Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Dimitri Stafendas
El Diario Vasco, 1966-09-11
No sabemos si Dimitri Stafendas ha querido asesinar a un hombre o asesinar una idea. En el primer caso sería un asesino vulgar; en el segundo, un asesino político, es decir, un hombre que asesina o cree asesinar ideas, no personas.
Es evidente que en el asesinato político hay siempre mucho de fetichismo. Deshaciéndose del fetiche, es decir, dando muerte al hombre que encarna una ideología aborrecida, el asesino político pretende precisamente destruir o dar muerte a esa ideología.
Pero a las ideas no se las puede asesinar, porque no en vano pertenecen a la familia de los dioses inmortales.
Camus ha hecho notar que antes del 21 de enero de 1793, fecha trágica de la ejecución del rey de Francia, había habido bastantes regicidios; pero que lo que Ravaillac, Damiens y demás émulos del regicidio quisieron asesinar no fue el principio de la realeza, sino simplemente la persona del rey que, por una razón o por otra, no les gustaba.
A la revolución francesa, en cambio, le tenía sin cuidado el hombre Luis XVI. Lo que pretendía al llevarle a la guillotina era guillotinar el concepto mismo de la monarquía de derecho divino. Y en este sentido puede decirse que el tribunal revolucionario fracasó, sirvió mal a la causa de las libertades públicas, que así quedó manchada con la sangre de aquel inocente. Nada ni nadie puede hacer más daño a una causa, por noble y generosa que ella sea, que la sangre inocente vertida en nombre de la misma.
Si —lo que parece poco probable— el desdichado Stafendas ha querido servir ahora a la causa de la «integración», asesinado al «apartheid» en la persona del presidente Verwoerd, hay que reconocer que ha estado poco acertado al realizar este gesto criminal.
Resulta explicable —aunque no esté justificado— el hecho de que muchos negros se pusiesen a saltar de alegría y a cantar aleluyas y salmos por las calles de la capital de Nigeria, al recibir la noticia de la muerte del «premier» sudafricano, lo que, ciertamente, supone un estado de primitivismo político no demasiado chocante en aquellas latitudes ex-coloniales.
Pero no es tan cómodo ni fácil de explicar el hecho de que el presidente del comité especial de la O.N.U. sobre el «apartheid», señor Achkar Marof, de Guinea haya declarado que «la comunidad internacional debiera estar agradecida a este asesinato». El señor Achkar Marof, autor tan apasionado como poco diplomático de esta frase mortífera, haría mejor quizá en dejar su sillón de la O.N.U. para ocupar un lugar adecuado en la selva de sus antecesores.
También me extraña el editorial del diario nacional de Kenia, que ha dicho: «Verwoerd gobernó con el código de la violencia y ha fallecido de muerte violenta».
Este lugar común de que los partidarios de la violencia deben morir a mano armada, mientras una muerte pacífica se halla reservada a los hombres justos y pacíficos, no está comprobada por los hechos y responde, además, a una interpretación demasiado ingenua de la historia. Semejante principio equivaldría a atribuir a la historia un carácter demasiado razonable, demasiado lógico y moral. Y desgraciadamente la historia ni es moral, ni es lógica, ni es razonable.
Ahí está el caso de Gandhi que, bajo muchos aspectos, es el personaje antitético de Verwoerd. Gandhi fue el profeta de la «no-violencia». Sus convicciones pacifistas nacieron precisamente el día en que —joven abogado con títulos británicos— fue a defender un pleito en África del Sur y se encontró con que no se permitía viajar en primera ni llevar turbante, precisamente a causa del color de su piel. El polizonte que le arrojó del vagón junto con sus maletas, a pesar de llevar su billete en regla, y el juez que le ordenó quitarse el turbante, porque los indios no podían usarlo en aquel país, hicieron todo lo que había que hacer para despertar en el alma de Gandhi la vocación irresistible, el ansia de justicia, que le llevó a ser el gran profeta de la paz.
Pues bien, Gandhi murió asesinado lo mismo que ahora ha muerto Verwoerd. Un fanático musulmán puso fin a la vida del Mahatma a las cuatro de la tarde del viernes 30 de enero de 1948, dándole así la mejor corona que su vida pudo haber recibido en este mundo.
Triste es tener que afirmar que, al menos de tejas abajo, y diga lo que quiera el «Diario de Kenia» al hombre violento y al pacífico les cupo en este caso una misma suerte. Nadie debe atreverse a presentar el asesinato de Verwoerd como un acto de justicia.
Así, prescindiendo de otras consideraciones morales o moralizadoras, debemos llegar a la conclusión de que ni la Humanidad ni la noble causa de la integración negra, han ganado nada con semejante crimen.
A esta muerte seguirán otras, y muchos sufrimientos más. Y —lo que es el triste destino de la historia— la solución razonable del problema del «apartheid» no habrá hecho con todo esto sino retrasarse quizás en muchos años, acaso en un siglo más.
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