Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

"text-align:center">"font-size:16pt">La obra bien hecha</p>

 

"text-align:right">El Diario Vasco</i>, 1965-03-07

 

      Algunos de mis amigos «orsianos», antiguos discípulos y admiradores del inmenso don Eugenio d'Ors, y hoy figuras importantes de la intelectualidad española, suelen recordar con frecuencia entre los principios de la vida sana y noble más aconsejados por el maestro, la regla de oro de la «obra bien hecha».³lo la obra cuidadosamente pensada y acabada, mimada y acariciada, como quien dice, por su autor, puede proporcionar a éste el equilibrio interior, el pago y la satisfacción a que aspira, y a la sociedad la utilidad ejemplar y el beneficio al que tiene también derecho. La «obra bien hecha» edifica, la «obra mal hecha» destruye, empezando por dañar a su propio autor.

      Â«Haz lo que haces», decían los antiguos para significar esa misma entrega al quehacer inmediato, y yo pienso que hay en esto una gran verdad.

      Hasta la ocupación más anodina,¡s fastidiosa y antipática, esa que uno va dejando remolonamente de un día para otro, se presta en efecto a la aplicación de aquel principio. Prueben ustedes a poner en ella la atención y la minuciosidad benedictina de un orfebre y la verán transformarse en fuente de gozo y fruición interiores.

      Lo malo del caso es que esta regla tanto puede aplicarse a las acciones buenas como a las malas. Erróneamente entendida, nos llevaría pues a una especie de esteticismo o de narcisismo netamente inmoral. La complacencia en el instante vivido, apurado como una copa de licor absoluto, hasta su última gota, la entrega sin reserva al ahora y al aquí, que André Gide propugnara un tiempo.

      Hasta en el mal puede haber perfección, arte y complacencia estética. Realizarlo con perfección es la táctica suprema del marqués de Sede. Lo mismo que cabe el juego perfecto, la gestión perfecta, el negocio perfecto —lo que se suele llamar el «bonito negocio»— y hasta el barrido y el fregado perfectos —también entre los pucheros anda el Señor—, cabe la canallada perfecta, la jugada perfecta, el robo perfecto, el asesinato perfecto. La idea no es nueva. Ahí tenemos a Raskolkinof, el protagonista de «Crimen y castigo», planeando su crimen perfecto, minucioso, científico, el crimen indescubrible y que nadie descubrirá hasta que la conciencia misma del autor obligue a éste a delatarse. La simple idea del verdugo perfecto, aunque presuntamente se halle éste al servicio de la justicia, de esto que los humanos llamamos justicia, le pone a uno el espíritu en carne de gallina. Las «noyades» de Nantes o las modernas cámaras de gas, ¿no son, a su manera, obras de verduguería perfecta?

      Claro que los orsianos nunca han pensado en semejantes atrocidades. La obra bien hecha, tal como la predicara el maestro d'Ors, presupone una bondad objetiva o intencional que excluye toda perversión esencial.

      Pero, puesto a inventar maniqueos, otra objeción me viene a la cabeza —no olvidemos que lo mejor de una teoría está a menudo en las objeciones que se le hacen— y es la siguiente: ¿La obra bien hecha no será un lujo, una especie de privilegio «burgués», reservado a ciertos individuos económica o moralmente fuertes?

      Para imprimir a la obra esa perfección tan deseada, se requiere cierta libertad física y moral, es decir, que el alma del autor permanezca exenta de cargas y preocupaciones acuciantes. Se requiere tiempo, espacio, calma, sosiego y holgura de espíritu. Pero esto no se halla al alcance de todo el mundo. Cuando se trata del trabajo real, sobre todo del trabajo en serio, monótono, igual, rutinario, casi animal, que en muchos casos impone a ciertos operarios la técnica moderna, tiene uno el deber de preguntarse si cabe realizar ahí la obra perfecta. Si es posible lograr en esas acciones la entrega, el gozo y la satisfacción de alma y cuerpo a que el hombre pueda aspirar según la noble regla que comentamos.

      Mi moraleja —porque todo en este mundo acaba por enseñarnos algo, por moralizarnos o desmoralizarnos, todo tiene su moraleja o su desmoraleja— será ésta: hay que aspirar a que todo hombre disfrute del margen vital, moral y material, necesario para realizar su obra bien hecha. Tecnocracia, capitalismo, o socialismo, cualquier sistema económico-social será malo siempre y precisamente siempre que no respete el espacio mínimo vital del hombre singular, ese espacio que el hombre necesita para ser hombre.

 

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