Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Negros y blancos

 

El Diario Vasco, 1965-05-09

 

      El actual episodio de la lucha pacífica contra la segregación racial en América del Norte es, sin duda alguna, uno de los experimentos históricos más interesantes de nuestro tiempo.

      La inmensa mayoría de los seres humanos medianamente conscientes, sea cual sea su raza, religión o ideología, están hoy de acuerdo en afirmar la justicia de la causa negra y rechaza la idea de la segregación como algo contrario a los principios éticos más elementales.

      Incluso dentro de los Estados Unidos muchos ciudadanos favorables al régimen segregacionista reconocen que no se trata más que de un sistema transitorio y que la sociedad americana debe evolucionar hacia la igualdad de derechos teórica y práctica.

      Y ahora, pregunto yo: ¿si casi todo el mundo está de acuerdo en la necesidad de superar definitivamente el esclavismo, por qué no se lleva a cabo este propósito? ¿Cómo se explica que en un país como Norteamérica, y en una época como la nuestra, siga aún tolerándose semejante lacra?

      Es que, señores, las sociedades son tardígradas. Se mueven con dificultad, propenden a la inmovilidad, tardan mucho en ver las cosas con claridad y no van, sin más ni más, adonde quieren ir, o adonde sus dirigentes quisieran que fuesen. Es la ley fatal de las grandes masas y de los grandes números. Nadie mejor que los gobernantes y los dirigentes de los pueblos conoce la inercia de éstos.

      Las masas son idiotas o, si lo prefieren ustedes, son extraordinariamente sabias, ya que se mueven con extraordinaria lentitud y oponen una gran resistencia a modificar sus costumbres, salvo en momentos de crisis revolucionaria.

      Por esta razón, entre otras varias, no basta que una causa social sea justa, razonable, noble o humana para que prospere sin dificultad.

      Esto es algo que los ilusos y reformadores de todo cuño no acaban de comprender. Poseídos de la idea de que la razón y la justicia les asisten, creen que todo el mundo debería también inclinarse ante sus proyectos de reforma. El mundo se perfeccionaría así, al compás de sus deseos, como en un sueño.

      Por desgracia, las cosas no ocurren de esta manera. No basta que un silogismo sea correcto para que su conclusión se realice automáticamente.

      Al contrario, el camino de las causas justas suele ser por lo general un largo calvario en el que muchos hombres tienen que ser sacrificados antes de que la verdad resplandezca. La mayor parte de sus grandes defensores mueren con la sensación de que han fracasado: las luminarias de la victoria no brillan para ellos en este mundo. Las glorias póstumas son, por el contrario, el más frecuente homenaje de los pueblos a sus héroes.

      En los días que siguieron al asesinato del presidente Kennedy, un sociólogo estadounidense, el señor L. Harris, se dedicó a estudiar las reacciones de los americanos frente a este gesto espectacular de violencia. No hace falta decir que en aquel momento el asesinato político no era ninguna novedad en el horizonte del país. Incluso bajo el mandato del propio Kennedy bastantes ciudadanos habían sido linchados o asesinados por motivos raciales, sin que la opinión se inmutara lo más mínimo a causa de esto.

      El ciudadano americano vivía convencido de encontrarse en una situación de derecho en la que primaba la ley y el orden.

      Hizo falta que los gérmenes del odio y de violencia, que larvaban la conciencia colectiva, alcanzaran la figura del presidente, para que muchos ojos se abrieran.

      Según las conclusiones de Mr. Harris «la muerte del presidente Kennedy produjo un cambio profundo en el pueblo americano. Se abrió paso entre la gente la idea de que había que rechazar todo extremismo, tanto de derecha como de izquierda y se impuso una voluntad consciente de convivencia pacífica».

      Esta conclusión puede ser, acaso, demasiado optimista, pero no cabe duda de que la muerte de Kennedy produjo un gran shock en la conciencia americana.

      Tal puede ser la razón de que los métodos no-violentos sean hoy admitidos y propugnados por un gran número de personas en la lucha antisegregacionista americana, a pesar de que el clima político de los Estados Unidos nada tiene que ver con el de la India de Gandhi.

      Nuestro mundo, concluyamos, no es un paraíso idealista. Nada se hace sin esfuerzo, sin dolor, sin sacrificio. Pero muchos males podrían ser evitados por anticipado si las gentes se percatasen de la realidad sin esperar a que ésta les golpeara demasiado duramente.

 

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