Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Fray Juan de la Cruz
El Diario Vasco, 1960-11-20
Viene en el calendario de la próxima semana el nombre de un santo a quien personalmente profeso particular afección, por lo que no ha de extrañar que le dedique hoy esta columna abierta a todos los vientos del espíritu.
Muy pocos saben de la existencia de un tal Juan de Yepes, un hombre pequeño, que había nacido en Fontiveros, tierra de Ávila, en 1542, y que murió en Úbeda, pronto hará 379 años, insignificante frailecito, caído en desgracia de sus superiores.
Con el nombre de San Juan de la Cruz es, sin duda, algo más conocido, pero tampoco demasiado, por desgracia. Hoy, como ayer, se le ignora; hasta muchos de los suyos me temo que le desconozcan, lo mismo que le desconocieron en su tiempo sus mismos hermanos, trayéndolo en ocasiones a mal traer en cárceles y destierros.
Asombra, en efecto, ver lo poco citado que es entre nosotros este escritor sublime y cuán raras son las personas de espíritu religioso que le leen o le han leído alguna vez, hasta el punto que uno casi tiene que hacerse perdonar por tan extraña afición.
Tal vez sea este el sino de los místicos todos, hombres separados que no pueden alcanzar verdadera popularidad. O quizás constituya, el caso de San Juan de la Cruz, una particular victoria de la incontable tropa de los sanchos contra la, aparentemente, frágil y descalabrada de los divinos quijotes.
No lo sé; peor el caso es que yo no he encontrado jamás —en la humana literatura, se entiende— nada más profundo, ningún enfrentamiento más genuino ni que me acerque más al misterio del propio destino.
Unamuno fue, a su manera, hijo espiritual de este amador de la noche, aunque luego se alejara a comer sus algarrobas entre la niebla a respetable distancia de las zarzas eclesiales. Pero Ortega, que era, como se sabe, poco amigo de la mística, nunca llegó a comprender al «doctorcito» carmelitano, lo que constituye un tanto en contra del inventor del raciovitalismo.
«Pájaro solitario en el tejado» —como el inspirado autor de los salmos—, el místico Juan de la Cruz nos enseña a andar «a oscuras, pero seguros» nuestro camino de la «nada» al «todo». Camino fatigoso, hay que reconocerlo, en el que muchos querrían volverse atrás. preferirían «ser nada» antes que tener que sufrir la tensión interior del existir consciente.
Nos invita nuestro místico a negar los apetitos, aún los que parecen más elevados, los cuales cansan y empalagan el alma, y a un universal desarrimo de todas las cosas creadas.
Mas no debe entenderse esta predicación de las «nadas» como una invitación a la quietud cuasi-animal en la que hacen consistir su principal resorte las falsas místicas.
Por paradójico que esto parezca, yo encuentro en otro escritor moderno, a primera vista muy distinto del maestro abulense —el P. Teilhard de Chardin, en su librito ascético «Le milieu divin»—, el eco inesperado de aquella predicación de la cruz.
Nunca se repetirá bastante que el despegarse de las cosas no ha de consistir en una especie de «evasión» del mundo. La vía real de la cruz pasa, para la mayoría de los hombres, por el camino de la acción.
El mundo de hoy necesita de muchas gentes activas, que vayan a él generosamente, con vacío de alma y pobreza de espíritu, que no teman ni esperen nada para sí mismos. No se trata de gustar, de sentir o de comprender, sino de asumir, con plenitud, en la oscuridad de la noche y al margen de todo consuelo o arrimo de humano entendimiento, nuestra condición humana, tal como se nos presenta en cada situación concreta.
Asumir lo miserable y lo absurdo de la existencia y sus aspectos decididamente negativos en todos los órdenes —el obstáculo estúpido, el absurdo accidente, la inferioridad física, la insuficiencia moral, la amputación, la muerte—. Asumir todo eso de modo activo y positivo. Cargar, en suma, conscientemente, con la cruz y con todo lo que ésta tiene de inaceptable y de escandaloso para la razón.
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