Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Guerras fantasmas

 

El Diario Vasco, 1958-01-26

 

      Los internacionalistas suelen considerar la guerra como una institución, es decir, no como algo exterior al derecho, sino como un procedimiento, dotado de su correspondiente aparato legal, para zanjar las diferencias entre los Estados.

      Dando entrada, de esta suerte, al monstruo, en el marco de la legalidad, la conciencia del ciudadano civilizado parece tranquilizarse, de la misma manera que cuando inscribe la muerte en el cuadro de los fenómenos «naturales y normales» y la mete así, de rondón, en la cotidianidad.

      El monstruo queda domado, pero solo en el terreno de las ideas; en el de las realidades sigue conservando su ser de monstruo.

      Muchos piensan que en el estado actual de la civilización habría que rechazar la guerra como institución, como instrumento válido del orden internacional. Esto sería muy fácil: bastaría una declaración colectiva de los Estados colocando a la guerra fuera de la ley; pero de esta manera la guerra sólo habría desaparecido como institución y no como realidad.

      En verdad, el concepto jurídico de la guerra es muy preciso y, por lo mismo, muy restringido. Si se sometiese al dictado de los expertos la consideración de los hechos bélicos más importantes acaecidos estos últimos años, muy pocos, o quizás ninguno, merecerían la calificación de «guerras». Así vendría a resultar que, en rigor, ni la guerra de China, ni la de Corea, ni la de Indochina, ni la egipcio-israelí, ni el incidente franco-británico de Suez, ni la lucha de Argelia, ni la de Hungría, ni ninguna de las innumerables guerras civiles y acontecimientos de género análogo, podrían ser consideradas como guerras auténticas.

      El mundo disfrutaría, pues, desde la terminación del último conflicto mundial, de una paz octaviana, bajo la tutela de los dos grandes. Sin embargo, ahí están el terrorismo argelino, la guerra fría con todas sus secretas violencias y las oposiciones sangrientas entre pueblos y entre ideologías, para afirmar lo contrario.

      Si nos colocásemos en una actitud estrictamente jurídica, tendríamos que aceptar que ninguna de las guerras actuales puede terminar por la sencilla razón de que no han empezado. Es el clásico argumento del funcionario del Registro Civil a la gitana que pide el certificado de defunción de su marido: «Su marido no ha muerto, no puede haberse muerto, por el simple motivo de que nunca ha nacido». Y, en efecto, una cosa es haber nacido físicamente y otra haber nacido legalmente, estar inscrito en el Registro de nacimientos.

      Cuando los hombres se están matando ferozmente entre sí, en un punto cualquiera del Globo, y un jurista afirma, sin embargo: «No hay guerra», el hombre de la calle queda «siterado» y «telescopado» —terminología nueva de la era interplanetaria—. No puede comprender la distancia que separa al concepto jurídico de la guerra de la realidad que él tiene ante sus ojos. Lo que desespera al hombre de la calle, lo que le irrita hasta el colmo, es precisamente esa especie de contradicción entre la realidad vivida, vista y sentida, y la verdad legal y oficial. El hombre de la taquilla le dice a uno: «La ley no se ha enterado de lo que usted dice. Nada de lo que usted afirma existe. Usted mismo tampoco existe, porque no figura en mis libros de registro».

      Y, en efecto, para ciertos espíritus, lo que no tiene existencia legal no existe. No existe y asunto terminado. Pero existe, ¡vaya si existe! Antes que el hombre legal, el hombre hecho de papel de oficio, existe el hombre real, el hombre hecho de carne y hueso.

 

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