Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Hacia una conciencia moral universalista

 

Criterio, 1.292 zk., 1957-09-26

 

      La creación de una Sociedad universal, que sea a la comunidad humana en su conjunto lo que el Estado es a la comunidad nacional, es una necesidad que se plantea como consecuencia de la unificación técnica del mundo.

      Hasta ahora la Humanidad había vivido seccionada en una pluralidad de mundos prácticamente independientes unos de otros en lo político y en lo económico.

      En el mundo de hoy no cabe ya ningún espléndido aislamiento. La interdependencia entre los diversos grupos humanos se manifiesta como un hecho incuestionable.

      Fenómenos políticos y sociales que hasta ahora podían sólo afectar a zonas relativamente limitadas del planeta se plantean hoy por imperativo de la técnica, a escala mundial.

      Nunca pudo hablarse en el pasado de «guerras mundiales» ni de «economía mundial» ni de «organización mundial».

      Estas expresiones, si alguno llegaba a usarlas, no respondían a realidades auténticas, mientras que hoy se nos imponen como necesarias para comprender la marcha de la Historia.

      La necesidad de organizar el mundo, de dar a esa materia una forma adecuada, es uno de los grandes problemas vivos en el momento actual.

      La Edad Media había pensado la Humanidad civilizada como una comunidad muy coherente: una religión, una cultura, una unidad política, bajo una doble autoridad espiritual y temporal; el Papa y el Emperador. A partir del siglo XVI empieza a concebirse la organización de la Humanidad como una sociedad de Estados soberanos e independientes.

      Nadie piensa en que la actual Organización de Naciones Unidas sea ya una estructura satisfactoria ni definitiva.

      Se reconoce, al contrario, que es sumamente imperfecta y que no constituye sino un primer paso, hacia lo que en un mañana, tal vez lejano, habrá de ser la forma suprapolítica del mundo.

      La comunidad humana es una realidad sociológica que aspira a convertirse en una sociedad organizada.

      Toda comunidad natural de hecho tiende a constituirse en comunidad de derecho, es decir, a adoptar una forma racional e inteligible o si se quiere una forma jurídica.

 

Dos modelos de sociedad universal

 

      La comunidad humana es la materia; pero ¿cuál es la forma que conviene a esa materia? Hay que reconocer que nuestras ideas se encuentran hoy muy retrasadas a este respecto. Nuestro pensamiento es «tardígrado», avanza con lentitud y tiende a aplicar al futuro las categorías y las formas incubadas en el pasado. Así, ante la comunidad humana universal no encontramos en definitiva más que dos modelos o tipos jurídicos. El uno es el Estado gigante, el Estado universal. El otro la sociedad de los Estados soberanos. Ninguna de las dos fórmulas resulta satisfactoria. La primera es excesiva. La segunda insuficiente.

      En el primer caso se comete el mismo error que si se quisiera aplicar a la nación la estructura jurídica de la familia. Se caería así en una especie de paternalismo o patriarcalismo político, absolutamente inaceptable en nuestro tiempo.

      El Estado es la forma de la comunidad nacional; pero nada justifica que esa misma forma convenga a la comunidad humana, porque los lazos que unen a los hombres entre sí no son los mismos en la Humanidad que en la Nación, como no son los mismos en la Nación que en la familia.

      En el segundo caso, en el caso de que la organización mundial se redujese a una sociedad de Estados soberanos, se desconocería la entidad y subsistencia propia de la comunidad humana, de la misma manera que si se concibiese el Estado como una sociedad inter-municipal. Hay que dar un paso adelante en la concepción jurídica, pero no se sospecha aún cuál puede ser esa solución nueva a que aspira el mundo.

      La debilidad congénita del complicado mosaico de soberanías irreductibles, su radical insuficiencia, se echa de ver demasiado a las claras, sobre todo después de los último acontecimientos. La humanidad no es una simple suma de naciones, como la nación no es una simple suma da familias, o la familia una simple suma de individuos. No debemos pensarla como un conjunto abigarrado, interracial, intercultural o interestatal. Tiene su subsistencia propia y merece una forma propia nueva que habrá de ser forzosamente supranacional.

      La comunidad humana, la comunidad de civilización, busca penosamente su forma. Tal vez llegue un día en que las ideas de los hombres a este respecto sean mucho más claras que las nuestras. Nosotros no podemos sobrepasar a nuestro tiempo, pero sí debemos reconocer y subrayar los errores y las insuficiencias de nuestro tiempo.

 

Problema moral y no meramente técnico

 

      En cualquier caso hay algo que sí puede afirmarse desde ahora, y es que la constitución de esa estructura supranacional capaz de realizar las aspiraciones de civismo universal del género humano en su conjunto, no podrá nunca ser el resultado de un esfuerzo meramente técnico. La unidad política del mundo plantea, sin duda, problemas técnicos de muy difícil solución, tanto en el aspecto jurídico como en el económico y en el social, pero es ante todo y sobre todo un problema moral, como lo es la formación de cada Estado.

      La política es un saber y una actividad intrínsecamente moral. Es cierto que comporta también un saber técnico; pero la diferencia entre ella y una pura técnica radica en que su finalidad es el bien moral en uno de sus aspectos esenciales —el bien común, el buen vivir de la multitud— y no un bien meramente material, indiferente en sí mismo a las categorías éticas. Por esta razón, la injusticia la destruye en su propia sustancia, lo que no ocurre en el caso de las técnicas ordinarias. Así, por ejemplo, la técnica atómica y nuclear, debe ser aplicada a buenos fines, y en este sentido decimos que se halla subordinada a la moral; pero aunque fuese aplicada a fines malos no perdería su bondad intrínseca: sus teoremas, sus fórmulas, sus métodos empíricos, no habrían perdido su validez física. En una palabra, seguiría siendo una buena técnica atómica. En cambio, cuando las artes políticas son aplicadas a malos fines se convierten automáticamente en malas artes: su mismo valor intrínseco queda destruido por la injusticia. Una política injusta no es sólo una política mala; es, además, una mala política.

      Y esto debemos afirmarlo rotundamente contra todo fisicismo o politicismo que pretenda reducir la política a una técnica más. El fin de la sociedad política como el de la sociedad suprapolítica el día que ésta llegue a constituirse, es el servicio del hombre, la finalización de los objetivos supremos y trascendentes de la vida humana, y en este sentido constituye un quehacer de naturaleza eminente y esencialmente moral.

      Nos encontramos pues con que la creación de una sociedad supranacional es fundamentalmente una obra que necesita apoyarse en la conciencia pública del deber universalista. Conciencia internacional, de la solidaridad e interdependencia de todos los pueblos y razas y naciones; y conciencia supranacional de la existencia de una comunidad humana, con identidad de origen y de fin en la que la persona debe alcanzar la plenitud de la comunicación social en un plano que trasciende a todos los ámbitos nacionales.

 

Falta de conciencia moral universalista

 

      Pero, ¿existe en el hombre de hoy esta doble conciencia de un conjunto de deberes sociales de extensión universal?

      No creo pecar de pesimista afirmando que el sentido moral de la mayor parte de los hombres no está lo bastante sensibilizado para percibir la existencia y realidad de estos deberes.

      Objetivamente hablando, el código moral permanece inmutable a través de los tiempos. Los mandamientos de la Ley son hoy los mismos que Dios dictara a Moisés en el Sinaí, los mismos que se hallan grabados en el corazón de todos los hombres. En este sentido no puede hablarse de una evolución o de un proceso histórico en la conciencia moral de la Humanidad.

      Pero es evidente que a medida que la Historia se ha ido desplegando y el campo de posibilidades ha ido ensanchándose para el hombre, éste ha ido perfeccionando sus conceptos morales al aplicarlos a un dominio cada vez más vasto de actividades.

      Desde este punto de vista, sí cabe hablar de un progreso moral de la Humanidad. Puede decirse que las exigencias morales son para el hombre de hoy mucho mayores y más extensas y complicadas que lo fueran para el hombre de las cavernas. ¿Cómo había de planteársele a éste de un modo efectivo y real un deber universalista, si su mundo se reducía al espacio de unas pocas hectáreas y su contacto con el resto de los humanos estaba limitado al de un número contadísimo de ejemplares de la misma especie?

      Ahora bien, lo que no puede admitirse es que el hombre de hoy, con un desarrollo técnico, unas posibilidades de acción y un conocimiento del mundo enormemente superiores a los del hombre paleolítico, pretenda seguir rigiendo sus actos con una moral rudimentaria, una moral de hombre primitivo, troglodítica, absolutamente insuficiente frente a los problemas de la hora presente.

      Y esto es, en definitiva, lo que se pretende hacer cuando se reduce la moral al ámbito personal y familiar, cuando se desconoce la existencia de la justicia social y no se aceptan más responsabilidades que las que emanan de la estricta justicia conmutativa.

      A nadie se le oculta que para muchas personas la vida moral se reduce a un conjunto de deberes inscritos en una concepción muy limitada y estrecha de la actividad humana. La pureza de pensamiento y de obra en las relaciones sexuales; la asistencia entre los esposos y la educación de los hijos; la justicia conmutativa en los tratos económicos; los deberes de religión y de culto privado y público... todo esto lo conciben, lo aceptan y lo cumplen; pero la existencia de unos deberes de justicia social destinados a la realización del bien común de la sociedad en que viven, de una responsabilidad en el orden político, de unos deberes de justicia universal respecto del Bien común de la Humanidad, les parece, sin duda, algo «supererogatorio» y de lo que puede prescindirse sin gran preocupación moral, algo que no obliga en conciencia y que carece prácticamente de importancia.

      En el repertorio moral de la mayor parte de los católicos faltan aún muchas ideas sociales. ¿Cómo pedirles que pasen al estadio universalista, que empiecen a sentir preocupaciones por el problema del hambre en el mundo, de la ignorancia, de la miseria moral en el mundo, por el problema del odio y del incivismo en el mundo, si no los sienten todavía en relación con la misma sociedad a la que pertenecen? Estimular el desarrollo de las conciencias orientándolas hacia la realización del Bien Común, es una tarea muy necesaria en los mismos pueblos de tradición cristiana.

      Es indudable que los cristianos no tuvieron desde los primeros tiempos un conocimiento concreto de todas las exigencias de la moral evangélica hasta que las circunstancias históricas lo permitieron o lo demandaron, de la misma manera que el dogma se ha ido explicitando frente a los errores y las herejías en el transcurso de los tiempos, y este progreso interno y homogéneo habrá de continuar en el porvenir. En este sentido cabe también hablar de un despliegue histórico de la moral evangélica y de un progreso en la conciencia de los cristianos.

      Para dar pleno sentido moral a la gran obra de la organización política del mundo, para buscar un fundamento ético a esa gran tarea, tenemos forzosamente que referirnos a una concepción del Bien común más amplia que la que corresponde a la sociedad política propiamente dicha.

      Los deberes de justicia social no terminan en el Estado. Se extienden fuera de las fronteras de éste, apuntan hacia un Bien común universal que es el de la comunidad humana en su conjunto.

      Si esto se olvida, si se exaltan únicamente los valores y los intereses nacionales, si se prescinde por completo del bien de los demás pueblos, se puede caer en esas formas monstruosas del egoísmo colectivo que todos conocemos, tanto más peligrosa cuanto que se presentan aureoladas con el símbolo sagrado del patriotismo.

      Como ha hecho notar Mgr. Bruno de Solages, inútilmente se buscará en Santo Tomás esta noción de Bien común internacional o universal de la Humanidad, porque no se halla explícitamente incluida en sus tratados.

      Lo está, indiscutiblemente, de un modo genérico o esencial, en el concepto mismo de Bien común; pero ni Santo Tomás ni sus coetáneos se plantean el problema del Bien común más allá de los límites de la Ciudad o del Estado.

      Incluso cuando el doctor angélico trata de la legitimidad de la guerra y funda ésta en las exigencias del Bien común, no se refiere al Bien común de la Humanidad, sino al de la ciudad misma, regida por el Príncipe que desencadena la guerra.

      Desde este punto de vista la escolástica medioeval no es sino el preámbulo histórico de la gran tarea que los publicistas españoles del siglo XVI habían de llevar a cabo para establecer las bases de una sociedad internacional fundada en la justicia universal.

      Esta observación no hace sino confirmar el hecho a que antes nos referíamos de la paulatina explicitación o desarrollo histórico de la conciencia moral: la sociedad cristiana medioeval no tenía necesidad aún de plantearse el problema del Bien común universal, porque ella misma formaba una unidad coherente.

      La cuestión había de presentarse más tarde, al estallar el ámbito del mundo civilizado y unificarse la conciencia histórica de un gran número de pueblos, hasta entonces absolutamente aislados los unos de los otros.

      Hoy esta necesidad ha alcanzado un extremo álgido. Ha llegado la hora de que la doctrina del Bien común sea aplicada con su máxima universalidad.

 

Dos direcciones: interestatal y supranacional

 

      Ahora bien, en el actual momento histórico esta idea del Bien común universal se difracta, a mi entender, en dos direcciones, que conviene distinguir claramente. La una es la del Bien común de las naciones, la otra la del Bien común supranacional.

      La primera conduce, si se quiere, a la Sociedad de los Estados. La segunda a una forma nueva, supranacional, destinada a realizar el Bien común propio de la sociedad humana en cuanto Bien común de personas y no a través de los Estados. La justicia internacional o interestatal, tenderá a que las relaciones entre los Estados sean pacíficas y armoniosas y a que todos ellos salgan beneficiados en sus relaciones económicas, políticas y de todo orden. Pero esto no basta, porque hay que tener en cuenta una justicia supranacional que aspira a una ordenada comunicación de bienes entre las personas, la cual no tiene por qué ser objetivada o asumida por Estados. La distinción entre internacional y supranacional se va revelando cada vez como más importante y decisiva para el futuro de la Humanidad.

      Existen en efecto multitud de cosas importantes que son patrimonio común del género humano y que se realizan al margen de los ámbitos nacionales o por encima de ellos. La ciencia, la técnica, el arte y la cultura —en lo que tienen de universales—, la creencia y la vida religiosa, pertenecen al acervo común del género humano y a su realización contribuyeron gentes de espíritu universal, generaciones y generaciones de hombres sin preocupación de nacionalidad, de raza o de patria, que se pierden en la noche del pasado, donde se borra incluso la traza de las actuales naciones.

      Artistas, hombres de ciencia, apóstoles y santos lucharon infatigablemente para acumular estas riquezas, espirituales, intelectuales y materiales, en favor de toda la Humanidad.

      Â¿Con qué derecho pretendería nadie encerrarlas o limitarlas al ámbito de un Estado o de una nación determinados o manejarlas en favor de uno de ellos?

      Ese conjunto de cosas que necesariamente deben ser vividas en común por todos los hombres, que no pueden ser parceladas o cotadas porque esto equivaldría a destruirlas, constituyen el Bien común supranacional de la Humanidad, forma superior del Bien común que trasciende a la del Bien particular de un Estado e incluso al Bien internacional de la Sociedad de los Estados.

      Es preciso pues llevar al convencimiento de las gentes la idea de que hay en ese dominio un bien que realizar, sin preocupación de patrias ni naciones. Un bien auténtico, de naturaleza genuinamente moral, por el cual vale la pena de sacrificarse y al que deben subordinarse todos los bienes particulares, incluso el bien del propio Estado, incluso el bien de la propia Patria.

      Nada de esto destruye la vida interna de las naciones, de la misma manera que la existencia de un Estado justamente constituido no destruye, sino que al contrario consolida, la vida interna de las familias.

      A medida que una nación se abre a la comunicación exterior y tiende a buscar el bien general, se enriquece en sus propias realidades interiores.

 

La formación de las conciencias

 

      La tarea de educación de las conciencias para la paz y el orden universal será difícil y larga. La mayor parte de los hombres viven encerrados en formas más o menos amplias del egoísmo colectivo.

      La formación de una conciencia supranacional tropieza con enormes obstáculos, y el mayor de todos se encuentra en el nacionalismo exacerbado que ha sido condenado tantas veces por los Papas.

      Su Santidad Pío XII ha dedicado especialmente gran parte de sus esfuerzos pastorales a la formación de esa conciencia haciéndola consistir fundamentalmente en dos grandes principios básicos: la unidad orgánica de la gran familia humana y la exigencia de una moral internacional que apunte a la realización de aquel bien común universal a que hace un momento nos referíamos.

      No he de traer aquí sus textos incontables, tan magníficos como desconocidos por la mayoría de las gentes católicas. debemos todos tratar de aprender esa lección, seguir las enseñanzas del Papa de un modo efectivo.

      Todo hombre tiene una zona de influencia y en ella puede actuar en favor de la paz y de la comunidad internacional. Si en lugar de atizar los rencores históricos y las incomprensiones tradicionales cada cristiano se aplicase a tratar de comprender y a poner el amor allí donde reina el odio, esta acción capilar no dejaría de tener un resultado y una influencia en el estado de conciencia de la opinión pública.

      No vale el argumento de los que dicen que la paz y la guerra sólo pueden ser determinadas por los hombres de Estado, los políticos y los gobernantes y que los simples ciudadanos no podemos hacer nada en ese orden de cosas. Hoy la opinión pública pesa notablemente incluso en los países totalitarios y no hay gobernante que pueda oponerse a ella a la larga.

      Si una voluntad de paz se va abriendo paso y una conciencia del deber universalista se va formando en los espíritus de todos los hombres honrados, la guerra llegará a ser un fenómeno social casi imposible.

 

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