Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Criminales de guerra

 

El Diario Vasco, 1959-02-15

 

      La independencia del poder judicial es hoy un principio universalmente admitido en los países civilizados. Nadie puede ser juez y parte al mismo tiempo; el supuesto delincuente debe ser juzgado según la ley, por jueces desapasionados e imparciales, libres de toda coacción moral o física, al margen de cualquier clase de interés, aunque sea el interés del propio gobernante. La «razón de Estado» no debe meterse para nada en esto. Los magistrados, dotados de todas las garantías necesarias, han de ser colocados en una situación de seguridad que impida puedan sentirse intimidados por el Poder.

      Por su parte, los propios magistrados tienen el deber grave de conciencia de juzgar rectamente, negándose incluso a aplicar las leyes injustas, es decir, las falsas leyes, aunque para ello haya de exponerse a perder su cargo. Semejante doctrina, subrayada por Pío XII en un famoso discurso a los juristas italianos, puede conducir, en algunos casos, al terrible deber de desobedecer. Se ve, pues, hasta qué punto la moral católica se muestra preocupada por el principio de la independencia de la justicia.

      Â¿Todo esto es idílico e irrealizable? Yo no lo sé; pero creo que el simple hecho de afirmarlo como una necesidad es una prueba de que no hemos perdido aún del todo la conciencia moral y que no aceptamos como ideal de vida social la ley de la jungla, sino el respeto de la persona.

      Al término de la pasada guerra se vieron las famosas causas contra los criminales de guerra. La idea de castigar a los promotores de crímenes en gran escala, como fueron, por ejemplo, las matanzas de millones de judíos, las experiencias biológicas sobre prisioneros de guerra, el sadismo metódico de ciertos campos de concentración, era justa y razonable. El propio Papa se refirió a dichos juicios alabándolos en principio, aunque fijando, al mismo tiempo, las condiciones en que tales procesos debían desarrollarse para ser perfectamente legítimos. Por desgracia estas condiciones no se cumplieron y el mundo ha conservado un mal recuerdo de este asunto; un nuevo «pecado colectivo» ha pasado a gravitar sobre la conciencia de los pueblos.

      Â¿Se logrará en el futuro el establecimiento de un derecho penal internacional con garantías suficientes de honestidad? Yo me atrevo a creer que sí, porque creo también en cierto progreso moral de la Humanidad, su incesante evolución hacia estudios más elevados, según un misterioso plan divino. Para mí sería atroz vivir sin creer en esto.

      Los juicios contra criminales de guerra, que actualmente tienen lugar en una isleña república americana, están muy probablemente justificados en el fondo, pero no lo están en la forma. No se puede juzgar justamente en un clima de pasión, en el curso o al término de una contienda atroz; el vencedor no es nunca un juzgador imparcial. Siempre aplicará la ley del embudo. Reconozcámoslo aunque nos sea simpático.

      Hubieran hecho falta juzgadores neutrales y un clima más desapasionado y sereno. Cierta mancha ha caído de esas que no se limpian fácilmente.

      Mi conciencia cristiana —aunque sea la de un débil y mal cristiano— me exige decir esto a propósito de este tema. Y lo digo.

 

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