Karlos Santamaria eta haren idazlanak
Ídolos
El Diario Vasco, 1957-02-24
Para algunos la religión es el absoluto. Para otros, no, y, entonces, adiós muy buenas a todo sentido de la vida. (KIERKEGAARD).
Un terapeuta vienés, el doctor Daim, intenta dar una interpretación nueva al psicoanálisis. Según él, el hombre, en cada una de las etapas de su existencia, tiende a fabricarse una esfera de «lo absoluto» y a envolverse en ella, encerrándose así en una especie de nuevo claustro materno.
El enajenamiento consiste precisamente, para el doctor Daim, en la tiranía de un falso absoluto.
Cualquier cosa —objeto, idea o persona— puede ser absolutizada, erigida en ídolo.
Se convierte así en un objetivo supremo, obsesionante, angustiosos, al que hay que entregarse de un modo total...
El hombre tiene una gran capacidad para idolizar las cosas. Es un infatigable inventor de ídolos: se pasa la vida fabricándolos y destruyéndolos.
Algunas veces le resulta sin embargo difícil desembarazarse de ellos. Se produce entonces la anormalidad mental: la obsesión, la locura.
El único absoluto verdadero es Dios. La absolutez de Dios no oprime al hombre ni le enajena. Volviéndose a El, el hombre se libera de la horrible tenaza y se salva, es decir, recupera su ser normal.
La tarea del médico psicópata debe consistir, por tanto, de acuerdo con la teoría y el método de este psicoanalista austriaco, en romper el caparazón mental del falso absoluto, deshacer el sortilegio y devolver al espíritu su libertad para buscar aquello de que tanta necesidad tiene.
La curación se convierte así en conversión. El médico, en una especie de director espiritual.
¿Que hay aquí un principio de confusión? Sin duda alguna. Pero no puede negarse que a pesar de todo esta nueva interpretación del psicoanálisis freudiano presenta mucho de real y de sugestivo.
El hombre no puede vivir sin absoluto.
La mentalidad positivista lo niega y quiere que el hombre se resigne a ser un fenómeno, el sueño de un fantasma, un objeto efímero en un universo alógico y radicalmente perecedero.
La idea de que todo tiene que morir, extinguirse, desaparecer en derredor mío, de que uno mismo tenga que dejar de ser radicalmente, como conciencia y realidad personal, destruye sin embargo toda posibilidad de dar un sentido a la vida.
Es lo de Unamuno: «Si del todo morimos, ¿para qué todo?». El positivismo causa un hastío y un tedio infinitos.
Oyendo a esta gente, le dan a uno ganas terribles de dormir, de decirle a la vida un tremendo y definitivo «déjeme usted en paz».
«Hijo, para descansar, es necesario dormir. No pensar. No sentir. No soñar. — Madre, para descansar, morir», que dijo Manuel Machado.
Los positivistas no creen tampoco del todo en su positivismo. Rechazan a Dios, pero tienen sus diosecillos de recambio. Se entregan con ardor infinito al microbio y al átomo.
Así, el saber científico puede convertirse en una forma de enajenamiento como otra cualquiera.
El estudio de las diversas formas de idolización en la vida privada y colectiva llevaría sin duda, al que lo emprendiera, a resultados del más alto interés.
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