Karlos Santamaria eta haren idazlanak
El elefante y la pulga
El Diario Vasco, 1958-08-03
Es posible que dentro de pocas semanas se celebre en Nueva York la tan discutida reunión de «alto nivel». cinco mil policÃas, dotados incluso de helicópteros y de barcos de guerra, se encargarán en tal caso de proteger la vida de Kruschev y de los demás «grandes» contra cualquier posible agresión.
¿Qué piensan de esto los «pequeños», el hombre de la calle, el «homo qualunque»?
Lo más probable es que a la mayorÃa de los neoyorquinos corrientes les tengan sin cuidado estos grandes, sus vidas y el aparato estatal que les rodea, y que lo único que deseen de ellos es que les dejen en paz y que no les compliquen la existencia.
Al hombre de hoy le van interesando cada vez menos las figuras históricas, si no es a tÃtulo de curiosidad, para pasar el rato en el cine o leyendo una buena biografÃa. Hay poca fe en los «grandes» y todos hemos aprendido a hacer la pulga.
Esto de hacer la pulga merece una explicación. Se trata del apólogo de «El elefante y la pulga». Los diálogos entre animales han sido sabiamente explotados por los fabulistas de los viejos tiempos desde Esopo hasta Lafontaine y Samaniego. Inmortales se han hecho la conversación de la cigarra con la hormiga, de la zorra con la cigüeña, del león con las ranas y tantas otras.
Del diálogo entre el elefante y la pulga no se ha ocupado nadie si no es este viejo apólogo oriental que viene a decir que entre dos animales tan dispares no cabe ningún diálogo, porque son mundos muy distantes, mundos que se ignoran mutuamente y que no tienen nada que comunicarse el uno al otro.
En vano intentará la pulga picar al elefante: la piel de éste es demasiado gruesa para que las mandÃbulas del parásito puedan penetrar en ella. Pero tampoco el elefante puede nada contra la pulga porque no está en condiciones de alcanzarla con su trompa, ni de embestirla con sus colmillos ni menos aún de aplastarla con sus patas gigantes. «Nadie se pone a cazar moscas con un martillo pilón».
Hace la pulga es refugiarse en la pequeñez, en el anonimato, en la insignificancia de la vida ordinaria, dejando que las turbulencias de la Historia se agiten por encima de uno.
La pequeñez es una gran cosa. Asà el grillo vivÃa ya en la época del diplococo; pero mientras éste ha desaparecido hace miles de siglos, su pequeño coetáneo el grillo —de cuyo concierto campesino tanto gustaran los romanos— sigue hoy chirriando alegremente, ajeno al derrumbamiento de muchas otras especies zoológicas.
Sólo el hombre vulgar es incapaz de reparar en la grandeza de la pequeñez y en la pequeñez de la grandeza. Sabio es el que ha aprendido a ocultarse en la intimidad de una existencia ignorada, lejos de las ambiciones y de la agitación del poder.
No solemos caer en la cuenta de que la verdadera Historia no la han hecho los grandes, sino los pequeños: la pléyade de hombres oscuros que han vivido sin fama, pero serenamente, vidas profundamente humanas, llenas de más alto interés.
El grande puede menospreciar al pequeño, desconocerlo, perdido en la masa multitudinaria. Pero la venganza del pequeño consiste precisamente en ignorar al grande y refugiarse en un vivir corriente, sin complicaciones públicas, un mundo de preciosas intimidades donde las cosas aparentemente más banales adquieren maravilloso color y brillo.
Es la sabidurÃa del pescador de caña entretenido en procurar que pique un corcón en el anzuelo, mientras en los Estados Mayores discuten el medio de entablar una descomunal batalla.
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