Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Kranti

 

El Diario Vasco, 1959-08-30

 

      Vinoba es un pensador hindú de la escuela de Gandhi. Un amigo suyo le decía un día: «El viejo gritó «shanti, shanti, shanti» (paz, paz, paz) ya no sirve para nada. Ahora gritamos «kranti, kranti, kranti» (revolución, revolución, revolución)».

      Pero Vinoba le contestó muy sesudamente: Mejor será que gritéis una sola vez «kranti», porque si lo repetís tres veces, corréis el riesgo de que se os vuelva pasado. Con la palabra «shanti» el caso es diferente, puesto que la paz ha sido siempre antigua; mientras que «kranti» se gasta con el tiempo. No conviene decirlo tres veces. Decidlo una en firme y esto os bastará». Y Vinoba añade todavía con no menos sagacidad: «Porque el verdadero presente, en lo que tiene de presente, es siempre revolución».

      La palabra «revolución» ha sido aplicada en tantos sentidos y en casos históricos tan diferentes, que ya ni se sabe lo que quiere decir. En términos generales existen la «mala» y la «buena» revolución. La primera es la de los vesánicos, la de los ambiciosos que buscan su propio provecho o el bien particular de un grupo social. La segunda, la buena, es la de los hombres justos, indignados, escandalizados, dolidos a la vista de un estado de injusticia que creen poder remediar subvirtiendo el orden o el desorden constituido. En realidad, en toda revolución hay algo de lo uno y de lo otro, porque toda realidad histórica es impura.

      Dicha palabra «revolución» tiene incluso un sentido muy digno y «bien portant», que hasta resulta conservador y es el que le daba Agustín de Hipona. En el latín agustiniano, «revolutio» expresa la idea de volver a un estado anterior.

      Representa una armonía, la perfección de un ciclo, y así se habla de la «revolución» de los astros, que no encierra, por cierto, nada de revolucionario, en el sentido moderno de la expresión.

      Vinoba tiene razón. Hay que desconfiar de las exuberancias verbales que a menudo sólo son un medio de no encararse con la realidad presente.

      Hablar es una manera de relegar las realidades al dominio del ensueño y de lo ideal. Un modo de enviar lo que no nos gusta a paseo de pretérito.

      Kierkegaard piensa algo parecido cuando habla del que se queja; del que se duele de su situación y se la explica a los demás. A partir del momento en que el propio dolor se convierte en relato, empieza uno a liberarse de él. La palabra tiene la virtud de preterizar el presente: «Enunciar el fardo que le apesadumbra a uno, es empezar ya a hacerlo pasado».

      Cuando contamos lo que nos ocurre, lo expelemos, lo objetivamos, como si fuera algo que le sucede a otra persona o que nos aconteció a nosotros en otro tiempo; pero que ya no es sino un recuerdo inofensivo y hasta entretenido.

      Â«Enunciar el fardo» no arregla nada; no resuelve nada, pero alivia y aligera la carga. Las lamentaciones, las quéjigas, los gemidos, descargan el alma del peso que la oprime.

      Es el sistema de los pueblos viejos y de los hombres viejos: repetir la cantinela. Contar, llorar y cantar.

 

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