Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Encargo divino

 

El Diario Vasco, 1958-10-12

 

      Un presbítero llamado Gaius escribía hacia el año 200 que a todo el mundo le era posible ver, en la falda del monte Vaticano, el «tropaion» —el monumento funerario o, tal vez, la propia tumba— del apóstol Pedro. Siglo y medio más tarde, aproximadamente, el emperador Constantino mandaba edificar una basílica en aquel lugar, pese al declive del terreno y a la existencia de un cementerio pagano que habría de ser derruido para dar lugar a la nueva construcción.

      Las excavaciones practicadas bajo el altar de la actual basílica de San Pedro han permitido descubrir un pequeño túmulo con un nicho semicilíndrico cuya fecha de origen no es difícil de establecer y que, según se cree, es el «tropaion» de que hablaba Gaius. De todos modos, el hecho del martirio de San Pedro en Roma se halla históricamente probado pro otros documentos.

      A partir de Pedro, la primacía apostólica queda establecida en Roma y todos los cristianos la aceptan hasta que los protestantes, queriendo reducir a la Iglesia a una concepción «mnémica» —símbolos, promesas, recuerdos—, se pongan a discutirla encarnizadamente.

      Los católicos creemos que el encargo que Jesucristo confiara un día a Kephas, de que cuidase y gobernara a su gente, se repite de un modo real con cada uno de los sucesores de Kephas. Esto supone la creencia en una acción presente o actual de Jesucristo sobre la Iglesia, estrechamente relacionada con la creencia en la resurrección de Cristo y su presencia efectiva en el mundo y en la Iglesia. La creencia en el primado de Pedro y de sus sucesores está justificada por buenos argumentos históricos, pero donde genuinamente se apoya es en ese conocimiento firme y oscuro, místico y divino, que se llama Fe.

      En vano se tratará de reemplazar la Fe por los argumentos que, en cierto modo, la preceden, intentando hacer de ella una especie de sabiduría científica. En las aulas de matemáticas solemos demostrar muchos teoremas acerca de cosas abstractas e inexistentes, como lo son los puntos, las rectas y los círculos; pero no nos dejaríamos cortar la cabeza ni meter en un caldero de aceite hirviendo por ninguna de estas cosas que, en el fondo, nos traen sin cuidado. El creyente, en cambio, es un hombre que sabe que tiene puesto lo absoluto de su vida en buenas manos y que sabe también que al creer procede singularmente de acuerdo con la voluntad del Padre de todas las cosas.

      Todo esto está muy claro y es muy coherente para los que se colocan en el punto de vista de la Fe, pero resulta sumamente oscuro para los que se niegan a abandonar el terreno de la razón autónoma. Como dice D.K. Chesterton, «en lugar de una historia sobrenatural, que era verosímil, nos han contado historias naturales que son inverosímiles».

      Cuando el conclave elija un nuevo Papa, en sustitución del gran hombre que acaba de perder la Cristiandad, no nos fijaremos en el número de idiomas que habla, ni en sus dotes de organizador o de gobernante, ni en sus condiciones más o menos excelentes de escritor y de predicador. Pondremos en cambio la atención en el hecho —en sí mismo invisible, mas no por eso menos real— de que una vez más se haya repetido la mística comunicación, el encargo, una vez hecho a Pedro, de que gobernase a la gente de Cristo.

 

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