Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Un razonamiento atroz
El Diario Vasco, 1960-01-10
«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». Con esta frase atroz y desconcertante comienza Camus el primer capÃtulo de su libro «El mito de SÃsifo».
A menudo he solido releer las páginas de este ensayo y meditar sobre ellas acerca del gran tema ascético de la vida y de la muerte. Quiso la casualidad que lo hiciera una vez más en la mañana del mismo dÃa en que el escritor francés habÃa de ser tan brutalmente arrancado de la existencia. Extraña coincidencia.
Al anochecer, alguien me trajo la noticia inesperada: el libro estaba aún sobre la mesa, como si fuera el cadáver de un amigo de cuerpo presente. No pude evitar el echar mano del mismo y volver a hojearlo emocionadamente, mientras mi espÃritu se iba por sà solo hacia una oración sin palabras.
El planteamiento del tema en aquel primer capÃtulo tiene una fuerza bárbara y no puede ser, en modo alguno, tachado de ilógico: «Decidir si la vida vale o no la pena de ser vivida, responder a esta pregunta; tal es la cuestión fundamental de la filosofÃa. Lo demás —si el mundo tiene tres dimensiones, si el espÃritu reconoce nueve o doce categorÃas— es completamente secundario, puro juego». Parécele a uno estar escuchando la voz del Padre Ignacio repetir aquello del Evangelio de San Mateo: «¿De qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma?».
Si la vida no tiene sentido fuera de sà misma, si no conduce a nada, como no sea a engendrar nuevas vidas que tampoco llevan a ninguna parte, entonces, señores, nos encontramos en la plenitud del absurdo y no hay ninguna razón que nos empuje a seguir viviendo. ¡Qué se me da a mi todo, si todo es nada!
«Un mundo que puede ser explicado, aunque sea con razones mediocres —prosigue Camus—, es un mundo familiar. En cambio, en un universo en el que bruscamente se le ha privado de ilusiones y de luces, el hombre se siente a sà mismo como un extraño. No hay recurso que valga para quien se halla privado del recuerdo de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida».
Por desgracia, Camus se tiene por incrédulo. No cree en la vida perdurable o, por lo menos, no cree creer en ella. Está, pues, abocado a tener que vivir lo absurdo. ¿No es este el caso de muchos incrédulos? Yo me pregunto para qué se molestan algunos de éstos en querer arreglar el mundo y en cambiar las estructuras y hacer que la Humanidad pueda comer suficientemente si, en realidad, parten del supuesto de que todo da lo mismo y de que, tanto al mundo como a la Humanidad, se los lleva la trampa de lo absurdo, de lo sin-sentido?
Pero el absurdo es invivible y Camus, que a pesar de los pesares seguÃa viviendo y escribiendo libros y artÃculos llenos de enorme Ãmpetu vital, en los que traspiraba su incontenible ansia de creer, no es tampoco incrédulo o, tal vez, no lo es radicalmente. «Il faut faire la parte de ceux qui, sans conclure, interrogent toujours». ¿No es él uno de estos que se interrogan, que no dejan de interrogarse a sà mismos y que se agarran denodadamente al esguince de la esperanza?
Buena lección de honradez para muchos divertidos y aturdidos, de cualquier clase que sean —porque los hay de muchas—, que buscan sólo el olvidar, el no ver, el no pensar, el consolarse, el esquivar la cuestión suprema, la esfinge de nuestra existencia.
Llevando la creencia en la nada a su última y más apurada consecuencia lógica —el suicidio—, Camus plantea un silogismo terrible: un silogismo vital, por reducción al absurdo, en el que no se trata de PENSAR los términos, sino de VIVIRLOS. Y esto sà que es difÃcil o, mejor dicho, imposible.
Que los creyentes —o los que nos tengamos por tales— sepamos «faire la part» a quienes, «sin llegar a conclusiones», se plantean incansablemente el problema de su destino y del sentido de la vida. Uno de ellos era sin duda este gran hombre que acaba de desaparecer de entre nosotros como pronto desapareceremos también nosotros mismos de entre los demás.
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