Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Confesionalidad del Estado
El Diario Vasco, 1967-01-01
Parece que el problema de la libertad religiosa en España va ser rápidamente superado, por lo menos bajo su ángulo jurÃdico y legal. El nuevo Estatuto de confesiones religiosas es, según se cree, lo suficientemente amplio para satisfacer las exigencias de la justicia en este orden de cosas.
De la justicia, decimos, y no de la simple tolerancia, porque es de justicia el principio de que la sociedad civil no debe entrometerse en el terreno de las creencias y de la práctica religiosa. Y menos aún imponer en ese campo limitaciones o coerciones que no vengan rigurosamente exigidas por el mantenimiento del orden público.
El asunto está ya muy visto y no es necesario que insistamos aquà sobre el particular.
Ahora bien, queda otro problema, quizás menos importante desde el punto de vista polÃtico-práctico, pero que es de una gran trascendencia en el orden de las ideas y de las creencias.
Me refiero a la cuestión de la confesionalidad del Estado.
En el mundo actual sigue habiendo todavÃa un número relativamente importante de Estados de constitución confesional más o menos abierta (cristianos, mahometanos, sintoÃstas, etc.).
En las discusiones de estos últimos años se han venido confundiendo los dos problemas, es decir, el de la libertad religiosa del ciudadano y el de la confesionalidad del Estado. Es evidente, sin embargo, que se trata de dos cuestiones distintas.
En principio, un estado confesional puede respetar la libertad religiosa tan bien o mejor que un Estado neutro; pero queda flotando una cuestión delicada. ¿Qué valor, qué significado, qué alcance puede tener en un Estado moderno una declaración de confesionalidad? A estas alturas la palabra y la idea de confesionalidad resultan algo chocantes y es lo menos que puede decirse acerca de esto.
¿Se trata, acaso, de un acto de fe colectiva? No creo que sea asÃ, ya que la fe es un hecho eminentemente personal y que sólo alcanza una dimensión social visible en el seno de las comunidades propiamente religiosas, como lo es la Iglesia.
¿Debe suponerse, pues, que la confesionalidad es un gesto o una actitud de naturaleza polÃtica? En realidad, es asÃ: el Estado no es capaz de realizar otra clase de gestos que los estrictamente polÃticos. El Estado —y que me perdone el Estado— no es capaz de resolver una ecuación de segundo grado ni de traducir un texto de Cicerón.
El Estado no piensa, ni cree, ni espera. Todo lo que hace y dice el Estado es —por definición— de naturaleza estrictamente polÃtica.
Ahora bien, la gente, esa realidad informe que llamamos «gente» y que no hay modo de encuadrar en una forma jurÃdica y conceptual religiosa, sà que cree, siente y espera.
La sociologÃa debe ser un puente tendido entre el Estado y la comunidad o el pueblo sobre el cual se asiente.
Un Estado puede ser correctamente confesional si se apoya sobre una realidad sociológica comprobada, a condición, claro está, de que respete escrupulosamente la libertad religiosa de todos los ciudadanos; de que eluda cualquier tipo de discriminación religiosa, vejatoria o perjudicial para los que disientan de la mayorÃa.
Incluso el escéptico, el hombre sin creencia, y el positivista enemigo de toda idea religiosa, merecen este mismo respeto. Y esto se ha de dar siempre por descontado.
Esto dicho, convengamos en que la palabra «confesionalidad» es poco adecuada para expresar lo que se quiere significar aquÃ: una actitud polÃtica básica de un Estado, la cual se establece a partir de un hecho religioso perfectamente definido sociológicamente.
En ningún caso bastarán, pues, los tópicos históricos, por muy sagrados y grandiosos que parezcan. La confesionalidad del mito y del ditirambo patriótico, es siempre un grave perjuicio para la religión porque deforma las conciencias de los mismos creyentes.
La verdadera «confesionalidad» de un Estado nunca debe responder a móviles de nivel inferior. Debe ser siempre un acto de respeto fundamental hacia algo objetivo, algo que está ahà en la comunidad humana que se llama pueblo y que tiene derecho a que el Estado, sea cual sea su signo polÃtico, lo respete y lo proteja.
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