Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Lucidez

 

El Diario Vasco, 1966-01-02

 

      El tránsito de un año a otro es un hecho perfectamente banal por la simple razón de que, como todo el mundo sabe, los años no existen.

      Son simples divisiones convencionales con las que los hombres intentamos inútilmente aceptar la insondable fluencia del tiempo. Y hasta resulta dudosa para la mayoría de los filósofos la existencia misma del tiempo, como algo absoluto e independiente de nuestra propia «duración».

      —¿Qué tal se vive en este pueblo? —le preguntaron a un labriego castellano de una de esas aldeas terrosas, quemadas por el sol y agostadas por siglos de historia.

      —En este pueblo no se vive, señor. Se dura nada más —contestó el hombrecillo, mostrando en ello toda la sabiduría —un sí es o no es sarcástica— de esas del campo.

      Y el tiempo es eso, en efecto: «duración». Nuestra propia e íntima duración.

      Algunas veces he pensado que hay muchas personas en el mundo para las cuales vivir se reduce a sólo esto, a durar. Tal es la monotonía con que los hechos se repiten, o parecen repetirse, en sus vidas.

      El año nuevo sirve para que nos demos cuenta de que aún seguimos durando de que aún somos, que todavía existimos.

      Lo corriente suele ser que consideremos el hecho de existir como algo natural, sencillo, evidente, cuando en realidad debiera constituir para nosotros el motivo de una repetida y tenaz extrañeza.

      Maeztu solía decir que el descubrirse a sí mismo, todavía vivo, le producía cierta misteriosa sensación de sorpresa.

      —¿Pero aún estás vivo? ¿Tú mismo? ¿Tú? ¿Aquél? El que sabes, el que recuerdas. Aquel niño, aquel muchacho, aquel hombre. ¿Eres tú mismo? ¿Y todavía duras?

      Y Unamuno nos cuenta en alguno de sus ensayos, en los que siempre habla de sí mismo y nada más que de sí mismo, que, a medida que se le iba pasando la vida, iba notando cada vez con mayor intensidad el latido del tiempo dentro de su propio ser, como algo insólito y asombroso.

      Tolstoi, Camus, Sartre, entre otros muchos autores modernos, nos han presentado este mismo fenómeno con diferentes nombres y bajo distintas perspectivas. Pero siempre, en el fondo, el mismo.

      En Unamuno el relato es autobiográfico. La primera vez que le ocurre es en la aldea de Ceberio, en el balcón de madera del caserío de Ugarte. «Fue la primera vez que ésto me sucedió y fue el campo, el que con su silencio me susurró en el corazón el misterio de la vida».

      Esto mismo puede acontecerle a cualquiera y en cualquier momento, de la manera más inesperada. En la calle, al tomar el autobús (el mismo autobús de todos los días). O en el café (el pequeño café comarcal) al encontrarse con la misma pregunta de siempre («¿Qué toma usted, monsieur Antoine?»), como le sucede al personaje central de «La náusea», de Sartre.

      Percibir lo natural como insólito es un signo significativo de madurez y cuando lo que se percibe es precisamente la propia vivencia, el asunto es todavía mucho más importante.

      Pero para esto hay que haber atravesado por esa especie de experiencia mística, o pseudo-mística—, si ustedes lo prefieren, en la que, de pronto, se nos revela nuestro propio existir como el misterio más terrible y más próximo a nosotros mismos.

      Este choque existencial, verdadero choque, porque en él súbitamente aparece como «chocante» lo que hasta aquel momento habíamos considerado como la cosa más natural del mundo, es lo que un jesuita francés, el Padre Blondel, ha llamado «la experiencia de la lucidez».

      La ocasión del «año nuevo» me ha servido de pretexto, aunque la cosa sea un poco traída por los pelos, para intentar aclarar las ideas sobre este punto a un amable comunicante que me escribía hace unos días preguntándome en qué consiste esa famosa «experiencia».

 

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