Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Frase extraña

 

El Diario Vasco, 1957-01-27

 

«Nos encontramos ante un ateísmo práctico que alcanza a muchos que alardean de creyentes; un mero pensar relativo con el cual se vive constantemente fuera de Dios aunque se le confiese con los labios y se profane para fines mundanos la invocación de su santo nombre». (MENÉNDEZ PELAYO)

 

      Las palabras pronunciadas recientemente por el señor Krustchev en el curso de una recepción diplomática se presta a una curiosa indignación.

      Â«Nosotros afirmamos —ha dicho Krustchev— que los defectos de Stalin eran una mala cosa, pero en cuanto a lo esencial, es decir, en lo que concierne a los intereses de la clase obrera y en la habilidad para defenderlos, yo deseo que Dios ayude a cada comunista a luchar como lo hacía Stalin».

      Lo que ha llamado mi atención y, sin duda, la de otras muchas personas, es la última frase: «que Dios ayude a cada comunista...».

      No estábamos acostumbrados a escuchar el nombre de Dios de los labios de los dirigentes rusos.

      Indiscutiblemente, este modo de expresarse constituye una novedad en la terminología soviética; es una cosa rara y no resulta fácil de explicar.

      Â¿Se trata, tal vez, de una pequeña traición que le ha jugado a Krustchev su propio subconsciente? Ello denunciaría la presencia de índices hereditarios de supervivencia burguesa en las reconditeces del «yo profundo» del político ruso y en tal caso sería de aconsejar un «lavado de cerebro».

      Pero caben también otras interpretaciones enteramente ajenas al psicoanálisis.

      Tal vez Krustchev haya querido hacer, en este caso, una nueva concesión a los usos y costumbres occidentales.

      Aunque no es seguro que todos ellos crean en Dios, los hombres públicos de Occidente suelen, a veces, introducir invocaciones vagamente piadosas en sus discursos.

      Â«Si es de buen tono y da buen resultado, ¿por qué no habré de hacerlo yo también?» —se habrá dicho a sí mismo el primer secretario del Partido Comunista.

      Cada uno tiene derecho a decir a su tiempo su «God save the king». Quizás es lo último que nos quedaba por oir» el «Dios salve al comunismo».

      No sería fácil, sin embargo, acusar a Krustchev de falsificación y de insinceridad sin exponerse a una réplica desagradable, pues hace tiempo que en nuestro viejo Occidente «se vive fuera de Dios aunque se le confiese en los labios y se profane para fines mundanos la invocación de su santo nombre», según la conocida frase de don Marcelino. Estamos, pues, habituados a estos juegos de manos.

      Pero, en realidad, ¿por qué buscarle tres pies al gato? Tal vez lo más sencillo sería suponer que las palabras de Krustchev hayan sido sinceras y que éste las haya lanzado con toda ingenuidad y sencillez. ¿Por qué no? No todo ha de ser puro maquiavelismo en los gobernantes soviéticos.

      Esta hipótesis podía verse confirmada por un segundo pasaje de su discurso, no menos desconcertante, en el que Krustchev emplaza para el otro mundo a los que no compartan su inclinación amistosa hacia el pueblo chino: «Harían bien en imitarnos —dijo—, porque si no les será tenido en cuenta en el más allá, donde todo el mundo se encuentra finalmente».

      La referencia a una vida y un juicio de ultratumba resulta aún más sorprendente en un marxista tan caracterizado.

      A menos que este «más allá en el que todos hemos de encontrarnos» no sea la sociedad sin clase hacia la que, según Marx, avanza ineluctablemente la Historia.

 

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