Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Esperar y desesperar

 

El Diario Vasco, 1959-04-05

 

      En su ensayo titulado «La enfermedad mortal», Kierkegaard plantea la paradoja profunda del hombre que busca su propio yo sin poder encontrarlo. ¿Cómo se entiende que uno no pueda hallarse a sí mismo? ¿Qué clase de ser es el hombre que lleva dentro de sí la lucha, la contradicción y la extrañeza de sí mismo?

      El desesperado está cargado de su ser. Quisiera liberarse de él y de la triple opresión del tiempo, del espacio y de la lógica. Ser y no ser. Ser esto y lo otro. Serlo todo. Ser de antes y de después sin dejar de ser de ahora. Ser eterno sin renunciar al tiempo. Estar a la vez allí y acá. Poder mandar a paseo el principio de identidad que dice que A es A. ¿Por qué A no podría ser «no A»? El desesperado querría ser «todo y nada».

      En esta escena de desesperación irrumpe un tercer personaje. «Puesto que yo no estoy de acuerdo conmigo mismo, debo preguntarme quién o qué es lo que me ha puesto a mi frente a mí». El desesperado ve claro que su interioridad es inarmónica y radicalmente polémica. Siente su mismo ser como relación contradictoria, como tensión entre opuestos. ¿Quién ha establecido esta relación? ¿Qué es lo que ha puesto en mí estos explosivos ingredientes de que me siento constituido?

      De la relación se pasa inevitablemente al relacionador. El Relacionador de todas las cosas, el Religador de cuanto existe, tiene un nombre que es el nombre de Dios. No hay escape. El que se siente así mismo no como identidad, sino como oposición, ha de buscar un «qué» o un «quién» que responda a aquellas preguntas. para el materialista será un «qué». Para el espiritualista será un «Quién». La tragedia suprema del materialismo consiste en tener como Dios a un «qué». El supremo consuelo del creyente consiste en tener como Dios a un «Quién».

      Â¿Qué es mejor? ¿Esperar o desesperar? Aquí entramos en un terreno anfibiológico: cada autor existencialista usa las palabras a su aire e incluso a muchos aires distintos, según le dé en cada momento. Es una enorme batalla de palabras y un enorme barullo de ideas. Si todo se viera claro y en orden, entonces no habría problema, pero tampoco se podría hablar propiamente de desesperación. Sin duda esperar es una virtud y desesperar es un pecado. Pero hay una esperanza falsa y una desesperación legítima. «Quién espera, desespera», dice el refrán. (Un refrán que, como la mayor parte de ellos, lo mismo puede contener una enorme cantidad de sabiduría que ser una insigne memez). Sin embargo, hay quien no desespera por la sencilla razón de que no espera. La carencia de desesperación en algunas personas es un síntoma mortal. Quizás no están enfermos de la enfermedad mortal, quizás están muertos.

      Un poco de desesperación existencialista, es decir, un poco de sentir la contradicción interior y la necesidad ontológica de gritar y de gemir, nos hace falta para ser auténticos. Yo me pregunto cómo se puede llegar a ser hombre religioso sin haber pasado alguna vez por la experiencia del desamparo interior.

      Esperar tras haber desesperado, es un progreso. No esperar por no haber desesperado nunca, es una situación mortal. Es algo peor que la enfermedad mortal de que nos habla Kierkegaard.

 

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