Karlos Santamaria eta haren idazlanak
El derecho de propiedad
El Diario Vasco, 1957-06-02
La crisis social iniciada en la época del maquinismo no ha culminado todavÃa.
Mientras el régimen ruso ha impuesto un rÃgido e intolerable socialismo de Estado, en las estructuras occidentales persiste cierto innegable desequilibrio interno. La pura libertad económica redunda a la larga, en perjuicio de los más pobres.
Son éstos los que pagan las consecuencias de las alteraciones, cambios y conmociones económicas: depreciación de divisas, deflación, crisis industriales de «supra» y de «infra» producción... todos estos fenómenos dan lugar a peligrosas comprensiones en el margen vital de «los económicamente débiles», ya de por sà tan reducido.
El pobre vive socialmente a la intemperie; los temporales económicos le azotan terriblemente, mientras que el rico, parapetado en sus reservas, puede afrontarlos con mayor seguridad.
La propiedad protege a la persona y es, por eso, dentro de la concepción cristiana y personalista, uno de sus derechos inalienables.
La moral católica afirma, pues, y defiende, el derecho de propiedad; pero no se puede abusar de esta afirmación, como suele hacerse por desgracia harto frecuentemente, entendiendo que la Iglesia propugne un derecho sin lÃmites ni deberes correlativos, un derecho de propiedad absoluto que permita usar, gozar y disponer de las cosas en beneficio propio sin tener en cuenta para nada las necesidades de los demás. El concepto justiniáceo de la propiedad como «potestad plena» sobre la cosa poseÃda, es hoy insostenible.
La propiedad no es un privilegio exento de cargas ni de deberes morales, sino más bien una función social al servicio del bienestar común. No equivale al derecho a vivir sin trabajar, porque este derecho no existe para nadie.
El deber del trabajo alcanza a todos en la medida de sus posibilidades y de su propia capacidad para el trabajo.
El producto del esfuerzo humano debe ser justamente distribuido entre los hombres.
En este sentido puede decirse que la propiedad es «común a todos», y esta idea, que está latente en las prescripciones evangélicas sobre el uso de las riquezas, ha sido puesta de relieve por muchos teólogos católicos —a comenzar por el propio Santo Tomás de Aquino— y enseñada incesantemente por los Papas, aunque —reconozcámoslo— la grey acomodada no haya seguido siempre fielmente a sus pastores en este punto.
El propietario tiene el deber de hacer valer sus bienes. No puede sustraerlos a la utilidad pública. Tiene que trabajar para crear y producir riqueza y bienestar en la sociedad en que vive.
El P. Rovasenda, uno de los participantes de las Conversaciones de San Sebastián, establecÃa en la última reunión de la Semana Social italiana, el «deber de rentabilidad». El propietario de una empresa o de una industria cualquiera tiene el deber de hacerla rentable y verdaderamente productiva, en la medida de lo posible—, con objeto de mejorar la situación de sus asalariados. Incluso si él ha cubierto ya sus propias necesidades y ambiciones, está obligado a actuar como gerente o administrador del bien común.
El inhibicionismo de los ricos es un mal social muy grave. Si el rico no cumple su misión social, nada puede legitimar ni justificar su propiedad.
Tampoco es aceptable el uso de ésta para acumular poder, riqueza e influencia en el caso de que tal acción dé lugar a un estado de cosas inhumano. Asà ocurre, por ejemplo, cuando se crean enormes centros de actividad industrial, desentendiéndose por completo de los problemas migratorios, de inestabilidad social, de indigencia o de miseria, que puedan producirse en torno a los mismos.
El rico no puede tampoco, moralmente hablando, limitarse a «colocar» su dinero, confiar a hábiles administradores la utilización de sus bienes y entregarse luego al placer y a la diversión, sobre todo en un mundo en el que hay tanta gente miserable y menesterosa.
Cuando se dice, pues: «La Iglesia defiende la propiedad», habrÃa que añadir otras ideas, y matices, y precisar muchos conceptos.
La Iglesia defiende la propiedad, es cierto, pero haciendo de ella fundamentalmente una función social cuyo objetivo principal es el bienestar material y moral de los pueblos. Los ricos que hacen esto de verdad, cumplen con su deber. Para los otros, para los epulones egoÃstas y antisociales, fueron dictadas las más duras y aterradoras maldiciones evangélicas.
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