Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El desarme de las conciencias

 

BAC, 1963

 

SUMARIO

I. Necesidad e insuficiencia del desarme material.

II. El desarme moral o desarme de las conciencias.

III. Paz armada y psicosis de guerra.

      1. El uso de las armas psicológicas.

      2. La guerra de las ondas.

      3. La guerra fría.

      4. El miedo, causa de la carrera de armamentos.

IV. Hacia una política de mutua confianza.

      1. La crisis de la desconfianza: su raíz última.

      2. La mutua confianza, única salida posible.

      3. Razones que apoyan esta política de mutua confianza.

      4. Perspectivas actuales del desarme moral.

 

Necesidad e insuficiencia del desarme material

 

      En el capítulo anterior se ha expuesto la doctrina de la Pacem in terris sobre el desarme, es decir, la disminución o supresión de los armamentos. No debe creerse que este desarme, del que se viene hablando hace muchos años, sea una simple utopía. Procediendo paso a paso y dentro de las garantías necesarias de mutua seguridad, el desarme puede y debe ser llevado a cabo en nuestro tiempo y convertirse en un medio eficaz de pacificación del mundo.

      A pesar de la inutilidad de los innumerables intentos anteriores, los papas no han cesado de hablar del desarme como de un quehacer urgente y realizable.

      Sobre la posibilidad real del desarme decía, por ejemplo, Benedicto XV —por medio de la Secretaría de Estado— en 1917: «Se ha dicho, en particular, que el desarme recíproco y simultáneo debe ser puesto entre las aspiraciones irrealizables, destinadas a un seguro fracaso. Es cierto que el desarme es deseado por todos sin excepción como el único medio de alejar el peligro de la guerra, de remediar las dificultades financieras de los Estados y de impedir las convulsiones sociales que, sin esta medida, nadie podría evitar. Pero, desde el momento en que se trata de determinar el medio o la manera de realizar este desarme, cesa el acuerdo. No dudo en reconocer francamente que ninguno de los sistemas considerados hasta el presente es verdaderamente práctico. Y, sin embargo, este sistema práctico existe» (carta de la Secretaría de Estado a Mons. Chesnelong, arzobispo de Sens.). (El documento continúa proponiendo la supresión, de común acuerdo, del servicio militar obligatorio y otras medidas).

      Hoy puede razonablemente conservarse y reafirmarse la esperanza de que dentro de un futuro próximo puedan obtenerse algunos resultados tangibles en este terreno. Así parece indicarlo, por ejemplo, el reciente pacto de Moscú, saludado por Radio Vaticana, como «una buena noticia». «El acuerdo de Moscú no es todavía la paz. Sus límites son evidentes. Sin embargo, suscita una ola de esperanza. Es un hecho, una realidad, y una realidad positiva, sobre todo si se le considera en relación con las innumerables tentativas anteriormente fracasadas» —declaraba la Radio Vaticana—. «El deseo de asegurar la paz por medio del desarme ha prevalecido sobre la tentación de confiar la seguridad a la violencia y a la fuerza. Los hombres han realizado un gesto de confianza recíproca», y esto es muy importante. «Basta con que los autores del pacto piensen en la intensidad y en las dimensiones de la esperanza y de la aprobación que han suscitado en el mundo con este acuerdo para que se sientan estimulados a continuar por el mismo camino»[1]. En efecto, la confianza mutua y la fe en el empleo de los medios pacíficos y la esperanza en una organización más justa y amistosa de las relaciones internacionales tienen, quizás, más importancia que los resultados que pueden seguirse del acuerdo inmediatamente. Hay ciertamente algo más importante todavía que el desarme material, y es el desarme de los espíritus, la conversión de las conciencias a una actitud más conciliante y mejor dispuesta hacia la colaboración pacífica entre los hombres.

      En su mensaje de primeros de julio de 1963 a los jefes de Estado inglés, ruso y americano, y al secretario de las Naciones Unidas, Su Santidad Pablo VI se expresaba en estos términos: «La firma del tratado para la prohibición de las experiencias nucleares toca profundamente nuestro corazón, porque vemos en ella una prueba de buena voluntad, un gaje de concordia y una promesa para un porvenir mejor»[2]. «El acuerdo tripartito de Moscú no es tan importante por las disposiciones técnicas que contiene como por el hecho de que constituye un primer paso en el comienzo del desarme moral», declaraba poco después de la firma del tratado el Sr. Spaak, ministro belga de Asuntos Exteriores. El «desarme moral», del que vamos a ocuparnos en este capítulo es, en efecto, la condición esencial de una pacificación efectiva del mundo contemporáneo.

      La limitación o supresión de los armamentos, es sin duda alguna, una medida necesaria en el actual estado de cosas, pero por sí misma no bastaría en ningún caso para asegurar una paz duradera. El desarme moral y el desarme material son dos tareas que deben desarrollarse paralelamente y que se relacionan muy estrechamente entre sí. Así, la simple existencia de un material de guerra tan poderoso como el actual y de una organización de la investigación y la fabricación bélicas tan perfectas como las que hoy poseen los principales Estados mundiales, son por sí mismas una tentación y una amenaza constante contra la tranquilidad y el equilibrio mental de los pueblos. «La multiplicación amenazadora de los ejércitos es más propia para excitar que para suprimir las rivalidades y los recelos, y turba los espíritus a causa de la inquieta espera de los acontecimientos...», decía León XIII[3].

      Independientemente de los gastos que el armamento origina y de su potencia destructiva, que en cualquier momento puede ser puesta en juego, la existencia del mismo produce, como consecuencia marginal, esa turbación de los espíritus; fenómeno psicológico parecido, si no idéntico, a lo que hoy llamamos la guerra fría. Si en 1889 podía el Papa hablar en esos términos, ¿qué no debería decirse hoy, teniendo en cuenta que la existencia de medios de información y propaganda, mucho más poderosos que los del siglo pasado, aumenta el miedo y multiplica los temores hasta llevar a las masas a una especie de locura colectiva?

      El peligro de la guerra se convierte de esta manera en un vértigo del que las multitudes no pueden casi sustraerse. Puesto que las armas existen, se sentirá la necesidad de emplearlas contra el adversario en uno u otro momento. Surge así la psicosis de guerra y un nuevo y terrible concepto de la guerra. El peligro de la guerra-sorpresa, la guerra por accidente o por error, es una realidad. Mientras los armamentos existan, cierta lógica secreta de la conducta humana tenderá a que sean utilizadas, aun contra la voluntad de los mandos.

      Los puros medios tienden, en efecto, a erigirse en causas o en fines de las acciones humanas.

      La civilización técnica de nuestro tiempo presenta muchos ejemplos de esta interacción entre medio y fin. «En realidad, el medio reacciona sobre el fin y lo modifica en virtud de esa simple ley psicológica que hace que cada uno quiera en proporción a lo que realmente puede, es decir, que alguien descubre la existencia de un fin en el momento mismo en que se sienten en posesión del medio que le permitirá alcanzarlos»[4].

      Por ejemplo, la idea de aniquilar en una sola operación bélica naciones enteras no podía nacer en ninguna mente humana mientras no existiesen medios capaces de realizar tan enorme destrucción. Pero ahora la potencia de los armamentos hace posibles estos hechos[5], y como consecuencia de ello surge la estrategia «anticiudad», que supone la aniquilación total del adversario. Esta estrategia se presenta como la única posible en el caso de una guerra atómica, ya que no existen medios de defensa contra «missiles», y el arma atómica no admite en estas condiciones una utilización más ponderada. La potencia misma del arma arrastra a los hombres allí adonde nunca hubieran pensado llegar. Se altera o se modifica así profundamente el concepto mismo de la guerra. «La corrupción del fin por el medio es el tipo mismo de la falsa eficacia»[6].

      El desarme material es, pues, sin duda alguna, un paso necesario para la paz; pero esto no significa que sea suficiente para asegurarlas, y de hecho no lo es, ya que las verdaderas causas de las guerras son mucho más profundas que las puramente técnicas, y sus remedios deben serlo también. «Durante demasiado espacio de tiempo se ha visto en el problema de la limitación de los armamentos un problema puramente técnico, a pesar de que se trata, sobre todo, de un problema moral —dice Guido Gonella[7]—. Antes de desarmar los ejércitos es menester desarmar la psicología de guerra, educar las conciencias en la persuasión de que la paz no sólo es posible, sino que es además obligatoria».

      Ya en 1921, cuando, apenas firmados los tratados que ponen fin a la primera guerra mundial (Versalles 1919, Saint-Germain 1919, Neuilly 1919, Trianon 1920, Sèvres 1920), los aliados acaban de decidir la ocupación de la cuenca del Ruhr y el Gobierno alemán se resigna a aceptar el pago de 132.000 millones de marcos-oro de reparaciones en treinta anualidades, el papa Benedicto XV afirma de modo solemne que «la paz inscrita en los documentos solemnes no ha sido acompañada de la paz de las almas, ya que casi todas las naciones, las de Europa sobre todo, siguen estando desgarradas por desavenencias, y éstas son tan agudas que exigen de modo cada vez más imperioso la intervención directa del Dios de misericordia...»[8]. Y muy poco después, su sucesor Pío XI[9], insiste sobre la misma idea, afirmando que, aunque la paz o las paces hayan sido ya firmadas en los documentos diplomáticos, esta acción no servirá para nada si al mismo tiempo no se deponen los odios y los recelos mutuos, si no desaparecen las pasiones bélicas, terriblemente peligrosas para la sociedad. El mal de la guerra viene de más adentro, proviene del interior del hombre —dice citando al evangelista San Marcos (7,23)—, y por eso la paz debe ser establecida en las almas antes que en ningún otro lugar; objetivo, sin duda, mucho más difícil de lograr que la firma de unos tratados, y más lejano también, pero al mismo tiempo más profundo y más eficaz.

      «Es cierto que un pacto solemne ha sellado la paz entre los beligerantes —dice el Papa—; pero esta paz consignada en instrumentos diplomáticos no ha sido grabada en los corazones». «Durante un tiempo demasiado largo ha venido triunfando el derecho de la fuerza. Insensiblemente se han ido embotando los sentimientos de bondad y de misericordia puestos por la naturaleza en los corazones de los hombres y que la ley de la caridad cristiana perfecciona. La reconciliación en una paz completamente artificial, y no real, no ha logrado, ni mucho menos, volver a honrar estos mismos sentimientos, y el odio mantenido durante muchos años ha creado una especie de segunda naturaleza en la mayoría de la gente». Y todavía en 1923[10], Pío XI insiste en la idea de que, «en todos los países que han participado en la última guerra, los viejos odios no se han extinguido todavía; al contrario, siguen afirmándose sordamente tanto en las intrigas de la política y en las fluctuaciones del cambio como en el terreno de la prensa cotidiana y periódica. Incluso invaden dominios que por su misma naturaleza solían estar al margen de los conflictos agudos, tales como el arte y la literatura». Como consecuencia de esta situación, «las enemistades y los ataques recíprocos entre Estados impiden respirar a los pueblos» y crece el peligro y el temor de «nuevos y espantosos conflictos».

      Los acontecimientos vinieron pronto a dar la razón al Papa, ya que aquellos tratados se inspiraban en un propósito de venganza o de revancha y no en un verdadero deseo de reconciliación. Era una paz que deliberadamente ignoraba las razones todas de una de las partes, incapaz, por lo tanto, de hacer olvidar los odios y de crear una situación justa, sin vergonzosas diferencias, entre vencedores y vencidos, y que no tardó en desatar, del lado de éstos, una nueva ola de violencia[11], dando lugar a que todo el edificio construido sobre tan falsos cimientos se viniese abajo en poco tiempo. «Las naciones no mueren humilladas y oprimidas —decía Benedicto XV[12]—; soportan irritadas el yugo que se les impone al mismo tiempo que preparan la revancha y se transmiten de generación en generación una triste historia de odio y de venganzas».

 

El desarme moral o desarme de los espíritus

 

      Las anteriores consideraciones nos introducen en el tema de este capítulo, es decir, en el estudio de lo que algunos han llamado el desarme moral, el desarme de los espíritus.

      En la Pacem in terris, después de haberse referido detalladamente al desarme material, el papa Juan XXIII toca este tema —de pura medula evangélica— con gran sencillez y sentido práctico. «Todos deben, sin embargo, convencerse —dice— de que ni el cese en la carrera de armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme general son posibles si este desarme no es absolutamente completo y llega hasta las mismas conciencias» (PT 113)[13].

      El desarme de los espíritus, de las almas, de las conciencias aparece, pues, aquí como una condición indispensable[14] para el logro de un desarme material efectivo y, más aún, como el único verdadero desarme, el desarme integral, que puede asegurar al mundo una paz verdadera[15]. Pero claro está que tal operación no puede llevarse a cabo en ningún caso sobre una base artificial y, menos aún, sobre una base falsa: el auténtico acuerdo entre los hombres, la verdadera fraternidad, sólo puede lograrse dentro de un esfuerzo común por aproximarse juntos a la verdad y a la justicia, que son los genuinos fundamentos de la paz[16].

      Podrán exigirse sacrificios de intereses particulares[17] o limitar el esfuerzo a aquella parte de verdad o de justicia que en cada caso sea moralmente posible alcanzar, pero nunca cabrá esperar una sincera y real solidaridad a expensas y en oposición de la verdad o de la justicia. De aquí que la idea de la «coexistencia a toda costa» sea inadmisible y enteramente extraña al pensamiento de los papas[18]. En el genuino desarme de las conciencias se trata de lograr un real y efectivo progreso moral; un progreso que aun siendo relativo, no implique en ningún caso concesiones a error o a la justicia.

      El trabajo de aproximación entre los hombres y de pacificación de las conciencias no puede, pues, hacerse de ningún modo a expensas de los principios, pero sí extremando la comprensión y la capacidad de diálogo entre los hombres. Juan XXIII ponía delicadamente en evidencia estos matices al hablar del diálogo con los cristianos separados, y esas mismas consideraciones podrían quizá ser aplicables también al diálogo político entre los hombres de buena voluntad[19].

      Ahora bien, la verdad y la justicia están por encima de todos los hombres y no son el patrimonio exclusivo de ninguna raza, pueblo o partido. El tratar de imponer a los demás una paz fundada en «nuestra verdad», en «nuestra justicia», sin empezar por reconocer los propios errores y las propias injusticias, hace imposible todo diálogo, toda solidaridad verdadera. De esta manera se destruye en su mismo origen la mutua confianza y el espíritu de buena voluntad.

      «El momento presente —decía Pío XII en 1945[20]— requiere imperiosamente la colaboración, la buena voluntad, la confianza recíproca de todos los pueblos. Los motivos de odio, de venganza, de rivalidad, de antagonismo, de competencia desleal y de falta de honradez deben mantenerse al margen de los debates y de las decisiones políticas y económicas. ¿Quién puede decir —añade con la Sagrada Escritura[21]—: «Tengo la conciencia limpia, estoy exento de faltas»? Emplear dos pesos y dos medidas es cosa que causa horror a Dios». «El que exige la expiación de las faltas por el justo castigo de los criminales a causa de sus delitos, debe tener un cuidado inmenso en no hacer él aquello mismo que condena en los otros como falta o como delito».

      «En esta guerra —decía Pío XII en 1943— se hace depender a menudo el juicio moral sobre determinadas acciones que chocan con el derecho y las leyes de humanidad, del hecho de que los responsables de ellas pertenezcan a una o a otra de las partes en conflictos»[22].

      En la situación actual es muy corriente también que los hechos sean juzgados con una parcialidad manifiesta y descarada, condenándose en masa la actitud del bloque contrario sin querer reconocer los elementos de verdad o de justicia que pueda haber en ella, y que son los únicos sobre los que debería asentarse un intento de pacificación verdadera. Sólo estos elementos podrían ciertamente servir como cimientos del futuro punte de la paz.

      Por esta razón, el primer esfuerzo del hombre pacificador, sea del bando que sea, deberá consistir en superar aquella falsa moral egolátrica, tratando de descubrir todo lo bueno y verdadero que exista en la postura del adversario.

      La afirmación de entonces podría quizá hacerse extensiva a la actual situación del mundo y al algunos de los acontecimientos de los últimos años.

      Más grave aún que el enjuiciamiento partidista de los hechos en su deformación sistemática o su utilización para incitar a los hombres al odio, a la animadversión. Evitar este proceder es un deber gravísimo de los periodistas y publicistas, en el que quizás no se insiste bastante, y una regla de conducta preciosa para el trabajo de reconciliación y desarme moral. «Todo el que quiera ponerse lealmente al servicio de la opinión pública debe evitar absolutamente toda mentira, toda excitación. ¿No es evidente que semejante disposición de espíritu y de voluntad reacciona eficazmente contra el clima de guerra?»[23].

      El miedo y la psicosis de guerra no son generalmente algo espontáneo, algo así como un fenómeno sociológico natural. Al contrario, en la mayor parte de los casos deben ser considerados como el resultado de una acción concertada, perfectamente dirigida a ese fin. Forman parte de esta acción, precisamente, la apropiación monopolística de la verdad y de la justicia, es decir, la negación sistemática de las virtudes y razones del contrario, impuesta como un dogma por la propaganda, y la deformación de los hechos y de las noticias mediante una presentación tendenciosa y netamente falsa.

      Un ejemplo típico de deformación de noticias al servicio del espíritu bélico, y que data ya de la guerra del 14, es el que cita Mégret en su obra La guerre psychologique (Presses Universitaires) con el calificativo de «serpiente de mar». Se refiere al episodio de la rendición de Amberes. La Kölnische Zeitung escribía entonces: «Cuando se anunció la caída de Amberes, las campanas de todas las iglesias fueron lanzadas al vuelo (en Alemania)». Esta información relativa a un hecho en sí mismo insignificante y normal sufrió el siguiente proceso de deformación sistemática: Le Matin: «Según la Kölnische Zeitung, el clero de Amberes ha sido obligado a hacer tocar las campanas después de la toma del fuerte». Times: «Según las informaciones que Le Monde ha recibido de Colonia, los sacerdotes belgas que se han negado a tocar las campanas después de la toma de Amberes han sido eliminados de sus puestos». Corriere della Sera: «Según las informaciones que el Times ha recibido de Colonia, vía París, los desgraciados sacerdotes que se negaron a tocar las campanas después de la toma de Amberes han sido condenados a trabajos forzados». Le Matin (bis): «Según las informaciones del Corriere della Sera, vía Londres, se confirma que los bárbaros vencedores de Amberes han castigado a los desgraciados sacerdotes de Amberes por su negativa heroica a tocar las campanas de las iglesias, colgándoles de las campanas como badajos con la cabeza hacia abajo». Como éste, cuántos otros ejemplos parecidos no podrían citarse, y, entre ellos, también algunos que afectarían directamente a la conducta periodística de «los nuestros» en momentos bélicos.

      No sólo la prensa, sino todo el instrumental propagandístico es utilizado inteligentemente por los mandos psicológicos para la activación de la desconfianza, del temor, del odio, de la cólera y de todas las demás pasiones colectivas que preparan el clima de la guerra y sostienen el espíritu combativo una vez que ésta ha estallado.

      El primer paso del desarme moral debe consistir precisamente en la lucha contra esos métodos destructivos de la opinión pública, y esta lucha debe hacerse «unánimemente», sin distinción de bandos ni de bloque, porque es un imperativo de la razón y sus beneficios han de alcanzar a todos. Para lograr el desarme de las almas hay que esforzarse en «colaborar cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa perspectiva de la guerra» (PT 113), dice Su Santidad Juan XXIII en la Pacem in terris.

 

Paz armada y psicosis de guerra

 

      En 1894, el papa León XIII hablaba ya de lo que entonces se llamó, la paz armada. «Desde hace bastantes años se vive en una paz más aparente que real. Obsesionados por mutuas sospechas, casi todos los pueblos impulsan cuanto pueden sus preparativos de guerra... No es posible ya seguir llevando por mucho tiempo las cargas de esta paz armada»[24].

      La misma expresión fue utilizada por su sucesor el santo pontífice Pío X, al mismo tiempo que propugnaba una acción pacificadora destinada al desarme de las conciencias. «Promover la concordia de los espíritus, refrenar los instintos bélicos, evitar los peligros de guerra y luchar incluso contra las inquietudes de lo que se ha dado en llamar la paz armada es una noble empresa, y todo lo que tienda a este resultado, aunque sea sin alcanzarlo inmediatamente y completamente, constituye un esfuerzo glorioso para sus autores y útil al interés público»[25].

 

El uso de armas psicológicas

 

      La expresión paz armada sería también aplicable, en mucha mayor medida aún que entonces, a la situación de hoy; pero, además, se hace necesario hablar de psicosis de guerra, de utilización de armas psicológicas, porque esta terminología responde a hechos, si no enteramente nuevos, sí extraordinariamente agravados por el desarrollo técnico y el proceso ideológico de la humanidad. Independientemente de las enormes dificultades doctrinales y de las desviaciones del pensamiento contemporáneo, los espíritus están envenenados por una campaña continuada de atemorización sistemática, con la que se trata de mantener al mundo entero en tensión.

      Luchar contra este estado de cosas es también hoy la obligación primordial de los amantes de la paz, según las palabras que hemos citado de Su Santidad Juan XXIII. Pese a la grave tensión ideológica que separa al mundo, los espíritus deben ser «desmovilizados»; es decir, hay que suprimir las barreras del odio y la mentira, que impiden que los hombres de buena voluntad puedan colaborar honradamente entre sí.

      Como es sabido, una guerra moderna no puede comenzar sin una previa «ambientación». Se ha dado a esta operación el nombre de «movilización de los espíritus». Para realizarla se recurre a todos los medios: la exageración, la mentira, la exaltación de las pasiones colectivas.

      La última guerra, como la del 14 conoció una amplia preparación psicológica, desplegada con toda clase de poderosos recursos técnicos. Después de la guerra, los militares fueron desmovilizados, pero no así las conciencias. Estas siguen en pie de guerra, aunque los frentes ideológicos hayan cambiado notablemente en el transcurso de las dos últimas décadas.

      La utilización de «armas psicológicas» para preparar la atmósfera de la guerra o, una vez iniciada ésta, para sostener la moral de los propios soldados y destruir la de los adversarios, es tan antigua como la guerra misma. Podrían citarse a este respecto muchos ejemplos extraídos de los más remotos episodios bélicos de la historia[26].

      Pero la evolución de la historia ha hecho de semejantes ardides guerreros monstruosos sistemas de coacción colectiva, radicalmente inaceptables para la conciencia moral.

 

La guerra de las ondas

 

      En primer, lugar, en el concepto moderno de la guerra total, los efectivos industriales, económicos, culturales y psicológicos de un pueblo tienen quizás más importancia que los efectivos militares. Se lucha para adueñarse del espíritu del adversario con mayor ardor quizás que para dominar su resistencia física. A este efecto se dispone de armas capaces de alcanzar en muy poco tiempo a muchos millones de almas. La radio ha sido en el curso de la última guerra, y sigue siendo actualmente, el arma psicológica por excelencia, aunque no deje de contarse con la propaganda gráfica, el cine y la televisión, de utilización más difícil y limitada. Durante la última guerra se lanzaban por medio de la radio las informaciones con las que se trataba de desmoralizar al adversario y los «slogans» que acrecentaban la voluntad de victoria de los aliados: se fomentaba la esperanza de las poblaciones sometidas a la dominación adversa, se sembraban gérmenes de duda y de desánimo en la retaguardia del enemigo y se daban las consignas secretas a los agentes de las quintas columnas.

      En una contienda bélica moderna, la guerra de las ondas tiene una importancia decisiva para el éxito final. En el curso de ella, las almas, los espíritus, las conciencias, son sometidas a un bombardeo incesante, a un fuego cruzado, sistemáticamente calculado, que las destruye moralmente, dejando en ellas huellas de angustia y de odio muy difíciles de borrar.

      Por otra parte, el progreso de la guerra psicológica no se debe solamente a los adelantos logrados en los medios de difusión de ideas, sino también a los descubrimientos realizados en el campo científico sobre los nuevos medios de controlar y dirigir las conductas humanas.

      La propaganda bélica penetra en el subconsciente de los hombres y agita en ese oscuro dominio impulsos y fuerzas subterráneas que escapan casi al control de la voluntad individual[27]. De esta manera se puede llegar a crear una opinión pública patológica, que no es el resultado de un proceso sociológico libre y normal, sino «un producto de laboratorio basado en el conocimiento psicosociológico de las multitudes y, sobre todo, en la aplicación deliberada de todos los recursos directos del cosmos psicológico: Pavlov, Tchakhotine, Freud y Jung son ampliamente utilizados en este dominio».

      La guerra psicológica se realiza, pues, a costa de la dignidad y del derecho a la inviolabilidad de la persona humana. Esta es sacudida en su más profunda intimidad y llevada a un estado de enajenación moral que deja en ella huellas profundas y casi imborrables. Los hombres y mujeres que en cualquiera de las situaciones adversas de la historia contemporánea han sido sometidos a ese régimen de intimidación y de perturbación psíquica, llevan casi siempre impreso en su alma el sello del odio y del resentimiento.

      El trabajo de pacificación moral no debe, pues, luchar solamente con fenómenos sociológicos «naturales» —las inevitables diferencias entre los pueblos—, sino también, y sobre todo, contra los resultados de una serie de acciones técnicas de excitación y distorsión psíquica.

      Al tratar ahora de «hacer desaparecer el miedo y la psicosis de guerra», como quiere Juan XXIII, se hace necesario restablecer el equilibrio de conciencia enfermas, desviadas, alucinadas, aterrorizadas, deformadas por la propaganda de la guerra, y esto resulta aún más difícil de lograr.

 

La guerra fría

 

      Por otra parte, como ya hemos dicho, esas acciones no terminaron con la guerra. Al contrario, la acción psicológica se ha intensificado a partir del fin de ésta.

      Se entró entonces en el estado de «guerra fría», en el que se han seguido utilizando las mismas armas psicológicas con mayor intensidad aún, si cabe, que durante la época de guerra propiamente dicha.

      En la guerra fría se hace sufrir a los hombres un proceso de sacudidas y cambios bruscos, haciéndoles pasar del temor a la esperanza, de suerte que su equilibrio interior quede completamente deshecho.

      Así procedieron, por ejemplo, los rusos a partir de la batalla de Stalingrado, lanzando sobre los combatientes alemanes una propaganda en la que se alternaba el espectro de la destrucción total con la esperanza de un acuerdo caballeroso entre pueblos amigos. Esa misma técnica de las luchas alternativas ha sido constantemente utilizada por los servicios psicológicos, ya que «la amenaza sin la alternativa de la seducción no es una buena arma psicológica»[28].

      El hombre de hoy se halla bajo la acción de un sistema de propagandas y contrapropagandas que le hace oscilar constantemente entre el temor de una catástrofe atómica y la esperanza de un mundo nuevo.

      Esta es precisamente la estrategia de la guerra fría llevada a cabo simultáneamente por ambos bloques a impulsos de la mutua y radical desconfianza que entre ellos existe.

      Es legítima, evidentemente, la defensa de un pueblo o de una civilización —en nuestro caso, por ejemplo, de la civilización capitalista occidental— contra la propaganda tendenciosa del adversario ideológico, con tal de que se respete la verdad y la inviolabilidad de la conciencia personal. Pero no lo es nunca la ofensiva, es decir, el empleo de armas psicológicas para atacar y desacreditar el sistema adverso. Tampoco se puede mantener sistemáticamente la tensión, la inquietud, el desacuerdo, la división entre los hombres, para asegurarse la posesión del poder político o económico. «Cuando se trata de la guerra fría, la ofensiva debe ser condenada sin condiciones por la moral», dice Pío XII[29].

      Por encima y más allá de la guerra fría debe, pues, afirmarse la voluntad de reconciliación capaz de dominar las dificultades usuales[30]. Los detractores de la política de pacificación de la Iglesia, manifestada de modo todavía más sorprendente y audaz en el pontificado de Juan XXIII, representan, pues, un triste papel en este momento, y su labor no «puede» en ningún caso ser eficaz.

      «Dominar la desconfianza, hacer desaparecer el miedo», es el gran consejo paternal y bondadoso de Juan XXIII en la encíclica que comentamos, y que los dirigentes de los dos bloques parecen algo mejor dispuestos a escuchar en este momento.

 

El miedo, causa de la carrera de armamentos

 

      El miedo, es en efecto, el mayor mal que sufre la comunidad internacional contemporánea. La carrera de los armamentos tiene como principal causa —no la única, ni mucho menos— «el miedo recíproco». En gran parte, la coyuntura política actual se halla dominada, mantenida e impulsada por éste. El miedo sostiene las situaciones sociales, económicas y políticas injustas; asegura el poder de los más fuertes a costa de los más débiles; impide el desarrollo normal de la descolonización y de la democratización real de los pueblos políticamente más atrasados. Probablemente, los dirigentes del bloque oriental se hallan también dominados por esta misma pasión, y ello impide la evolución política normal que, aun dentro de la concepción marxista, debería llevar a cabo esos pueblos. En cierto modo, el miedo mutuo es también un motivo importante, aunque poco digno, de la relativa calma actual[31].

      A pesar de todo, esta situación de miedo recíproco puede ser utilizada, puede incluso «servir» para los fines del «desarme moral». Suele ocurrir a veces, en efecto, que, cuando las cosas se llevan al borde de la catástrofe, surge algo así como una reacción de defensa instintiva, que permite iniciar la solución de los problemas. Así está quizás planteada la situación en el momento actual: «El abuso de la política de intimidación ha sido llevado al límite de sus posibilidades, y esta circunstancia muestra la oportunidad de una acción en favor de una verdadera y auténtica desmovilización de conciencias»[32].

 

Hacia una política de mutua confianza

 

      El desarme moral no consiste solamente en combatir el miedo y la psicosis de guerra. No basta, en efecto, con destruir la mentalidad positivista, de izquierdas o de derechas, que pretende hacer consistir la seguridad y el orden únicamente en la superioridad de las armas. «La existencia de grandes ejércitos y el desarrollo infinito del aparato militar pueden contener durante algún tiempo el empuje enemigo, pero no pueden procurar una tranquilidad segura y estable», decía León XIII en 1889[33]. «La mejor garantía de tranquilidad no es el estar protegidos por un bosque de bayonetas, sino la confianza mutua y la amistad»[34]. Hay que reemplazar, pues, aquella actitud mental por otra nueva en la que se reconozca la eficacia práctica de las ideas de concordia y fraternidad, de mutua confianza. Si los pueblos han estado sometidos hasta el presente a la propaganda del odio, del temor y de la desconfianza, se hace preciso ahora iniciar una contraofensiva que trabaje justamente con las armas contrarias.

 

La crisis de la desconfianza: su raíz última

 

      «Para curar ese morbo espiritual —decía Gonella—[35] es necesario ante todo el desarme moral, llamado a amortiguar las pasiones que estimula la violencia. Pero el desarme moral ha de venir siempre como consecuencia de cierto rearme moral». Confianza, ante todo, en el imperio de la ley, de la razón, de la justicia, de la bondad. «Esto, a su vez, requiere que esa norma suprema que hoy se sigue para mantener la paz se sustituya por otra completamente distinta, en virtud de la cual se reconozca que una paz internacional verdadera y constante no puede apoyarse en el equilibrio de las fuerzas militares, sino únicamente en la confianza recíproca» (PT 113). Pese a las enormes dificultades que esta tarea presenta, el primer paso del desarme moral deberá consistir, pues, en el establecimiento de esta confianza mutua.

      En el curso de los últimos años, la desconfianza había ido aumentando hasta levantar, como decía Pío XI, muros y barreras casi insuperables entre los pueblos.

      El «monumento de la desconfianza» ha sido erigido entre todos, y nadie puede medir el alcance de las responsabilidades de unos y otros en esta triste historia. «Los acontecimientos responden a una lógica de hierro: las naciones recogen ahora lo que antes han sembrado ellas mismas». Y en esta «siembra de la desconfianza» es difícil saber cuál de los dos bloques se ha llevado la palma y por qué clase de «fatalismo bélico» se han visto conducidos unos y otros.

      En realidad, la crisis de la desconfianza entre los bloques o entre los Estados actuales no es, en gran parte, sino una manifestación de otro fenómeno más profundo y significativo, que es la crisis de la confianza en sí mismo y en el valor de la vida, que afecta hondamente al hombre contemporáneo.

      El hundimiento de las creencias trascendentes y el fracaso de los sucedáneos con los que se ha pretendido reemplazar éstas (racismo, totalitarismo, marxismo) ha pesado enormemente en la crisis internacional de nuestro tiempo.

      Muchos hombres han visto hundirse, en el curso de la última guerra «el edificio de las creencias en las que habían puesto su confianza y su ideal humanos, pero no han logrado encontrar esta fe única y verdadera que los hubiese reconfortado y reanimado. Como consecuencia de semejante inestabilidad intelectual y moral, se hallan sometidos a una especie de incertidumbre espiritual que los destruye y viven en un estado de inercia que les oprime el alma»[36].

      A la incertidumbre interior se une la desconfianza exterior, que es su inmediata consecuencia. «Nunca, desde el final de la pasada guerra, se han sentido los espíritus tan afectados por la pesadilla de una nueva guerra y por el deseo de la paz, oscilando así entre dos polos opuestos»[37].

      El restablecimiento de la confianza exterior debe ir necesariamente acompañado, por tanto, de un trabajo de reconstitución interior, que ha de llegar hasta donde se pueda.

      La encíclica Pacem in terris es, en este sentido, un instrumento precioso para devolver al hombre contemporáneo la confianza en los procedimientos nobles y bondadosos.

      En la bula Humanae salutis (diciembre de 1961), Juan XXIII presentaba ya un cuadro esperanzador.

      «Distinguimos —decía el inolvidable Pontífice—, distinguimos, en medio de estas tinieblas, numerosos indicios que nos parecen anunciar tiempos mejores para la Iglesia y para el género humano. Es cierto que las mortíferas guerras se suceden sin interrupción, los deplorables males espirituales causados aquí y allá por diversas ideologías, las amargas experiencias realizadas por los hombres desde hace tiempo, todo esto, en fin, tiene un valor de advertencia. El mismo progreso técnico que ha dado al hombre armas terribles destinadas a su propia destrucción crea muchas ansiedades y peligros; pero esto impulsa a los hombres a interrogarse, a reconocer más fácilmente sus propios límites, a aspirar a la paz, a apreciar el valor de los bienes espirituales. Se acelera así el proceso en el cual puede decirse que la sociedad se halla ya introducida, aunque de un modo todavía inseguro; este proceso que conduce a los individuos, a las clases sociales y a las naciones mismas a unirse cada vez más amistosamente, a ayudarse, a completarse y a perfeccionarse mutuamente».

 

La mutua confianza, única salida posible

 

      El camino de la mutua confianza, por muy largo y difícil que sea, está, pues, abierto ante los hombres de hoy como la única salida posible de la actual encrucijada histórica.

      Esta política que busca el diálogo y la aproximación entre los hombres de buena voluntad, y que algunos denuncian como el producto de cierta especie de ingenuidad, está compuesta de elementos diversos. Diferentes virtudes deben operar dentro de ella para que pueda tener éxito. Los papas la han propugnado como la única conforme al Evangelio, sin dejar de afirmar, con severa solemnidad y con toda su enorme fuerza, las verdades del dogma cristiano.

      Eliminación de la violencia, respeto de los derechos ajenos y de los compromisos adquiridos, mutua benevolencia, son, para León XIII[38], las bases de una política de concordia. Frente a la ruptura del mundo en dos bloques[39], en lugar de apoyar la idea de una «cruzada atómica», que llevaría al mundo a la destrucción[40], el papa Pío XII sigue manteniendo la misma política de aprovechar todas las ocasiones que se presenten para restablecer la confianza. «El horrible peligro que amenaza exige imperiosamente, en razón de su misma gravedad, que se utilice toda circunstancia favorable para hacer que el buen sentido y la justicia triunfen bajo el signo de la concordia y de la paz. Que se aproveche todo indicio favorable para volver a sentimientos de bondad y de piedad hacia todos los pueblos que aspiran sinceramente a la paz y a una vida tranquila. Que reine de nuevo en los organismos internacionales la mutua confianza, la cual supone la sinceridad de las intenciones y la lealtad de las discusiones»[41].

 

Razones que apoyan esta política de mutua confianza

 

      La argumentación del papa Juan XXIII en favor de esta política de «mutua confianza» se apoya principalmente en motivos y razones de índole práctica y humana, enteramente accesibles a cualquier espíritu que conserve un mínimo de ecuanimidad y equilibrio mental.

      Con ello el Papa trata de colocarse en un terreno universal del que no quede excluido ningún hombre de buena voluntad, con independencia de su credo o ideología. Esta es, sin duda, la única manera eficaz de presentar la posición de la Iglesia a hombres que no participan en ningún género de creencia religiosa.

      Refiriéndose, pues, al principio de que «la verdadera paz no puede cimentarse más que en la confianza mutua», Juan XXIII dice lo siguiente: «Se trata, en efecto, de una exigencia que no sólo está dictada por las normas de la recta razón, sino que, además, es en sí misma deseable en grado sumo y extraordinariamente fecunda en bienes» (PT 113).

      Además de razonable, la idea del desarme moral es atractiva para todos los hombres, porque todos ellos, tanto los de un bloque como los de otro, «anhelan con ardentísimos deseos que se eliminen los peligros de la guerra, se conserve incólume la paz y se consolide ésta con garantías cada día más firmes» (PT 115).

      Es, además, fecunda en bienes, «porque sus ventajas alcanzan a todos» (PT 116).

      Este argumento práctico tiene ciertamente una gran fuerza y extensión, y el Papa lo dirige principalmente a los gobernantes para que «no perdonen esfuerzos ni fatigas hasta lograr que el desarrollo de la vida humana concuerde con la razón y la dignidad del hombre» (PT 117).

      «Que continúen reuniéndose y discutiendo y que lleguen a acuerdos leales, generosos y justos. Que estén dispuestos también a los sacrificios necesarios para la paz del mundo».

      El momento actual es, sin duda, muy oportuno para esta llamada universal. Ya Pío XII anunciaba al final de la guerra este nuevo estado de opinión favorable, resultado de la triste experiencia de la pasada guerra y de la idea que los mejores observadores políticos se forman del futuro. «Hoy en día, ante el espectáculo y la experiencia de la tragedia a la que nos ha conducido la guerra, muchos espíritus, muchas conciencias que antes consideraban el empleo de las armas como ventajoso y rechazaban las ideas de acuerdo y de concordia, muchos espíritus, muchas conciencias se abren hoy a sentimientos e ideas nuevas»[42].

      Juan XXIII ve más próxima la posibilidad de realizar, siquiera sea parcialmente y de modo aún incipiente, el ideal de Pío XII de buscar la colaboración de todos los «hombres de buena voluntad» para esta gran obra de pacificación de las conciencias.

      «Si todos los 'hombres honrados' se uniesen, la victoria de la fraternidad humana estaría próxima y por medio de ella la curación del mundo. Estos 'hombres honrados' forman ya una parte considerable de la opinión pública y dan la prueba de un sentido verdaderamente humano, de una sabiduría genuinamente política»[43].

      Ahora bien, sería juzgar con el equívoco el creer que estos conceptos de «hombre honrado», hombre de buena voluntad, puedan alcanzar un desarrollo pleno y auténtico fuera de la creencia en una ley divina, válida para la totalidad del género humano.

      «La buena voluntad no es más que el propósito sincero de respetar la ley eterna de Dios, de conformarse a sus mandamientos y de seguir sus caminos»[44].

      La tragedia actual consiste en que el reconocimiento de esa regla universal de conducta no existe ya en el mundo de hoy. Pío XII había insistido mucho en esta idea fundamental: sin regla común, sin aceptación de una norma razonable que alcance a todos los hombres, no es posible establecer un verdadero orden.

      Lo que hace más difícil y, por decirlo así, más espinoso el trabajo de reconciliación es la carencia de una regla común de conducta que todos los hombres y pueblos están dispuestos a aceptar. Fuera de esto, «la buena voluntad» parece una actitud puramente sentimental y desprovista de contenido.

      La raíz profunda y última de los males que deploramos en la sociedad moderna es la negación de una regla de moralidad. universal»[45], decía Pío XII. Mientras Europa fraternizaba en ideales idénticos, no faltaban disensiones y guerras, pero entonces estaba viva «la conciencia de lo justo y de lo injusto, de lo lícito y de lo ilícito». «Ahora, en cambio, las disensiones no provienen solamente del ímpetu de las pasiones rebeldes, sino de una profunda crisis espiritual que ha alterado los principios de la moral privada y pública»[46].

 

Perspectivas actuales del desarme moral

 

      Nos encontramos, pues, ante una situación paradójica que no parece tener una salida razonable. Por una parte, no puede esperarse una restauración de la confianza mutua, un verdadero desarme de las conciencias, si no es a partir de una especie de conversión universal de la humanidad a la fe religiosa, conversión de la que no existen por el momento los menores indicios.

      «No hay más que un solo remedio: volver al orden fundado por Dios incluso en las relaciones entre los Estados y los pueblos, volver a un verdadero cristianismo en el Estado y entre los Estados». La coexistencia actual, basada en el temor, no tiene más que dos perspectivas ante sí: «o se elevará a otra coexistencia basada en el temor de Dios, o se reducirá a una parálisis creciente de la vida internacional»[47].

      Por otra parte, no podemos exigir milagros, y tenemos que seguir trabajando dentro de la situación real del momento, por precaria que ésta nos parezca.

      Los cristianos de hoy deben confiar, pues, en que una acción constante y paciente destinada a recoger todos los elementos de bondad, de verdad, de justicia y de amor que existen desparramados en el mundo y que pertenecen también al reino de Cristo, puede ser eficaz no sólo para alcanzar ciertos progresos inmediatos en el camino de la paz, sino también para lograr una relativa, pero auténtica elevación moral del mundo hacia ese mismo reinado.

      En este sentido, la acción de Juan XXIII tiene un valor y una significación excepcionales, porque abre el paso a la esperanza en el éxito inmediato de una aproximación entre las fuerzas religiosas y morales del mundo entero.

      El trabajo de desarme moral se desarrollará, pues, en diferentes planos: diálogo constructivo y sincero entre creyentes de diferentes confesiones religiosas para una mayor eficacia de su influencia moral sobre el mundo; cooperación internacional entre los pueblos de los dos bloques para la solución de los grandes problemas demográficos y culturales de la humanidad actual y la realización de nuevas empresas técnicas; trabajo de educación internacional, destinado a imprimir a las nuevas generaciones una mayor y mejor comprensión; esfuerzos de los juristas y diplomáticos a fin de reemplazar, en la medida de lo posible, la actual fase, de pura y simple coexistencia y de lo que se ha dado en llamar el «derecho inter-sistemas», por nuevas normas del derecho más firmes y más humanas, por una convivencia mejor asentada[48]. Los esfuerzos destinados a buscar el mínimo de acuerdo previo en un mundo desunido como el nuestro, no están necesariamente condenados al fracaso. Los cristianos podemos verlos dentro de un cuadro más amplio de verdadera conversión moral, aunque esta idea escape, sin duda, a muchos hombres sumidos en la concepción materialista. Debemos confiar en que todo paso hacia adelante en el orden moral, por modesto que parezca, lleva en sí mismo una promesa de nuevos y más importantes progresos.

      Piénsese en los efectos saludables que el concilio está ya produciendo en muchas almas apartadas de la Iglesia y de lo que podría ser el esfuerzo concertado de todos los hombres que creen en la existencia de un Dios providente, autor de la ley moral. Unidos éstos a los que, aunque privados de creencia religiosa, conserven aún en sus conciencias la huella de esta misma ley natural, reflejo inconsciente de verdad y de bondad, podrían darse, seguramente, pasos muy importantes en el restablecimiento de la confianza interior y exterior de los hombres de nuestro tiempo.

      Así se expone el voto de Juan XXIII: «Que en las asambleas más previsoras y autorizadas se examine a fondo la manera de lograr que las relaciones internacionales se ajusten en todo el mundo a un equilibrio más humano, o sea a un equilibrio fundado en la confianza recíproca, la sinceridad en los pactos y el cumplimiento estricto de las condiciones acordadas. Examínese el problema en toda su amplitud, de forma que pueda lograrse un punto de arranque sólido para iniciar una serie de tratados amistosos, firmes y fecundos» (PT 118). «Por nuestra parte, no cesaremos de rogar a Dios para que su sobrenatural ayuda dé prosperidad fecunda a estos trabajos» (PT 119).

      He aquí un programa de trabajo para todos los que, conscientes de la gravedad de la situación actual, estén persuadidos de la posibilidad y de la importancia de un trabajo pacificador que alcance no solamente a los medios políticos y diplomáticos, sino que penetre en las conciencias de todos los hombres de buena voluntad aún de los más alejados —al menos en apariencia— del pensamiento religioso.

 

 

[Notas]

 

[1] Le Monde, 28-29 junio 1963.

[2] Información del Vaticano difundida por la A.F.P., 6-8-63.

[3] LEON XIII, alocución a los cardenales, 11-2-1889.

[4] JEAN ROLIN, Introduction générale au problème de l'efficacité: Documentos de las conversaciones católicas internacionales, n. 11 y 12 (1952).

[5] Según el profesor Seymour Melman (Bulletin of the Atomic Scientists), una potencia atómica de 28 megatones bastaría para destruir las 370 aglomeraciones urbanas (con 150 millones de habitantes) del bloque chino-soviético, en las que se hallan concentrados todos los elementos de valor político, científico, industrial y comercial de estos pueblos. Estados Unidos pueden disponer actualmente de 22.000 megatones transportables.

[6] JEAN ROLIN, ref. cit.

[7] Postulados de un orden internacional, ed. esp. de La Editorial Católica, p. 218.

[8] BENEDICTO XV, alocución al Consistorio, 21-11-1921.

[9] PÍO XI, Ubi arcano, 23-12-1923.

[10] PÍO XI, Ubi arcano, 23-12-1923.

[11] A este fracaso hace alusión Pío XII al decir que, «cada vez (que los vencedores) cedieron a la tentación de imponer sus construcciones contrariamente a la voz de la razón, de la moderación, de la justicia y de la noble virtud de la humanidad, se han encontrado estupefactos ante su fracaso, al contemplar la ruina de sus esperanzas y de sus propios proyectos abortados» (radiomensaje al mundo, 24-2-41).

[12] Allorche fumme, 28-7-1915, a los beligerantes.

[13] Notemos que, mientras el texto latino de la Pacem in terris emplea el término ánimos («attingat animos»), las distintas versiones en lenguas románicas han traducido esta palabra de modo diferente, aportando al original matices diversos, cuyo análisis no deja de ofrecer interés. Así, el texto italiano emplea la voz espíritu («si cioe non ni smontano anche gli spiriti»). El texto francés aplica el vocablo alma («un désarmement intégral qui atteigne aussi les âmes»). Finalmente, la traducción castellana utiliza la palabra conciencia, sin duda alguna más grávida de contenido moral. Es evidente que todos estos vocablos pueden servirnos para ilustrar el contenido de la expresión desarme integral («ab armis discessus plenus») que el Papa propugna en la encíclica, y que abarca aspectos y realizaciones muy diversas.

[14] «No basta quitar a los Estados las armas que poseen y manejan: es menester quitar a los pueblos las razones de armarse, el deseo de armarse, la costumbre de armarse, la pasión de armarse... Mientras no se realice el desarme moral, será una quimera la limitación efectiva y real de los armamentos... Esta es la premisa esencial, la premisa espiritual de toda consideración ulterior en materia de limitación de los armamentos y de desarme» (GUIDO GONELLA, o.c., p. 221).

[15] «El desarme de los espíritus es la condición del establecimiento de una verdadera paz sobre la tierra», decía Juan XXIII el 13 de octubre de 1962 a los corresponsales de prensa para el concilio.

[16] «Las relaciones internacionales, como las relaciones individuales, han de regirse no por la fuerza de las armas, sino por las normas de la recta razón, es decir, las normas de la verdad, de la justicia y de una activa solidaridad» (PT 114).

[17] «La pacificación así entendida es un bien tan precioso para todas las naciones, victoriosas y vencidas, que para conquistarlo ningún sacrificio que se considere necesario debe parecer demasiado duro» (Pío XI, Quando nel principio, 24-6-1923).

[18] «De acuerdo con este principio, nuestro programa de paz no puede aprobar una coexistencia incondicional con todos y a toda costa, y, desde luego, en ningún caso a costa de la verdad y de la justicia» (Pío XII, mensaje de Navidad de 1955).

[19] «Jamás, que yo sepa, ha habido entre nosotros confusión en los principios, ni dificultad alguna en el trabajo común que nos imponían las circunstancias para asistir a los que sufren. Nosotros no hemos «parlamentado», sino que hemos hablado; no hemos discutido, sino que nos hemos amado los unos a los otros». En estas palabras de Juan XXIII, pronunciadas el 13 de octubre de 1962 en la recepción de los observadores no católicos en el concilio, se expresa quizás el espíritu que debería reinar para el «desarme de las conciencias» dentro de un mundo dividido y pluralista.

[20] Discurso al Sacro Colegio, 24-12-45.

[21] Prov. 20,9.10.

[22] Alocución al Sacro Colegio, 2-6-1943.

[23] Pío XII, alocución al Congreso de Prensa Católica, 17-2-1950.

[24] LEON XIII, carta apostólica Praeclara gratulationis, 20-6-1894, a los príncipes y pueblos del mundo.

[25] Carta Libenter, 11-6-1911, al delegado apostólico en los Estados Unidos.

[26] «Los grandes libros de oro de la guerra psicológica son, a este respecto, la Biblia y Homero —dice Mauricio Mégret—. A un 'moderno' no le será difícil transponer al lenguaje psicológico del siglo XX el episodio de las trompetas de Jericó, la hazaña de Gedeón o la misión de Judit. En cuanto al célebre 'caballo de Troya', puede considerársele como el antecesor mítico de las quintas columnas» (o.c., p. 9). En las historias de las guerras del mundo greco-romano pueden encontrarse también muchos ejemplos de tales tácticas destinadas a impresionar al adversario venciendo su resistencia moral.

[27] «Hay que conceder —decía Pío XII en su discurso al Movimiento «Pax Christi» en septiembre de 1952— que por ambos lados se han producido psicosis de masa y que es muy difícil al individuo escapar de éstas y no dejarse enajenar su libertad. Los pueblos que han tenido que sufrir las fatales imposiciones promovidas por la psicosis de guerra de otras naciones deben preguntarse si estas mismas naciones no se han visto afectadas a su vez en lo más profundo de su ser por los manejos de algunos malhechores que las han llevado al paroxismo de la cólera».

[28] MÉGRET, o.c., p. 107.

[29] DISCURSO citado a «Pax Christi».

[30] «En la cuestión de la guerra fría también el pensamiento del católico y de la Iglesia es realista. La Iglesia cree en la paz y no se cansará de recordar a los hombres de Estado y responsables y a los políticos que incluso las complicaciones políticas y económicas actuales pueden resolverse amistosamente mediante la buena voluntad de las partes interesadas» (Pío XII, ibid.).

[31] «La impresión común, nacida de la simple observación de los hechos, es que el primordial fundamento sobre el cual se apoya la actual situación de calma relativa es el temor. Cada uno de los campos en que se divide actualmente la familia humana tolera que el otro exista porque no quiere perecer él mismo. Evitando así el riesgo fatal, los dos grupos no conviven propiamente, sino que se limitan a coexistir. No es un estado de guerra, tampoco es la paz: es una calma fría. En cada uno de los campos reina el temor obsesivo de la potencia militar y económica del otro; tanto en el uno como en el otro existe una viva aprensión a causa de los efectos catastróficos de las nuevas armas. Con una atención llena de angustia, cada uno de los bloques sigue el desarrollo técnico de los armamentos del otro y el aumento de su capacidad económica, confiando al mismo tiempo a sus servicios de propaganda la misión de sacar partido del miedo, de modo que se refuerce y extienda este sentimiento» (Pío XII, radiomensaje de 1954).

[32] Pío XII decía en 1954 (ibid.): «Semejante práctica política (la exclusiva confianza en los armamentos para defenderse de un adversario al que se teme) ha inducido a muchos espíritus, incluso entre los gobernantes, a revisar todo el problema de la paz y de la guerra y a preguntarse sinceramente si, para preservarse de la guerra y garantizar y evitar la paz, no se debería buscar en regiones más altas y más humanas lo que no se encuentra en las que están exclusivamente dominadas por el terror. De modo que crece el número de los que se resisten a la idea de que haya que contentarse con la pura coexistencia, renunciando a relaciones más vitales con el otro campo». Habría que proseguir por ese camino hasta reemplazar el temor humano por el temor de Dios, continúa diciendo el Papa.

[33] Discurso a los cardenales, 11-2-1889.

[34] Pío XI, carta al Arzobispo de Génova, 7-4-1922.

[35] O.c., p. 219.

[36] Pío XII, radiomensaje, 24-12-43.

[37] Pío XII, radiomensaje, 24-12-48.

[38] Discurso del 11-2-1889.

[39] «La historia humana no ha conocido jamás una discordia más gigantesca cuyas dimensiones se miden con la extensión misma de la tierra» (Pío XII, radiomensaje de 23-12-50).

[40] Sobre este punto véase PAUL DUCLOS, Le Vatican et le seconde guerre mondiale (Ed. A. Pedone 1955) p. 170: «Nos hemos guardado muy bien en particular, a pesar de ciertas tendencias, de dejar escapar de nuestros labios o de nuestra pluma un dolo indicio de aprobación o de estímulo en favor de la guerra emprendida contra Rusia en 1941» (Pío XII, disc. al cuerpo diplomático, 25-2-1946).

[41] Pío XII, ibid.

[42] Discurso al Sacro Colegio, 2-6-1947.

[43] Pío XII, radiomensaje de Navidad de 1947.

[44] Juan XXIII, mensaje de Navidad de 1959.

[45] Summi Pontificatut, 20-10-1939.

[46] Pío XII, discurso al Sacro Colegio, 24-12-1945.

[47] Pío XII, discurso de Navidad de 1954.

[48] Véase a este respecto BOHDAN T. HALAJCZUC, La paix, la guerre, et l'état intermediaire dans le systhème du Droit international: Justice dans le Monde, t. 4 n. 3; ROBERT BOSC, Droit international et Droit naturel, ibid.

 

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