Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Guerra limitada y moral límite

 

Pax Christi, 24 zk., 1960-03/04

 

      El jesuita americano John Courtney Murray, profesor de teología dogmática, especialmente conocido en Europa por sus planteamientos modernos del problema de la libertad religiosa y de la tolerancia civil, publicó en su revista «Theological Studies» un importante artículo titulado «Moralidad de la Guerra» que llega a nuestro conocimiento a través de «Signes du Temps», periódico de los dominicos de París.

      La primera lectura de esta traducción francesa me ha llamado la atención por la siguiente razón: parece que en la mente del P. Murray se libra una batalla para conciliar, equilibrar o superar los elementos contrapuestos que actúan en este problema. Dificilísimo problema, piedra de escándalo para muchos cristianos. El P. Murray es un teólogo sutil. Sus trabajos sobre la cuestión de la tolerancia demuestran, que él no es un hombre que se limita a repetir las doctrinas tradicionales, sino alguien que quiere hacerlas progresar, avanzar y profundizar, a la medida de los tiempos. Como moralista, al estudiar un problema que concierne a la conducta colectiva de los pueblos no tiene más remedio que partir de una situación histórica «de facto». al decir lo que es legítimo y lo que no lo es, dentro de esta situación se ve obligado a conceder un margen de acción a los hombres políticos. Pero se da cuenta, al parecer, de que esto no agota el problema y de que la conciencia cristiana no se da por satisfecha: una cosa es la estricta moral y otra el espíritu de los consejos evangélicos que debe informar no sólo la vida de unos cuantos elegidos sino también a su manera la vida de los pueblos. Las bienaventuranzas no son un mero «affaire privée».

      Desgraciadamente se confunde a veces la moral con la posición ideal del cristiano. Obsérvese por ejemplo el texto de Pío XII que el P. Murray elige para referirse al problema fundamental de la legítima defensa, verdadero nudo de la cuestión: «Parece claro que en la coyuntura presente puede presentarse para una nación una situación en la que toda esperanza de evitar la guerra parezca vana. En esta situación una guerra de autodefensa eficaz contra injustos ataques que se produjera con esperanza de éxito no puede ser considerada como ilícita».

      Â«No puede ser considerada como ilícita». El tono de esta frase parece indicar que en tal caso —con todas las reservas y matices que el texto contiene— no cabe condenar la actitud de los que se defienden: que incluso puede esta defensa ser un deber en un contexto histórico determinado, en circunstancias que se les imponen a los hombres como hechos ineludibles. Pero no significa, de ninguna manera, que aquella solución sea la solución ideal, genuinamente cristiana, la verdaderamente deseable y aconsejable a la luz del evangelio. Es un mal menor que la Iglesia se ve obligada a aceptar en función del estado de la «conciencia colectiva» aunque con inmenso dolor y tristeza, como en otras época históricas se vió obligada a aceptar por ejemplo la trata de esclavos.

      A este respecto me parece importante subrayar una observación del P. Murray que puede contribuir a aclarar nuestras ideas sobre punto tan delicado. Dice así el jesuita americano: «En semejante coyuntura que deja a la conciencia perpleja, el sabio moralista evita las precisiones demasiado sutiles, sobre todo cuando, como en este caso, se discute un punto de moralidad no individual, sino social. En tal situación resulta difícil buscar o aconsejar otra cosa que una moral del límite, lo que en alemán se llama una «grenz moral». De hecho toda la doctrina católica sobre la guerra no es apenas otra cosa que una «grenz moral», un esfuerzo para establecer sobre una base mínima de razón una forma de acción humana —la guerra— que sigue siendo siempre, en el fondo, irracional».

      La afirmación precedente se complementa con otra no menos expresiva: «Aunque la teología moral católica aspira a la desaparición de su propia doctrina de la guerra, es evidente que nuestro período histórico no tiene casi ninguna probabilidad de que este se logre. La guerra es todavía una posibilidad y la Iglesia intenta condenarla como mal, limitar los males que ella desata y humanizarla en la medida de lo posible».

      La conclusión del P. Murray nos parece, sin embargo, algo insuficiente. Para él el problema de hoy consiste en limitar la guerra. El imperativo moral del momento es la «guerra limitada». Se trataría de construir una especie de «modelo» de guerra, destinado a clarificar las exigencias de una guerra «aceptable». En segundo lugar habría que estudiar la forma de aplicar este concepto a las circunstancias que puedan presentarse en cualquier parte del mundo.

      Es evidente que todo lo que se haga por «limitar la guerra» será bueno. ¿Pero es esta la tarea esencial, el imperativo del cristiano en el momento presente? ¿Existe acaso un tipo de «guerra aceptable»? Querer reducir a término morales la situación actual, estableciendo unas «reglas del juego» y considerando la guerra como un honesto match deportivo entre buenos muchachos, no puede ser considerado como el sumum o la norma de la postura cristiana en este momento histórico.

      Ahora bien, puede darse una confusión entre el quehacer inmediato del moralista y la postura del cristiano frente a la guerra. Sin perjuicio de la tarea del moralista, que estudia en cada momento las mejores condiciones del obrar humano, nosotros debemos aspirar a que se perfeccione la conciencia colectiva, comenzando por la de los propios cristianos menos conscientes del significado del cristianismo o menos comprometidos en éste. La Iglesia puede aspirar, a medida que se vaya modificando ese estado de conciencia, a presentar con mayor exigencia y apremio la verdadera doctrina de la dulzura y el amor de Cristo aplicada al dominio de las relaciones entre los pueblos.

      A mi juicio no debe admitirse que nos describan las tesis clásicas de los juristas y moralistas católicos sobre la guerra como una justificación teórica y fundamental de ésta a título de ideal cristiano, como muchas veces suele hacerse, pues no era eso lo que aquéllos pretendieron. Es este un equívoco muy peligroso, pues falsea el verdadero rostro del mensaje cristiano.

      Es indiscutible que el problema político de la guerra, la determinación de las opciones inmediatas que deben adoptar los gobernantes, no puede hacerse en el terreno de los principios sino en el de las realidades; pero debemos empezar por afirmar que éstas se encuentran muy lejos de lo que sería un mundo inspirado en Cristo. La tarea actual debe pues consistir sobre todo en presentar con toda fuerza la doctrina integral, es decir la posición auténticamente cristiana del amor y de la superación pacífica de las diferencias entre los hombres, desechando la guerra, como un medio racional y aceptable para allanar éstas. «Guerra a la guerra como varias veces dijo Pío XII.

      No tenemos derecho a guardarnos para nosotros, para unos cuantos iniciados, la solución cristiana, alegando que el mundo no está en condiciones de ponerla en práctica. ¿Sabemos acaso cuáles son los planes de Dios sobre la conciencia moral de la Humanidad? ¿Nos asegura alguien que una doctrina integral de paz no puede abrirse paso si miles de hombres nos lanzamos al empleo de métodos de «violencia pacífica», algo que haga impacto en las conciencias de los pueblos y de sus gobernantes?

      La verdadera ley de Cristo, ¿será tan inaplicable, tan realmente ineficaz en el plano colectivo? Yo no lo creo.

      Sin perjuicio de todo lo que se haga en el ámbito del mal menor o de la tolerancia de los males, hay que ir a plantear en su totalidad la fórmula cristiana auténtica, cuyo alcance al servicio de la justicia no ha sido suficientemente experimentada todavía.

      Gandhi escribía en 1918: «Acaso transcurra mucho tiempo hasta que la ley del Amor sea reconocida en los asuntos internacionales. Hasta el momento en que una energía nueva es aceptada y dirigida, los capitanes de la energía antigua la tratarán de idealista y utópica».

      La tarea que ahora se le plantea al cristiano para despertar la conciencia de la gente no es, pues, propia de perezosos, ni de pasivos, ni de resignados. Hace falta una gran fe para emprenderla. Pero este no es un motivo para que se pretenda eludirla o postergarla.

      He aquí algo que me parecía necesario decir como complemento del artículo del P. Murray y que éste será seguramente el primero en aceptar.

 

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