Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Evangelio y política

 

El Diario Vasco, 1967-07-09

 

      El ensayo «Por una política evangélica» que acaba de aparecer en Francia tiene, entre otras, la virtud de ser un poco desconcertante. Nos desconcierta porque nos saca de los carriles sobre los cuales estábamos acostumbrados a rodar en este terreno.

      Superados, por lo menos en teoría, la teocracia y el césaro-papismo, es decir la subordinación del poder civil al eclesiástico y la colusión o confabulación de ambos poderes, lo habitual en los autores contemporáneos era mantenerse, más o menos discretamente, en la tesis de la independencia de lo político y lo religioso.

      Estas dos esferas aparecían claramente diferenciadas, aunque no necesariamente opuestas.

      El «dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», palabra de Cristo que se refiere de modo concreto al deber fiscal, era repetida un poco simplemente, como una especie de fórmula mágica con la que el problema de la dualidad temporal-espiritual parecía quedar definitivamente zanjado.

      La política como quehacer moral, es decir, destinado a la realización de un fin moral —el bien común— no quedaba abandonada al oportunismo y a la física social: ya que debía someterse a la ética natural, que se apoya en la razón.

      Pero a la religión, actitud que nace de una fe o de una creencia, no se le asignaba un papel especial en este asunto, como no fuese el de perfeccionar y estimular el conocimiento y la práctica de la moral. Tal era, en definitiva, la posición que pudiéramos llamar moderna, sin llegar a modernista, de los autores, sobre todo franceses, que han seguido a Jacques Maritain. Podía y debía haber cristianos en la política, pero no había propiamente una política cristiana. Esto es lo que hemos leído y hemos oído repetir miles de veces.

      Esta postura resultaba clara y, hasta cierto punto, cómoda, ahorrando conflictos y confusiones.

      Pero no puede negarse que al mismo tiempo esa postura restaba fuerza al mensaje evangélico al tratar de eliminarlo del quehacer temporal. Se suprimía todo riesgo teórico de teocracia, pero, a la vez, se hacía casi inoperante al Evangelio en el terreno político.

      Lo que ahora intenta Paupert, el autor del libro que comentamos, es restablecer el contacto entre la política y el Evangelio, sin recaer, claro está, en ninguna forma de césaro-papismo.

      Empresa, como se ve, muy arriesgada y difícil y dentro de la cual se le ve naufragar al señor Paupert, sumergido en algunos momentos por las olas que él mismo va levantando.

      Paupert se esfuerza en demostrar, lo que no es difícil, que en el Evangelio hay gestos y afirmaciones concretas que afectan a la política y que no son el producto de una deducción filosófica, sino parte importante del mensaje revelado. La guerra, la paz, el trato al prójimo, el amor al amigo y al enemigo, la relación patriótica, la libertad, la autoridad, la pobreza, la riqueza, la propiedad, son temas político-sociales y el Evangelio los afronta con una perspectiva determinada. Para dar más fuerza a su análisis, Paupert examina estos aspectos en función de la complicada coyuntura política del pueblo judío en el momento del advenimiento de Cristo.

      Su análisis resulta muy interesante pero es, sin embargo, insuficiente. La verdad es que no se llega a deducir del mismo la existencia de una política evangélica. Y esto es precisamente lo que nos desconcierta en este libro.

      El propio autor propone que el tema sea mejor analizado. Invita a los eruditos y a los teólogos a profundizarlo en las fuentes bíblicas e históricas.

      Nada más opuesto, repetimos, al pensamiento de Paupert, que una concepción teocrática o clerical.

      Pero la cuestión queda en el fondo sin resolver. Es justo aspirar a que el Evangelio sea de nuevo, o sea cada vez más, una auténtica fuente de actividad política y social al servicio de los hombres. Lo importante es medir y definir el cómo. La Iglesia ha realizado en estos últimos años algunos gestos significativos en tal dirección. Es ahí quizás donde mejor puede buscarse el esbozo de una política evangélica.

 

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