadas formas de la creencia y de la práctica religiosa, cargadas de lastre temporal y de ganga supersticiosa, aparecen como definitivamente caducas.

      Por una parte, la religión se interioriza cada vez más, es decir, se adueña cada vez más del hombre interior y se sitúa en el punto preciso de las motivaciones más profundas del vivir humano. Estamos cada día más lejos de la religión marginal: el pietismo, religiosidad de gestos y apariencias; el gregarismo y el fariseísmo están siendo enérgicamente eliminados por la conciencia religiosa de nuestro tiempo.

      Por otro lado, los cristianos se abren al mundo, realizan su vida en medio del mundo, cada vez con mayor soltura, con una visión más amplia y grandiosa que nunca. La mentalidad de «ghetto» es radicalmente rechazada.

      La religiosidad exige hoy una mayor interiorización de la fe y, al mismo tiempo, una más amplia exteriorización del quehacer del hombre de fe.

      Hay en el mundo cristiano una renovación de vida interior que pasa inadvertida para los observadores superficiales. El espíritu de la fe está vivo y operante en la Iglesia. Por debajo de todas las dificultades, de todos los problemas de esta hora crítica, el hombre de fe se siente confortado y seguro de sí mismo.

      Para mí, el balance de la religiosidad es, en este momento, favorable, enormemente favorable al espíritu.

      Pero deben prepararse a grandes sorpresas todos los que han hecho de la religión una cuestión de hábito y de conformismo social.

 

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