Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Espíritus y estatuas
El Diario Vasco, 1959-09-27
Se discute hoy mucho acerca de las estatuas. Sin duda es un tema importante, pero no tanto como el del Espíritu.
Todos tendemos a ser adoradores de estatuas. Empero, sin el Espíritu nadie puede creer ser verdadero adorador del Espíritu.
«Demos al pueblo un ídolo porque es incapaz de otra cosa», vino a decir Aaron dispuesto a contemporizar con las debilidades de Israel. Moisés condenó esta actitud. Millones de veces se ha repetido luego esta misma frase: «Demos al pueblo un ídolo». Mas nunca, felizmente, han faltado espirituales que la condenasen.
Ídolos y fetiches los hay de innumerables formas y para todos los gustos. Ideas, cosas, personas: todo puede servir para el caso. La historia de la estupidez humana está llena de ejemplos sumamente significativos a este respecto. En particular el fetichismo personal conduce a actitudes de lo más servil y degradante.
En cuanto a las estatuas, las hay también de muy mal gusto. Las hay, sin duda, del más refinado valor artístico, aunque mucho de esto depende de la moda, así que resulta un poco necio el querer pontificar sobre semejante asunto. Reconozcamos, sin embargo, que ciertas estatuas han sido, son y serán lamentables engendros artísticos que ni siquiera merecen ser discutidos. Determinados pastiches que uno se encuentra hoy en día en cualquier lugar sagrado, resultan más apropiados para inspirar el propósito de salir corriendo, que cualquier otra suerte de ideas elevadas.
Notemos, con todo, que aun aquellas horribles estatuas, que hacen sufrir al hombre de gusto cultivado, pueden ser motivo de inspiración religiosa para la gente más simple.
«La mujercita que toca y acaricia una estatua de pasta, es la misma que hace veinte siglos se aprovechaba del barullo para tocar, sin que El se apercibiese de ello, el manto del Señor a fin de ser curada. Y la pobre mujer fue curada» —dice François Mauriac.
¡Tenemos tanta necesidad de ver, de tocar, de sentir, de agarrarnos a algo, los hombres! Lo que importa es el profundo contenido del gesto.
El día en que todas las estatuas de nuestras Iglesias fuesen maravillosos prodigios de arte, no se habría ganado por ello un solo adarme de Espíritu. No estaría mal que así fuese —ojalá que así fuese—, pero el quid del Espíritu radica en eso.
Tengamos, pues, misericordia para sentir con la mujercita que besa y acaricia la estatua y no la tratemos sin más ni más de idolatra.
Nuestras idolatrías, las de los hombres que nos tenemos más o menos por cultos, son mil veces peores que esa. Nuestros ídolos son más peligrosos que tales estatuillas y a ellos se pega nuestro corazón con enorme fuerza.
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